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    Crítica | Adam


    Tocar al Otro, sentirse a una misma

    Crítica ★★☆☆☆ de «Adam», de Maryam Touzani.

    Marruecos, 2019. Título original: Adam | آدم. Directora: Maryam Touzani. Guion: Maryam Touzani, Nabil Ayouch. Productores: Nabil Ayouch, Amine Benjelloun, Patrick Quinet. Productoras: Ali n' Productions, Les films du nouveau monde, Artemis Films. Fotografía: Virginie Surdej. Música: -. Montaje: Julie Naas. Reparto: Lubna Azabal, Nisrine Erradi, Douae Belkhaouda, Aziz Hattab, Hasnaa Tamtaoui.

    Resulta estimulante estudiar el involuntario paralelismo que se establece entre las imágenes de Adam (Maryam Touzani, 2019) y la situación que viven los personajes que las habitan. Abla (Lubna Azabal) es una viuda que se desloma por mantener a flote la pastelería que regenta en su propia casa, con la que poder sacar adelante a su hija (Douae Belkhaouda), todavía una niña. Samia (Nisrin Erradi) es una joven que, fruto de un embarazo no deseado, llega a la ciudad con la intención de dar a luz y posteriormente entregar al recién nacido en adopción. Sin hogar ni trabajo, la embarazada deambula por las calles hasta que su destino se cruza con el de Abla, y la primera comienza a vivir en casa de la segunda y a ayudarla en el trabajo. Asfixiadas por las losas que deben cargar, y con el agravante de vivir en una sociedad como la marroquí, que la debutante en el largometraje Maryam Touzani retrata como un lugar hostil para la mujer, ambas se ayudarán mutuamente para salir adelante. Todo suena muy estereotípico, porque en realidad lo es. Se trata de una muestra más de cine social de corte orientalista, que trata una serie de temas muy concretos de una manera muy codificada: pobreza, machismo, una cierta idea de retraso cultural frente a Occidente, etc., retratados desde una emocionalidad intensa pero superficial, con querencia por el tremendismo y la catarsis. Sin embargo, si se va más allá de su nada sugerente fachada, se encuentran detalles de inteligencia cinematográfica que muestran que el filme quizás sea algo más que el típico ejercicio meramente complaciente con el público occidental y que tan buena acogida recibe en el circuito de festivales.

    Al igual que las dos protagonistas, la película vive condicionada por un contexto castrante. Si en el caso de ellas es la cultura y la sociedad, que funcionan como constantes palos en las ruedas y amenazas a la pérdida de un estatus social que ya de por sí es precario, en el de la cinta es el guion, que lastra las aspiraciones de la narración al estar confeccionado como si de una fórmula matemática se tratase. Esto se nota con especial estridencia en el primer acto, donde la presentación de ambos personajes, así como la construcción de las tensiones previas a la unión definitiva de sus destinos es tan burda que el público puede predecir sin problemas cómo se desarrollará la trama. Situaciones posteriores, como representar lo amargada que vive la madre mediante un primer plano donde coloca y recoloca de manera obsesiva los cubiertos en la mesa hasta alcanzar la perfección, o la manera en la que se expresa que la niña necesita una madre que no solo le enseñe disciplina sino que también le dé cariño —que encuentra a través de Samia— agrandan una dinámica de explicitud narrativa que se mantiene a lo largo de todo el relato.

    «La fuerza de las imágenes, en conjunción con un poderoso trabajo actoral, posibilitan la construcción de un tejido visual de cierto vigor, que ofrece muestras de garra narrativa aunque la opción de la sutileza haya quedado descartada».


    Y sin embargo, a pesar de contar con sendos contextos desfavorables, película y personajes consiguen evolucionar y alcanzar cierto grado de autenticidad para consigo mismas, una situación que, en el caso del filme, se logra a partir de una certera construcción del espacio y un potente uso del sentido del tacto. La práctica totalidad de la historia transcurre en el interior del hogar, el lugar reservado para la mujer y donde apenas accede el hombre, y en ella se diferencian dos tipos de espacio: los públicos (la cocina, principalmente), donde sucede la necesaria confrontación de los traumas, y los privados (las habitaciones de cada protagonista), donde posteriormente evolucionan los personajes, en una dolorosa lucha consigo mismos. En esta historia de superación personal, donde cada personaje será clave para ayudar al avance del otro, el espacio compartido es el catalizador que posibilita el cambio. La fricción inicial, debida a la dolorosa confrontación de los traumas, da lugar a una liberación de las emociones contenidas. El llanto da paso a la catarsis, la puerta de acceso a cierta paz interior. En este sentido destaca la escena en la que Samia fuerza a Abla a escuchar una cinta musical de su cantante favorita, algo que había dejado de hacer tras la muerte de su marido. La rigidez inicial en el cuerpo de Abla, propia del trauma, da paso a una paulatina liberación hasta alcanzar el redentor baile final, que comienza con un ligero movimiento de sus caderas. La fuerza de las imágenes, en conjunción con un poderoso trabajo actoral, posibilitan la construcción de un tejido visual de cierto vigor, que ofrece muestras de garra narrativa aunque la opción de la sutileza haya quedado descartada.

    La escena descrita, como tantas otras en el filme, se gesta a partir del tacto. Samia agarra con fuerza a Abla y la obliga a no huir de sí misma. Al mismo tiempo, la joven embarazada, que se siente culpable por traer al mundo a un hijo bastardo que será repudiado por la sociedad, encuentra cierto alivio cuando la niña, ajena a todos estos condicionantes sociales, acaricia el desnudo vientre en estado de gestación y trata de comunicarse con el feto. El sentido del tacto, quizás el más conectado con la generación de sentimientos, es crucial para transmitir el estado emocional de los personajes, algo que se traduce en imágenes valiosas en sendos momentos donde cada protagonista transmite su frustración mediante la manera en que moldea la masa previa a su cocción. A este respecto, la escena donde Samia enseña a Abla a sentir la materia culinaria y comprender sus necesidades, como una manera de entenderse a sí misma, aparece como una metáfora que, aunque estridentemente explícita, funciona dentro de un relato que se ha tomado el tiempo para explorar las posibilidades expresivas de una imagen atenazada por un guion obvio que se conforma con ser nada más que lo que se puede esperar de él. Y es en esa contingencia, en esa lucha constante contra un ser superior al que no se puede vencer, donde la película y sus personajes, a pesar de sus circunstancias, son capaces de evolucionar y crecer.


    Yago Paris |
    © Revista EAM / Madrid


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