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    Especial siglo XXI | «Todavía el viento en los árboles»


    Todavía el viento en los árboles

    Ensayo de Rafael Guilhem sobre el cine del siglo XXI

    Especial 13º aniversario de EAM: el cine del siglo XXI

    Al día de hoy, cualquier defensa del cine frente a toda clase de destellos, superficies y reflejos se toma por reaccionaria. Sublimar cierta pureza que reclama el ambiente visual y sonoro cada vez más contaminado nos pone en una posición zafia a ojos de quienes reclaman dejar ir los tiempos pasados para dar apertura al presente, y con ello aceptar sin más su signo definitorio: la novedad. Hemos escuchado ese alegato una y otra vez en lo que va del siglo veintiuno: Xavier Dolan, Yorgos Lanthimos, Gaspar Noé, y más recientemente, Bong Joon-ho. Cineastas de la estilización antes que del estilo. ¿Qué tienen en común estos directores? La conciencia del cine como un arte muerto que requiere de otros medios para sobrevivir. ¿Nos siguen sorprendiendo la pulcritud y el virtuosismo? Hoy lo bello es, tristemente, indisoluble de la novedad, y la búsqueda de novedad conduce irremediablemente al asedio del escepticismo. Se promulga la libertad y la diversidad de gustos que en campo abierto se reúnen en un mismo punto. Si todas las películas —o peor, todos los audiovisuales— son puestas en igualdad de condiciones, ¿cómo le damos sentido al oficio de la crítica cuya primera tarea es distinguir las películas buenas de las malas? Como bien profesa el crítico brasileño Luiz Carlos Oliveira Jr., son tiempos de discusión ad infinitum: «La crítica quiere debatir, pero no quiere criticar». Nos corresponde discernir a qué se contraponen hoy el cine y la crítica.

    En principio, a la publicidad y sus mutaciones cada vez más furtivas: la mezcla, fluidez y disolución de avatares virtuales indistinguibles. La publicidad es un excedente donde las cosas ya se han mirado (Daney). Es también una imagen que prescinde de la figura de un pedagogo —o crítico— que haga de intermediario entre ella y el público (Toubiana). Volcando la mirada a nuestro alrededor es evidente que sobran imágenes. Su abundancia es una profusión de la información (imágenes como signos) y su confusa filiación es una tabula rasa para cualquier intento de diferenciación (la innovación sobre la tradición). El juicio y el discernimiento son, con más fuerza que antes, un centro de la función crítica. Es decir, reconocer si lo que se presenta como discordante lo es, pero también —para sacar al cine de su letargo bajo sospecha— mirar lo discordante aunque no se anuncie como tal. Cuando la crítica se enfoca con mayor detenimiento en los fenómenos que rodean a las películas, se aleja inexorablemente del espacio donde se suscita la verdad y se deja atrapar por lo pintoresco. Es preciso decir que entre más nos aproximamos a la singularidad de una película más diáfanamente observamos la amplitud del mundo que trasluce. No es una faena sencilla. La crítica en la actualidad programa el doble de lo que critica, ve películas compulsivamente, se obsesiona con descubrir ante la apariencia de disponibilidad absoluta de objetos cinematográficos. ¿No es éste un gesto que traslada el hallazgo de lo «novedoso» al impulso cinéfilo? El cine se ha atrincherado con algunos vértices que le dan certeza: concepto y código como aspavientos academicistas, que es otro lado reductivo de los recursos cinematográficos. Ellos sirven a un mutuo entendimiento: los cineastas toman relevancia si consiguen reconocer, aprender y domesticar el gusto de programadores, publicistas, consumidores y, por supuesto, críticos, quienes se ven seducidos por la tarea de descifrar correctamente lo que comunica la pantalla.

    ▲ Fotograma de cabecera: Étoile violette (Axelle Ropert, 2005).
    Frágil como o mundo (Rita Azevedo Gomes, 2002).

    «El arte cinematográfico se ve disminuido hasta sus signos de entretenimiento y espectáculo, donde la conciencia espacial y temporal predispuesta por las redes sociales lo han conducido, ya no al mundo exterior ni a la autosuficiencia, sino a la apertura entregada a imágenes de otros parentescos. Y la crítica se ha acomodado en evaluar si el mensaje es utilitario. ¿Cómo puede trabajar un cineasta que no cree en la verdad (servir a lo otro y no servirse de ello)? No queremos descubrir el virtuosismo de un cineasta, ¡queremos comprender el mundo, las emociones, la realidad, la contingencia!».


    Las 21 mejores películas del siglo XXI para Rafael Guilhem

    A esto hay que sumar el ademán confesional: ¿no es el cine el sitio para imaginar y mirar las imperfecciones humanas? ¿Desde cuándo un personaje tiene que pensar adecuadamente y con la misma voz del artista? Y no me refiero al término de «incorrección política», tan absurdo como incompetente, sino a una complejidad de la atmósfera moral (ineludible para toda forma artística). Vuelvo al móvil de la confianza y la ecuación matemática: una puerta puede ser tan mágica si absorbe cualidades de la realidad que sólo llegan a conocerse cinematográficamente. Nos acostumbramos a pasar por alto los pasos de un actor, el vuelo de una mariposa, «la belleza del viento moviéndose entre las hojas de los árboles» (Griffith); pero, sobre todo, el mundo que estos gestos sostienen (nada más desolador que ver los gestos abstraídos en una superficie congelada puestos a circular como una imagen y no como un bloque de vida). En síntesis, hay dos tipos de cineastas: los que creen que la realidad existe para ser filmada y los que filman para saber algo de la realidad. Si los confundimos estamos perdidos. Los primeros, donde el cine ya no se deduce de la realidad, creen mirar el mundo cuando lo que tienen enfrente es una representación. El arte cinematográfico se ve disminuido hasta sus signos de entretenimiento y espectáculo, donde la conciencia espacial y temporal predispuesta por las redes sociales lo han conducido, ya no al mundo exterior ni a la autosuficiencia, sino a la apertura entregada a imágenes de otros parentescos. Y la crítica se ha acomodado en evaluar si el mensaje es utilitario. ¿Cómo puede trabajar un cineasta que no cree en la verdad (servir a lo otro y no servirse de ello)? No queremos descubrir el virtuosismo de un cineasta, ¡queremos comprender el mundo, las emociones, la realidad, la contingencia!

    Jean-Claude Brisseau (uno de los cineastas más emocionantes de las últimas cuatro décadas) es un renovador de esta materia alquímica. En 2012, sin ir más lejos, dio muestra de su prolijidad con el estreno de La Fille de nulle part, grabada casi por entero en su apartamento, con un despliegue de la imaginación inversamente proporcional a la escasez de sus medios. La agudeza del cineasta francés consistió en trabajar para alcanzar eso que va más allá de él mismo y borrarse en favor de la persistencia de la realidad. En la parte final de la película la cámara se concentra en un tapiz estampado por una multitud de estrellas. Bruno Andrade precisa en ello con delicadeza: «Brisseau nunca es tan verdadero como cuando mira las estrellas, como cuando despierta la infinidad del cosmos a través de la finitud de la visión. Unos puntos blancos sobre fondo negro son suficientes.» Brisseau consigue ver la contingencia en el tapiz. ¿Cuántos otros realizadores no se han ensañado en plasmar escenarios cósmicos con lujo de detalle para asegurarse de que veamos el universo que ellos ven, sobreponiendo los recursos técnicos a la sensibilidad y las ideas? Al igual que Brisseau, el cine de las dos décadas que terminan ha sido animado por el espíritu de artistas que todavía creen en la capacidad del cine para alojar en sus formas el imperceptible movimiento de la vida. Las películas de veteranos como Yoshishige Yoshida, Paul Vecchiali o Abbas Kiarostami, pero también cineastas de generaciones más jóvenes como Rita Azevedo Gomes, James Gray o Axelle Ropert, que solicitan a la crítica en un ejercicio de inteligencia y placer. Son obras que en líneas generales llaman a nuestra curiosidad por su simpleza y austeridad. Incluso cuando entre líneas desprenden una tentativa de artificialidad y acción. Esa mínima expresión, sin embargo, no necesita de la retórica publicitaria, se vale por sí misma para los espectadores y críticos que se pregunten —sin necesariamente entenderlo del todo— qué se puede aprender de lo que ven. Algo se comprende en ese desconocimiento. Desafortunadamente la actitud más recurrente es la de querer que las películas aprendan de nosotros y se ajusten a nuestro comportamiento. La crítica tiene lugar ahí donde algo se le resiste; donde no hay palabras y por lo tanto inicia el trabajo de formularlas. Es también ahí donde reconocemos que el cine sigue vivo.


    Rafael Guilhem |
    © Revista EAM / Ciudad de México


    La Fille de nulle part (Jean-Claude Brisseau, 2012).

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