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    Crítica | Uno de nosotros

    De melancolía, modorra y compañía

    Crítica ★★★☆☆ de «Uno de nosotros», de Thomas Bezucha.

    Estados Unidos, 2021. Título original: Let Him Go. Director: Thomas Bezucha. Guion: Thomas Bezucha. Novela: Larry Watson. Productora: Mazur / Kaplan Company. Fotografía: Guy Godfree. Música: Michael Giacchino. Montaje: Jeffrey Ford y Meg Reticker. Reparto: Kevin Costner, Diane Lane, Jeffrey Donovan, Booboo Stewart, Lesley Manville, Kayli Carter, Will Brittain, Bradley Stryker, Greg Lawson, Ryan Northcott, Aidan Moreno, Ryan Bruce, Caillou Pettis.

    En algún momento, el cine estadounidense dejó de expandir géneros y comenzó a replegarse dentro de ellos. Piensen en el western dominando con películas que hablaban de los grandes mitos de la Antigüedad con boca polvorienta, winchester alzado y personajes que navegaban entre bar y bar con el recuerdo de la última copa apurando su serenidad épica. Piérdanse en esas road movies de los setenta en las que nunca había suficiente carretera para huir de une misme: el traqueteo del motor y la estela del viento en el pelo como imágenes de un presente que siempre estaba queriendo ser ahora, nunca antes ni mucho menos un después. Imaginen, por qué no, que regresa el drama romántico que alumbró la intimidad de los noventa languideciendo en abrazos que se separaban, en melodías que nos decían que vivir es correr el riesgo de querer morir y planos cortos que no nos dejaban ver los cuerpos tiritando. Es este un ejercicio de melancolía: una tristeza profunda que se esconde en el sereno rastro de todas las imágenes que quisimos que hablaran de nosotres. Es, naturalmente, un acto de cabezona nostalgia: un dolor por un tipo de cine que idealizamos, esculpimos en nuestros recuerdos y usamos para guarecernos cuando el día a día nos contaba la misma historia día tras día. El cine estadounidense se repliega en esta melancólica nostalgia. Sin rumbo, agenda o capacidad para viajar hacia ese rincón de imágenes que son tristeza, riesgo y emoción, solo queda arrullar nuestra memoria audiovisual con películas que nos recuerden que vivir en la infancia de las imágenes es quizá nuestro último acto de desobediencia civil contra la realidad.

    Hay un poco de todo esto en Uno de nosotros. Un relato fronterizo que merodea por las lindes de la memoria cinematográfica de un país para hablar, en el fondo, de la idea más esquiva: la de pertenencia. En el destartalado coche que cruza carreteras, estados y recuerdos, George y Margaret son un matrimonio que llora la muerte de su hijo. En los dinners estadounidenses que endulzan el café aguado con demasiado sirope de arce, George y Margaret son dos abuelos decididos a rescatar a su nieto de la familia Weboy. En la llanura donde el sol es destello, lágrima y gota doradas, George y Margaret son una pareja que sabe que el tiempo convierte el amor en un ejercicio de resistencia contra la vida. Podrán intuir que en cada una de estas estampas cristalizan los géneros en los que bulle la actual identidad del cine estadounidense: una road movie sobre dos ancianos que se reencuentran, un thriller rural en el que la sangre se coagula generación tras generación y un melodrama que habla sobre sentimientos exiliados y personas destinadas a ser un poquito la ceniza de su deseo, de su cariño y de su afecto. Thomas Bezucha observa a Kevin Costner y Diane Lane y a través de sus personajes quiere hablarnos sobre cómo mirar a las cenizas de estos géneros puede ser un ejercicio terapéutico: observen la lumbre que se apaga, el rescoldo que late cansado, el calor que se va del rostro a medida que la llama ya no chisca. En efecto, es un ejercicio fílmico inánime, contento con sentarse y filmar la melancolía sofocando lo que una vez fue un cine vivo, ardiente y que iluminaba nuestras emociones. Sin embargo, creo que coincidirán conmigo en que Kevin Costner y Diane Lane saben insuflar vida a ese matrimonio que ya no pertenece a ningún lugar, ni a ellos mismos en realidad. Un hijo muerto y un nieto secuestrado: su lugar son unos puntos suspensivos.

    Let Him Go, Thomas Bezucha.
    Habitar el recuerdo.

    «Bezucha encuentra en la conjura de la nostalgia una valiosa reflexión sobre el inmovilismo genérico y la contemplación del pasado estético desde la más absoluta humildad y respeto».


    Uno de nosotros se ve con las legañas pegadas a primera hora del día. Hay imágenes meditabundas, ensimismadas y rotas en planos cortos, fondos difuminados y horizontes que ciegan la lente. Un duermevela expresivo que acompaña un relato que huye de la pertenencia a cualquier género y se niega a desperezarse. Adelante, entonces, pues Bezucha encuentra en la conjura de la nostalgia una valiosa reflexión sobre el inmovilismo genérico y la contemplación del pasado estético desde la más absoluta humildad y respeto. Hace unos días decía que otro filme como Aquellos que desean mi muerte era un ejercicio de tanatopraxia donde Taylor Sheridan era incapaz de dar vida al género o vertebrar en imágenes su propuesta de retorcedura de algunos de los mitos de la América bucólica. La diferencia con Uno de nosotros radica en que, mientras Sheridan sucumbe al ansia de ficcionar el presente con restos del pasado, Bezucha sabe que no tiene mucho que aportar al presente. En ambos casos no hay ninguna relectura del rastro cinematográfico; no obstante, Uno de nosotros es una mirada meditabunda y un poco infantil, idealista si se prefiere; como un niñe para quien todo parece muy grande y, al mismo tiempo, sencillo. La diferencia es una cuestión de punto de vista y a veces el potencial de la imagen radica más que en la capacidad de construir ideas, en su habilidad para evocarlas a través de espejismos de nuestras conciencias y mentiras. En eso Uno de nosotros es sumamente consciente, como lo es el cine de David Lowery en su constante relectura de la tradición de los géneros desde el espejismo, de que la juventud y el tiempo perdido de un cine que nos identificó se recobra evocando el amanecer de todas las imágenes que interpelaron a un país y a todes quienes, sintiendo que esas imágenes les pertenecían, inmigraron ahí.

    Habitar el recuerdo sabiendo que nuestro sitio ya no está ahí. La complicidad de un matrimonio consciente de que la nostalgia duele, el recuerdo sangra y la carretera une a medida que inmigran hacia el último lugar de memoria es quizá la clase de imagen autoculpable que no nos ayuda, pero que nos reconforta profundamente. De risas, abrazos y muertes son los mimbres de este relato sumido en la modorra de géneros. Es una penumbra agotada e irrelevante, sí. Sin embargo, se agradece un tipo de cine de cine que no busque despertarnos para no decir nada de interés: dejémoslo ir, pero solo unos minutos más de sueño con el pasado, un espejismo de la imagen de un mañana en el que sí nos gustaría despertarnos.


    Javier Acevedo Nieto |
    © Revista EAM / Salamanca


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