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    Crítica | Baby, de Juanma Bajo Ulloa


    La madre viva

    Crítica ★★★★☆ de «Baby», de Juanma Bajo Ulloa.

    España, 2020. Dirección: Juanma Bajo Ulloa. Guion: Juanma Bajo Ulloa. Compañías productoras: Frágil Zinema, La Charito Films. Fotografía: Josep M. Civit. Montaje: Demetrio Elorz. Reparto: Rosie Day, Harriet Sansom Harris, Natalia Tena, Charlo López, Mafalda Carbonell, Susana Soleto, Natalia Ruiz y Carmen San Esteban. Duración: 106 minutos.


    Desde hace mucho tiempo, cada año, la crítica erige desde sus tribunas un puñado de ídolos de pies de barro, llamados a colmar durante unas semanas portadas en revistas de tendencias, artículos clickbait cargados de comentarios peregrinos, o superfluos hilos de Twitter —«catálogos de encuadres», que diría mi amigo Álvaro Peña— que hermanan, sin esfuerzo siquiera por simular rigor, el penúltimo fenómeno festivalero con veneradas tradiciones cinematográficas o pictóricas. En esta temporada ha sido el turno de producciones como First Cow (Kelly Reichardt, 2020), de la que se ha hablado como una renovación del western cuando, en realidad, Reichardt niega desde la arrogancia ideológica la legitimidad misma del western; Beginning (Dasatskisi, Dea Kulumbegashvili, 2020), cuyo aparato estético prefiere parecer bonito a ser bello, y acaba arrasando con la única escena susceptible de producir cierto impacto emocional genuino; o Mank (David Fincher, 2020), reconstrucción del Hollywood en que se gestó Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941) tan carente de fragor audiovisual como de coherencia en sus intenciones. En el ámbito del fantástico, más ligado este a una propuesta como Baby, tampoco han faltado los hitos efímeros: de El faro (Lighthouse, Robert Eggers, 2020), nadería que confunde lo expresionista con lo vulgarmente histriónico, hasta Murder Death Koreatown (2020), atolondrada combinación de true crime y found footage cuya narrativa podría haber resultado moderna en 1948, pasando por Lúa vermella (Lois Patiño, 2020), impotente tentativa de fraguar un imaginario mágico desde el localismo, o Gretel y Hansel: Un oscuro cuento de hadas (Gretel & Hansel, Oz Perkins, 2020), relectura de los Grimm que se confía a una agenda feminista para terminar a medio camino entre el esteticismo inane y la desubicación artística.

    Las mejores películas de Juanma Bajo Ulloa —y Baby, adelantamos, está entre ellas—, más allá de la resonancia crítica o popular que hayan alcanzado, se resisten a esos mecanismos de alienación cinéfila que, en la actualidad, trituran artefactos fílmicos para transmutarlos en eslóganes del abajo firmante, en meros kleenex sobre los que verter los fluidos retóricos de cada cual. Alas de mariposa (1991) y La madre muerta (1993), ambas bellas y tenebrosas fábulas existenciales habitadas por ninfas y ogros, princesas y brujas de nuestro tiempo, alumbran, a partir de sus contusivas imágenes, una intersección donde se cruzan los géneros modernos —el terror, el noir...— con las fantasías de tradición oral, los inmortales arquetipos con los vericuetos sombríos de la psique humana. Bajo Ulloa ha planteado de esta manera una suerte de mitología contemporánea, profusa en aristas sociales y políticas, en torno a los retorcidos afectos entre madres/padres e hijos. Sus antihéroes, presencias incómodas en la ciudad que bordean la invisibilidad voluntaria, son trágicamente conscientes de que por sus arterias circulan tradiciones primigenias y brutales, donde a la obsesión judeocristiana por la culpa se le suman percepciones monolíticas de su feminidad o masculinidad. El reverso, frágil y descomunal a la par, de todos nosotros. La poética del autor vitoriano se abre paso a través del montaje feroz de signos y metáforas ominosas, cuyo secreto vigor reside en la irreductible elementalidad: una mariposa destrozada, un retrato familiar cuyo marco estalla, un cuadro resquebrajado de la Virgen y el Niño.

    «Un profundo elogio del compromiso, valga también como declaración de principios por parte de un cineasta de vocación kamikaze que a punto ha estado de enterrar su carrera poniéndose al servicio de proyectos comerciales de desigual interés. Para creador y criatura, Baby es, a un mismo tiempo, retorno y futuro».


    Regreso de Bajo Ulloa a su génesis creativa tras una trayectoria accidentada, Baby está lejos de ser uno de esos intentos patéticos por invocar esencias perdidas a toda costa; al contrario, el director de Frágil (2004) formula, mediante los manierismos aéreos de la cámara y el rebosante trabajo escénico y de caracterización, un barroquismo que sirve como punto de encuentro para el cuento de hadas y las tendencias formalistas propias del género en la última década. Baby es, fundamentalmente, una película sobre lo maternofilial en tanto pulsión animal de amor y protección. Siendo un relato marcado por los instintos básicos de sus personajes, todos ellos mujeres con experiencias disímiles de la maternidad, se prescinde de los diálogos y se apuesta por la modulación de un imaginario de resonancias antiguas. En los compases iniciales, un travelling recorre las superficies del hogar de la protagonista: platos sucios, restos de comida, jeringuillas y botellas de destilados vacías. En el fondo, ocupando el centro del encuadre durante unos segundos, una bailarina de danza clásica aparece en televisión. Es la primera señal, seguida luego por otras, de un pretérito innominado que persigue a esta madre, quien halla en las drogas y el alcohol vías para sepultar un drama familiar que permanece oculto al espectador. El viaje desde la urbe a una remota región boscosa con el fin de vender a su hijo supone, en el fondo, el encuentro con las raíces ancestrales de una cultura que ha despojado al individuo de humanidad, cosificándolo para su posterior mercantilización.

    Dividida entre dos versiones de sí misma, un impulso —biológico, pero asimismo moral— la incita a suturar su desgarro interior: la madre se siente impelida a luchar por recuperar al niño. En este sentido, Baby es la historia de una joven que decide entregarse, en cuerpo y espíritu, a ese «otro» extraño a quien ha engendrado, y que irrumpe —literalmente— en su fracturada cotidianidad como un desconocido llamado a revolucionar sus días. La imposibilidad de obtener exactamente lo que deseamos y la necesidad imperiosa del cariño ajeno como fin an sich definen tanto el itinerario de la heroína como el de la villana, esta última sometida a una voracidad donde se entrelazan la obsesión capitalista y la añoranza frustrante de un retoño fallecido. Lo tortuoso de esta inmersión en un hogar grotesco, de este caminar por la senda más aterradora del espíritu, se salda con una expresiva violencia y con la tensión interna que sacude cada plano; Bajo Ulloa lleva sus planteamientos visuales hasta el borde del abismo, sin distanciarse jamás de esa simplicidad radical que oscurece e ilumina alternativamente el sendero de la atribulada madre. Y es que acaso este largometraje, un profundo elogio del compromiso, valga también como declaración de principios por parte de un cineasta de vocación kamikaze que a punto ha estado de enterrar su carrera poniéndose al servicio de proyectos comerciales de desigual interés. Para creador y criatura, Baby es, a un mismo tiempo, retorno y futuro. La chica desesperada que busca a su bebé termina amamantando a uno que no es suyo —lo cual no la hace a ella menos madre, ni a él menos hijo—, dirigiéndose hacia un nuevo horizonte, deshaciendo al fin esa escisión fatal entre la bailarina y la yonki, entre lo que fue y lo que es.


    Ignacio Pablo Rico Guastavino |
    © Revista EAM / Madrid


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