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    Crítica | In Fabric / Movistar +

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    Crítica ★★★★☆ de «In Fabric», de Peter Strickland.

    Reino Unido, 2018. Título original: In Fabric. Director: Peter Strickland. Guion: Peter Strickland. Productor: Andrew Starke. Productoras: Rook Films / BBC Films / BFI Film Fund / Head Gear Films / Metrol Technology. Productor: Ben Wheatley. Fotografía: Ari Wegner. Música: Cavern Of Anti-Matter. Montaje: Matyas Fakete. Reparto: Marianne Jean-Baptiste, Sidse Babett Knudsen, Leo Bill, Hayley Squires, Julian Barratt, Steve Oram, Jaygann Ayeh, Gwendoline Christie, Richard Bremmer, Fatma Mohamed.

    Existe algo de atemporalidad y ruptura de todos los moldes narrativos y estéticos en la obra del cineasta británico Peter Strickland. Su cine tiene ecos de sonidos lejanos e imágenes ya vistas pero, al mismo tiempo, todo lo que ofrece en sus películas está reinterpretado de un modo que parece absolutamente nuevo y rompedor. No cabe duda de que Jess Franco habría aplaudido la turbadora historia de amor lésbico de The Duke of Burgundy (2014), delicatessen fetichista en la que Sidse Babett Knudsen y Chiara D'Anna se entregaban, en cuerpo y alma, a las caprichosas reglas de una relación sadomasoquista donde las líneas que separaban los roles de la amante dominante y la sometida se acababan confundiendo bajo un ambiente opresivo, casi fantasmagórico, bañado de un esteticismo cercano al empleado por el fotógrafo y director David Hamilton en sus vacías cintas eróticas de los 70 y 80. Y aun a pesar de sus abundantes referencias (Buñuel incluido) bien asimiladas, esta no dejaba de ser una obra única, que mantenía intactas la fuerte personalidad y las señas de identidad de uno de los autores más atrevidos que el cine europeo de género ha conocido en las últimas temporadas. Berberian Sound Studio (2012) ya le había colocado entre sus estandartes, entregando un sofisticado homenaje a los clásicos del giallo italiano a través del relato de un tímido mezclador de sonido (bárbaro Toby Jones) involucrado en la posproducción de una película de ese subgénero, encontrándose sumergido en un submundo asfixiante, donde los jefes emplean métodos nada ortodoxos para “motivar” a las actrices de doblaje. La estética, teñida, a veces (literalmente) de rojo sangre, como en sus magníficos títulos de crédito iniciales; la presencia de esa mano enfundada en guante negro, tan característica en los hitos del giallo y el constante juego de espejos, con realidad diluyéndose con ficción, demostró que Strickland es un creador que ama el género, se ha empapado de él y es capaz de otorgarle una dimensión más artística.

    Como buen enamorado de los subgéneros más marginales de antaño, defensor del grindhouse, de las películas de explotación, el sexo y a violencia, pero dotado de una intuición privilegiada para confeccionar ambientes enrarecidos, que no parecen de este mundo, y de un refinado gusto estético para plasmar en (maravillosas) imágenes su turbulento universo interno, era cuestión de tiempo que Strickland hiciera una incursión en un tipo de terror más sobrenatural. In Fabric (2018), disfrutada en festivales como los de San Sebastián y Sitges, es, al igual que el conjunto de la obra anterior de su realizador, un ejercicio de estilo retro que se huye de cualquier moda o convencionalismo del cine de terror más comercial. De alguna manera, podría decirse que este último (hasta la fecha) trabajo suyo es el más juguetón, divertido y bizarro de todos, edificado sobre un punto de partida tan descabellado como el de un vaporoso vestido de seda rojo que arrastra una maldición detrás, poseyendo y matando a las personas que se lo ponen. Bien podría ser el argumento de cualquier cinta nipona enmarcada en el J-Horror pero Strickler le da un enfoque completamente diferente, así como unas elevadas dosis de ironía y mala baba. La película está dividida en dos historias diferentes, las de dos personajes que, por circunstancias distintas, terminan con el vestido en su poder. Dos relatos que podrían funcionar magníficamente bien de manera individual, como brillantes mediometrajes, y que aquí conforman un todo un tanto irregular, dado el diferente tono que se le da a cada uno. La primera mitad de In Fabric tiene como protagonista absoluta a Marianne Jean-Baptiste, extraordinaria actriz que abrazó la popularidad por ser la hija abandonada por Brenda Blethyn en Secretos y mentiras (Mike Leigh, 1996), metida en la piel de Sheila, una mujer divorciada que lleva una vida un tanto gris, trabajando en una entidad bancaria donde es sometida a estrictas normas por unos tiránicos jefes –los excéntricos cómicos británicos Julian Barratt y Steve Oram–, viviendo bajo el mismo techo que un hijo inmaduro que se pasa los días manteniendo relaciones sexuales con su no menos ingrata novia, y buscando desesperadamente a un hombre que la quiera, a través de las citas que obtiene en una agencia de contactos. La segunda historia presenta a la aburrida pareja formada por un técnico de electrodomésticos (Leo Bill) y su novia (Hayley Squires), con la que planea pasar por el altar después de más de una década de relación. Todos estos personajes encuentran un nuevo sentido a sus existencias (y no, precisamente, para bien) cuando el vestido maldito entre en sus guardarropas.

    In Fabric, Peter Strickland.
    Sección oficial del Festival de San Sebastián.

    «Horror y mucho humor negro se dan la mano en una película nada complaciente, dotada de bastante más mensaje de lo que pudiera parecer en un principio y que recupera al Strickland más turbio».


    Tras un ligero vistazo a la sinopsis podría parecer que In Fabric viene a ser una obra más ligera e intrascendente, con la que su director ha buscado relajarse y tratar de llegar a un mayor número de público, después del carácter minoritario de sus trabajos anteriores. Nada más lejos de la realidad, ya que supone una nueva muestra de que la rebeldía y el anarquismo que gobiernan a su cine permanecen inalterables. De nuevo, la puesta en escena se consolida como prioritaria por encima de la misma historia, ofreciendo un nuevo deleite audiovisual en el que conviven imágenes que, al igual que Berberian Sound Studio, retrotraen al giallo setentero, con su amplia paleta de colores y unos planos desconcertantes que invaden la pantalla, causando una sensación hipnótica, tanto en el espectador como en los personajes –esos psicodélicos anuncios publicitarios que, desde la televisión, atraen a la gente hacia los grandes almacenes, protagonizados por el tétrico gerente y sus empleadas, ataviados con pomposos ropajes negros. La atemporalidad es una de las características de esta película, que podría estar ambientada en el Londres de los 70 igual que en la actualidad, ya que los temas que quiere denunciar, con una ironía de lo más sangrante y poco sutil, siempre permanecen vigentes. Habla In Fabric de una sociedad capitalista y aborregada, que no es capaz de levantar la cabeza porque sus mandatarios ejercen sobre ella un abuso de poder extremo –ese jefe del reparador de lavadoras, capaz de someterle con solo la mirada–; de una población alienada por el consumismo, que se lanza a los centros comerciales a comprar compulsivamente; y de los severos cánones de belleza que se exigen desde las casas de modas (el vestido mágico es de una talla 36 que, sin embargo, se adapta a cualquier tipo de cuerpo). Horror y mucho humor negro se dan la mano en una película nada complaciente, dotada de bastante más mensaje de lo que pudiera parecer en un principio y que recupera al Strickland más turbio, precisamente, en las escenas que tienen como protagonista a la tienda en cuestión, con su siniestra fauna de empleados –mención especial para la encargada, Miss Luckwood, a la que la actriz fetiche del realizador, Fatma Mohamed, inunda de magnetismo y una poderosa presencia escénica– y las extrañas prácticas que estos emplean, tanto para capturar el interés de sus clientes (a medio camino entre la brujería y el vampirismo), como en esos rituales internos en los que cabe algún momento de sexo bizarro con maniquíes. Lo que sucede fuera de estas instalaciones (los ataques de la prenda) es bastante más previsible y nos descubre la cara más lúdica y carente de complejos de un cineasta en constante evolución, empeñado en seguir regalando muy buenos momentos en el futuro, utilizando esas influencias del pasado que tanto han marcado su trayectoria. De momento, no ha dejado de sorprendernos | ★★★★☆


    José Martín León |
    © Revista EAM / Madrid



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