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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Wolfwalkers / Apple TV+


    En busca de perspectiva

    Crítica ★★★★☆ de «Wolfwalkers», de Tomm Moore y Ross Stewart.

    Irlanda, Francia, Bélgica, 2020. Título original: «Wolfwalkers». Dirección: Tomm Moore y Ross Stewart. Guion: Tomm Moore, Ross Stewart, Jericca Cleland y Will Collins. Compañías: Cartoon Saloon y Melusine Production. Producción: Eric Beckman, Damien Brunner, Didier Brunner, David Jesteadt y Tomm Moore. Distribución: Apple TV+. Música: Bruno Coulais. Montaje: Darragh Byrne, Richie Cody y Darren T. Holmes. Reparto: Honor Kneafsey, Eva Whittaker, Sean Bean, Simon McBurney y Maria Doyle Kennedy.

    «Si puedes dibujar, puedes animarlo».
    Richard Williams.

    En el consejo del maestro animador, encargado de diseñar a Jessica Rabbit (¿Quién engañó a Roger Rabbit? / Who’s Framed Roger Rabbit. Robert Zemeckis, Estados Unidos, 1988), está oculto un viaje inhóspito y fascinante de inacción y (re)acción, o mejor dicho, de vida y muerte, que será un placer recorrer junto a Wolfwalkers (2020). La experiencia es el corazón de la educación y la primera de cualquier índole es formativamente vital, si uno es zozobrado con algún elemento ajeno a su zona de confort y siente curiosidad por semejante atrevimiento, desde su misma erupción jamás te abandonará, mostrándote ese mismo trayecto. Precisamente eso será lo que le ocurra a Brendan (Evan McGuire) en El libro secreto de Kells (The Secret of Kells, Tomm Moore y Nora Twomey, 2009), primer cañonazo creativo de Cartoon Saloon, cuando mira por un vano de la catedral, más allá de la fortaleza que está construyendo su tío, el abad Cellah (Brendan Gleeson) para hacer frente a la amenaza vikinga, una luz timorata se filtra y baña su rostro, el bosque parece llamarlo, la curiosidad empieza su recorrido de aprendizaje. También la historia de Robyn Goodfellowe (Honor Kneafsey), última propuesta del estudio de animación irlandés, es muy parecida a ese proceso primigenio experimental sustentado en ese motor narrativo que es la curiosidad, cuando se encuentra por primera vez con Mebh (Eva Whittaker), pero no adelantemos acontecimientos.

    Mi primera experiencia con la animación fue la apertura de un libro y la culpa la tuvo, cómo no, Disney. Arcanamente el manuscrito se abría solo, como si tuviese vida propia y me mostrara impúdicamente su interior, hojas con letras góticas de diferentes colores, la mayoría chillones, dándome la bienvenida sobre dibujos bidimensionales de personas rodeadas de geografías huecas, sin profundidad, telas pintadas dirían los amantes teatrales, adornando el texto y una melodía acompañada de una voz invitándome a una huida, introducirme, literalmente, en el libro. La anécdota se torna en justificación porque siempre he querido pensar que ese extraordinario maestro de ceremonias que fue Walt Disney lo que pretendía con esos arranques, irónicamente, era meter a los niños en su saco particular y mostrarlos un mundo reconvertido. Walter Elias Disney siempre fue el hombre del saco, el enigma creativo por antonomasia. Esos primeros planos de algunas de sus producciones, en las que aparecían libros, sujetos de estudio escolástico preferente, recordemos el comienzo de Pinocho (Pinocchio, 1940), donde el centro de atención estaba puesto sobre la obra de Collodi pero al margen izquierdo, ligeramente oscurecidos, sobresalían los lomos de Alicia en el País de las Maravillas (Alice in Wonderland, 1951) y Peter Pan (1953), demostraban dos cosas. Primero sabía lo que se hacía construyendo su inefable futuro; segundo, formalmente, nos presentaba el cuento como nunca antes lo habíamos visto ni oído. No era una labor gratuita, conllevaba contraindicaciones. Esos prólogos eran auténticos peajes a pagar más tarde por nuestra nostalgia; esa mirada demandaba un compromiso, un pacto se forjaba en esas aperturas; a cambio los esquemáticos dibujos mutaban, rellenos de volumen, escapando de su prisión manuscrita para invadir nuestra mente y alimentar nuestra imaginación. En definitiva, de lo que se trataba era de resucitar los viejos cuentos europeos milenarios donde sus personajes empezaban a cobrar vida. Mi bautismo de fuego disneyano fue con Merlín el encantador (The Sword in The Stone, Wolfgang Reitherman, 1963), curiosamente ambientado en una Inglaterra medieval fantástica en pleno ciclo artúrico, pasado por el tamiz posmoderno, por lo tanto, cuestionándolo, de T.H.White y su La espada en la piedra. Como descubriremos, no es un mero capricho que el halcón de la pequeña protagonista de Wolfwalkers se llame Merlín, más bien un apunte, y es que en la ficción nada es injustificable, en una narración visual nada se deja al azar, todo es pura construcción. Por tanto el libro se erige como coartada reconstructiva de la narración, una que deseaba que pasase rápidamente para mirar a esos dibujos reanimarse, lo que aseveraba el maestro Williams, para dejar pronto ese esquematismo cromático típico de las miniaturas medievales, y permitir que la acción cobrase su papel relevante como poción mágica dejando que las formas y el color ayudasen a romper la cuarta pared, si hiciese falta, para concederme un viaje de ida a lo imposible, solamente en una dirección porque entre otras cosas, uno no quería regresar jamás a la realidad acartonada que lo rodeaba.

    Esa odisea que me ha ido acompañando en las películas del libro, como si fuesen las incuestionables religiones de la publicación, es lo que ofrece Wolfwalkers (2020) pero a la inversa, por lo tanto a lo primero que tenemos que acogernos al contemplar el filme, y nunca mejor dicho en la obra de Cartoon Saloon, es a un discurso a la contra y aquí también habría que resaltar otra productora, la luxemburguesa Melusine, cuya alianza nos ha regalado maravillas como El pan de la guerra (The Breadwinner, Nora Twomey, 2017) a la altura de otras compañías que se encuentran parapetadas en la trinchera creativa, como puede ser Laika, haciendo frente al emporio disneyano con coraje y sabiduría. Sin ir más lejos, Ross Stewart, codirector de esta Wolfwalkers, trabajó como diseñador visual para la compañía de stop motion en El alucinante mundo de Norman (ParaNorman, Chris Butler y Sam Fell, USA, 2012). Una ruta que hereda los mojones narrativos de sus anteriores incursiones, El secreto del libro de Kells o La canción del mar (Song of the Sea, Tomm Moore, 2014), respectivamente: la destrucción de un ecosistema natural, la incapacidad de comprensión entre diferentes personas y comunidades y el interés por los mitos y folclore auspiciados por los cuentos de hadas, todo eso unido en un maremágnum creativo y narrativo donde el dibujo a mano, es decir la animación tradicional colaborando con los recursos digitales, es la auténtica piedra filosofal provocando ya no sólo contemplar la historia, sino compartir su experiencia. No obstante hay algo en Wolfwalkers contradictorio, y por lo tanto enigmático que parece inyectar a esta aventura concreta, una cierta sensación de coda. No es la primera vez que sus creadores hablan conjuntamente de esta película y de su primera junto a La canción del mar como trilogía celtica, es decir, como tercer y último capítulo, aunando esas características que ya hemos señalado anteriormente en los filmes mencionados. Y si bien es cierto que Wolfwalkers sigue la doctrina formal a rajatabla, quizá sea la propuesta más accesible al público y de ahí que divague a terrenos más didácticos, y por lo tanto más pedagógicos: el discurso de búsqueda de libertad de Robyn, la asunción del papel que le toca jugar en la vida, y que es más fácilmente legible esta vez utilizando la confrontación como herramienta para escenificarlo.

    Wolfwalkers, Tomm Moore y Ross Stewart.
    Otra joya de Cartoon Saloon Studios | 📷 Apple TV+.

    «A cada paso que dé Robyn en el bosque, la profundidad la irá va engullendo, a cada recorrido realizado, la comprensión al otro, posicionarse en su pellejo, se irá rebelando, a cada lugar explorado le viene una mirada con perspectiva, profundizar en el problema es estudiarlo, analizarlo, poder entenderlo».


    Nada más comenzar el relato se muestra el desafío en Plano General, al fondo la ciudad de Kilkenny en Irlanda. El año es 1650, y en primer término el bosque, intemporal. La civilización, el orden, representado hierático por la geometría como si fuese una réplica del tapiz de Bayeux frente a lo desconocido, el caos, diseñado por líneas que se retuercen y se doblan conformando su vanguardia protectora, troncos y copas de sus árboles. Frente al conceptualismo de las líneas rectas y su patrón más agresivo, las angulaciones del plano urbano, se le antepone el suave impresionismo rizado de la floresta. Se podría decir que la ciudad es un mero diseño (posiblemente trasunto del poblamiento de alguna legión romana) realizado por la mano diligente y delineante (por tanto existe un propósito) del “cromwelliano” Señor Protector (Simon McBurney) y el bosque es un espacio abocetado (perteneciente al universo druídico), donde sus líneas revueltas no llegan al perfeccionismo urbano, ni lo pretenden. El primer encuentro con los lobos traerá a los actantes a este mismo escenario y atraerá al drama, como cabría esperar en todo primer acto de una narración bien construida, aguardando a que el primer punto de giro haga su aparición. En el ataque caótico a unas ovejas, Robyn disparará su flecha erróneamente, al ala izquierda de Merlín, haciendo que el halcón caiga al suelo malherido. La niña sale en busca de su único amigo pero un extraño sujeto aparece repentinamente, otra niña, Mebh, quecoge a Merlín y se lo lleva acompañada de la manada de lobos. Robyn intentará ir tras su amigo pero unos lobos rezagados la impiden dar un paso más y será su padre, Bill Goodfellowe (Sean Bean), el que la salve en el último segundo y la retorne a la ciudad. Con esto somos partícipes de cómo se crea la confrontación, pero ahora la veremos establecerse, es decir siendo poblada por sus participantes, como paradigma de la trama de Wolfwalkers.

    Primer Plano objetivo del rostro de Robyn, rodeado por el fondo cuadriculado de Kilkenny, frente al Plano General subjetivo de lo que ella está observando. Mientras su padre la carga y retroceden al núcleo urbano, la entrada ignota al bosque, donde los troncos y raíces confeccionan un marco bien distinto al de la urbe, el misterio del bosque se opone al esplendor de la ciudad, que se puede ver/controlar desde cualquier ángulo; la seducción de aquello que se esconde frente a la visibilidad de una realidad temible, Bill no lleva a Robyn a Kilkenny sino a una prisión. Pero la llamada del bosque es mucho más poderosa, imposible no escucharla y al poco de dejarla al cuidado de los soldados, saltándose la promesa de salvaguardarse en su nueva casa, Robyn regresará al bosque en busca de Merlín. Con el sacrilegio comienza el drama. La odisea de Robyn introduciéndose quizá en la auténtica Irlanda. Kilkenny se parece mucho a su Inglaterra natal, representada en ese Bosque cuya frondosidad oculta un nuevo mundo para la joven, se tornará en exploración física y psíquica sobre el mundo del mito. Es curioso cómo su progenitor minutos antes en la ciudad se sorprendía de la capacidad fabuladora de su hija, cuando le decía que una de las razones por las que quería acompañarlo era para ver gigantes y brujas. Sorpresa que se hará realidad cuando seamos testigos del segundo encontronazo entre Robyn y Mebh. La fábula muerde a la protagonista, también en un acto involuntario como el disparo a Merlín. Mebh intentará rescatar a Robyn de una trampa puesta por su padre, pero Robyn no está por la labor de ser rescatada, sobre todo por una desconocida que gruñe, y de hecho en una de las intentonas, Mebh la muerde sin querer, trasvasándola su poder. Es una poderosa secuencia donde la animación tradicional todavía nos tiene que contar muchas cosas, el dinamismo en los trazos, el montaje picado de los planos, la profundidad del contexto situacional, el movimiento oscilante de Robyn colgada hacia abajo, su punto de vista invertido, pura delicia que nos muestra la complejidad de su factura y sobre todo el acabado prístino de su elaboración. El movimiento pendular de Robyn nos advierte directamente, aunque su camino trasgresor al bosque ya nos regalaba una serie de pinceladas, que Wolfwalkers pretende convertirse en un recorrido hacia la perspectiva, y que si hace falta habrá que mirar con otros ojos, al revés, los acontecimientos venideros.

    Durante la escueta pero valiosa filmografía de Cartoon Saloon hemos sido testigos de cómo sus diégesis se gestaban en universo de dos dimensiones, eran los ejemplos paradigmáticos de esos comienzos disneyanos de los libros, donde permanecían escondidas entre sus límites, no había una necesidad de transgredir la norma, pero el recorrido de Robyn por el bosque nos muestra algo diferente, algo que quizá es heredero del viaje de otra niña, esta vez afgana y de otro tiempo, el nuestro. Parvana (Saara Chaudry) quiere buscar a su padre en El pan de la guerra y esa búsqueda la llevará a quebrantar cada estigma de su sociedad (el régimen talibán) y de su sexualidad (mujer). A cada paso que dé Robyn en el bosque, la profundidad la irá va engullendo, a cada recorrido realizado, la comprensión al otro, posicionarse en su pellejo, se irá rebelando, a cada lugar explorado le viene una mirada con perspectiva, profundizar en el problema es estudiarlo, analizarlo, poder entenderlo. Existe un arco que se puede trazar con solo establecer dos puntos equidistantes, el comienzo y el final de la película, que nos pueden ayudar a entender mejor el tema. Wolfwalkers se abre con un Plano General de una parte del bosque, en primer término aparece una charca donde un pájaro se reconforta en ella, rodeada de árboles que la cobijan y la mantienen oculta de una tala indiscriminada, al fondo más troncos y un ligero manto neblinoso que ciega la visión del espectador. Todo en la composición parece estar en armonía, los árboles, el agua, el animal, el propio punto de fuga, forman un todo único vetando a la profundidad a sobresalir aunque hay algo que molesta, un elemento quintacolumnista que desentona, el diseño de la charca parece estar ligeramente inclinado, el punto de vista refleja una sutil angulación inesperada de la naturaleza. Parece ser que no todo sigue el orden establecido, la ruptura es sutil pero nos anuncia que la bidimensionalidad está en peligro, algo la va a trastocar. El último plano de Wolfwalkers corresponde a otro Plano General, donde las chicas aúllan juntas sobre un risco montañoso en primer término, acompañadas de la manada de lobos, dejando atrás Kilkenny y tomando una nueva dirección, un nuevo horizonte las espera. El plano se podría dividir en varios niveles, ha ganado profundidad, Robyn y Mebh han superado sus dificultades, se han entendido mutuamente y ahora están juntas. El segundo nivel del plano será otro líquido, recordándonos el principio del relato, pero más grande, un lago, y el tercero será el que conforme el horizonte agreste que les queda por recorrer, un punto de fuga por descubrir. El comienzo del entendimiento entre el mito y la realidad es un (re)conocimiento ganado en profundidad; ya es hora de salir del libro.


    José Amador Pérez Andújar |
    © Revista EAM / Madrid


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