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    Crítica | Bloody Nose, Empty Pockets

    Se non è vero

    Crítica ★★★★☆ de «Bloody Nose, Empty Pockets», de Bill Ross IV, Turner Ross.

    Estados Unidos, 2020. Título original: Bloody Nose, Empty Pockets. Dirección y Guion: Bill Ross IV, Turner Ross. Compañía productora: Department of Motion Pictures. Productores: Michael Gottwald, Bill Ross IV, Turner Ross, Chere Theriot. Fotografía: Bill Ross IV, Turner Ross. Música: Casey Wayne McAllister. Montaje: Bill Ross IV. Reparto: Michael Martin, Peter Elwell, Shay Walker. Presentación oficial: Festival de Sundance. Duración: 98 minutos.

    La barra del Roaring Twenties está abierta las 24 horas, aunque allí solo acuden ya les cuatro bebedores de siempre. Michael, por ende: un actor que, en un gesto de hedonismo koriniano, simplemente se dejó ir. De actor de teatro a profeta alcoholizado, Michael posee la conciencia absoluta de que podría, en efecto, tratar de cambiar su situación personal y, de hecho, sus ideas y modales evidencian una claridad insospechada. Sin embargo, todo materialismo –incluso aquel que le daría un techo y comida– queda lejos del poeta bien humorado. Convive con Pam, cuya revuelta fue, es y será hasta el día en que muera. Pura energía hippie (fracasos inclusive) que se encarna en un cuerpo generoso, en carnes y en abrazos, en risas de esas que llenan ambiente. Inmanencia y espontaneidad, pechos al aire. Bruce es más de quedarse las cosas para sí, más de musitar que de proferir. Veterano vencido por su condición de víctima perpetua, resignado a acarrear consigo el derrotismo de haber dado su juventud a una causa ajena y sin sentido, la suya es una tristeza honda. Shay les aguanta la copa y las penas desde detrás de la barra. Más joven, sobria, es la única que sueña con algún día abandonar el local y su repertorio de historias en bucle: las peroratas humanistas de Michael, los balbuceos simpáticos de Pam, los suspiros de Bruce… Etcétera.

    El Roaring Twenties vibra en perfecta armonía con la ciudad que lo aloja. Las Vegas es histriónica y trasnochada, vive socialmente enterrada en un desgaste ya ineludible pero aún brillante en su esplendor nocturno. Sea un sueño fracasado o el triunfo de la irreverencia, la urbe, como el bar y sus gentes, ya no le debe nada a nadie. Ni dinero (¿cómo pedírselo a Michael, por ejemplo, que apenas tiene donde caerse muerto?), ni urbanidad (que viva la transgresión, desde el flirteo gerontofílico hasta lo trans) ni, mucho menos, explicaciones. «Sostenemos que estas verdades son evidentes por sí mismas», reza una cartela antes de los créditos iniciales. ¿Para qué justificar que las imágenes que siguen son verdades con valor intrínseco? ¿No debería ser así para toda la no-ficción y, también, para el cine en general? Debería, efectivamente. Es tentador sacar a relucir aquel proyector primitivo de Max Skladanowsky, anterior a los Lumière y de nombre bioscopio: bio de «vida», scopei de «ver», así prometían los orígenes atisbar la vida a través de una lente. Pero no había otro camino para el cine que el artificio, la ilusión (frustrada) de realidad y el desengaño. La no-ficción se yergue, en todo caso, como eslabón natural en una historia de trucos y pequeñas mentiras blancas… De las que el Roaring Twenties, allende su naturalismo desgarrador, no escapa.

    En efecto, una sencilla criba antibulos demostraría, sin trabas, que el local no se encuentra en Las Vegas sino en Nueva Orleans, que no tiene previsión alguna de cerrar y que esa «última noche de fiesta» estuvo rodada, de hecho, durante dos madrugadas. Igualmente, ¿es menos mentira que el surtido de caracteres variopintos ante la barra fuera seleccionado por casting y que, entre elles, figuren actores profesionales? ¿Hubiera sido más lícito rehusar la ayuda de un guion que, en la cinta, vertebra fascinantes discusiones ebrio-humanistas alrededor de temas como la culpa generacional, la pertenencia y la responsabilidad social? Si la propuesta de los hermanos Ross, responsables de este pequeño truco, se hubiera comprometido a ser estrictamente real, lo más seguro es que tuviéramos una película radicalmente diferente…

    Bloody Nose, Empty Pockets, Bill Ross IV, Turner Ross
    Una de las joyas del Americana 2021.

    «No había otro camino para el cine que el artificio, la ilusión (frustrada) de realidad y el desengaño. La no-ficción se yergue, en todo caso, como eslabón natural en una historia de trucos y pequeñas mentiras blancas… De las que el Roaring Twenties, allende su naturalismo desgarrador, no escapa.».


    Bloody Nose, Empty Pockets actualiza el debate sobre la necesidad de un cine honesto, que no siempre sincero, bajo la forma de un realismo que plantee espacios para el diálogo emocional con lo ajeno y que no gaste metraje en escenificar situaciones que ocupan ya el imaginario de todes: ¿es constructivo ensañarse en el retrato fidedigno de la miseria humana cuando, en su lugar, podemos adivinarlo y hacer algo con él? John, infantil y desgarbado, es uno de les (falses) habituales en la barra del Roaring Twenties. Como todes sus compañeres –quienes se colocan de cerveza, de whisky, y de eso o de lo otro–, llegado a un punto de la noche, John decide tomar algo de ácido. Un poco más tarde, el tipo sufre una leve sobredosis y cae redondo, pero su cuerpo desplomado sobre una silla no parece preocuparle a nadie. Tampoco nos inquietaría demasiado a nosotres, si lo encontráramos tirado en algún rincón del metro. Pocas imágenes se me aparecen más reales que todos los Johns que encontramos de cotidiano de camino al trabajo, desvaídos entre la euforia y el abandono. Nada más cercano, también, es el rechazo inmediato que esa vista nos provoca. Si Bloody Nose, Empty Pockets hubiera sido real, insisto, hubiera sido una película muy diferente… Y seguramente ahora la estaríamos juzgando por cínica.


    Mariona Borrull |
    © Revista EAM / 71º festival de Berlín


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