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    Crítica | Liberté

    El bosque animado

    Crítica ★★★★☆ de «Liberté», de Albert Serra.

    Francia, 2019. Título original: Liberté. Presentación: Festival de Cannes 2019. Dirección: Albert Serra. Guion: Albert Serra. Productoras: Andergraun Films / Idéale Audience / Rosa Filmes / Lupa Film. Fotografía: Artur Tort. Montaje: Ariadna Ribas, Artur Tort, Albert Serra. Vestuario: Rosa Tharrats. Reparto: Helmut Berger, Marc Susini, Baptiste Pinteaux, Iliana Zabeth, Laura Poulvet, Lluís Serrat, Alexander García Düttmann, Théodora Marcadé, Xavier Pérez, Francesc Daranas, Catalin Jugravu, Montse Triola, Safira Robens.

    A propósito de su anterior película, la excepcional La mort de Louis XIV, reflexionábamos sobre una de las constantes del cine de Albert Serra: la puesta en escena del ocaso del mito. El Quijote, los Reyes Magos, el Rey Sol… sus anteriores películas giraban en torno al momento final de personajes ilustres para construir a través de sus últimas miradas y alientos la síntesis dilatada en imágenes de su forma de ser. Es en el momento en el que todo parece llegar a su fin donde el cine de Serra se erige como una experiencia rompedora, tanto en lo fílmico como en lo temático, apostando por un tratamiento provocador de forma y fondo. En Liberté, ese ocaso ya no se refiere a un personaje en concreto, sino a toda una sociedad y a su modus vivendi. El director catalán nos sitúa en un bosque cualquiera entre Francia y Alemania, unos años antes de la Revolución Francesa, cuando el libertinaje empieza a ser expulsado de la corte gala. En ese contexto histórico que (como también ocurre en algunos de sus anteriores trabajos) queda apuntado levemente y pasa en seguida a un segundo plano, un grupo de duques y aristócratas se reúne en una especie de última cena carnal, un último momento de libertad.

    Cuando cae la noche, todo los allí reunidos empiezan a deslizarse entre los árboles, a observar cautelosamente al prójimo. En un afán igualador, no importa el cuerpo, la posición social o los atributos sexuales de cada uno: ante el deseo y el sexo todos son iguales. La cámara de Serra se esconde entre las hojas, observa a través las ranuras de los pequeños habitáculos de madera que se esparcen por el bosque. La fiesta orgíaca empieza con los que miran, con deseo pero con la cautela de la distancia, cómo otros cuerpos emergen de la oscuridad. Es un juego de claroscuros bañados por una tenue luz de luna. La suave y sensual fotografía de Artur Tort se convierte en un personaje más, en otro elemento de seducción. Y es que Serra se confirma (si es que no lo había hecho ya a estas alturas) como un maestro de la composición y la puesta en escena. Pocos directores actuales son capaces de crear una sinfonía de imágenes tan sugerentes e hipnóticas como el director de Honor de caballería. Su cine se entiende como una especie de trance, una puerta a un espacio y un momento en descomposición, donde el mito o la idea de un mito (en este caso, el Marqués de Sade sobrevuela el bosque, agitando las copas de los árboles con la suave brisa de sus postulados) empiezan a revelarse y desintegrarse al mismo tiempo.

    Liberté, Albert Serra.
    Cruising en el siglo XVIII. Distribuye Elamedia Estudios.

    «El Serra provocateur es el que se desliza entre los fotogramas, en ese breve espacio entre cada pestañeo, para que nos demos de bruces con cualquier idea preconcebida sobre uno de los pilares del cine: lo que se muestra y lo que se esconde; el dentro y el fuera de campo. Y así, como nos tiene acostumbrados, nos presenta una película compleja, no apta para todas las sensibilidades, especialmente aquellas alérgicas a retar sus estructuras morales, pero que si se penetra en ella encierra una extraña atracción que va mucho más allá de lo visual: una atracción liberadora».


    En esta especie de cruising del siglo XVIII, Serra nos coloca como voyeurs privilegiados. En realidad, como espectadores adquirimos un carácter de voyeur del voyeur. El placer de observar al que observa el deseo, transmitiendo a través de la mirada la sensualidad de un fuera de campo cuyo eco empieza a entrar en el plano cada vez con más fuerza. Esa manera de ir mostrando poco a poco, con una cadencia de imágenes que se vuelve hipnótica, es parte de la seducción de Liberté, que va continuamente in crescendo, dando alas a los más perversos y oscuros deseos de los fugaces habitantes de este espacio. Ya sea a través de los escasos diálogos o de la práctica de sus fantasías, el sexo y la dominación entran como la tormenta que cala y agita sus cuerpos. Serra no escatima en mostrar aquello que al principio se imaginaba, por lo que Liberté, en sí misma, funciona como un ejercicio de liberación para los personajes (como la última noche para entregarse al deseo inconfesable, al sexo sin complejos permitido y alentado) y para el espectador (como un espacio cinematográfico donde admirarlo). Es en su manera de desarrollar ese planteamiento inicial, en el que el momento histórico y el espacio físico se establece como un mero figurante para dar paso el festín carnal, donde surge la provocación de la obra de Serra. Las imágenes y los tiempos que maneja Liberté van poco a poco haciendo partícipe el espectador de esa catarsis. Es en ese desplazamiento de la mirada pasiva a la participación activa a la que somete a sus personajes en el que, como espectadores, nos encontramos en la encrucijada del compromiso: de sentirnos empujados a ir más allá de lo que queremos ver, a atrevernos a cruzar nuestros límites.

    Y aunque no queramos, aunque nos resistamos como espectadores a zambullirnos en los recovecos de la oscuridad del bosque y del deseo sexual, Serra nos aboca a ello. Liberté resulta una obra provocadora y atrevida no tanto por la frontalidad de sus imágenes sino por el lugar donde nos coloca. Las imágenes, por sí solas, pueden considerarse “fuertes” o “intensas”, pero el verdadero desafío se produce por el duelo que nos lanza el director al colocarnos en el centro de una liberación magnética. El Serra enfant terrible está presente tanto en el lugar donde se coloca la cámara como en cada decisión de montaje. El Serra provocateur es el que se desliza entre los fotogramas, en ese breve espacio entre cada pestañeo, para que nos demos de bruces con cualquier idea preconcebida sobre uno de los pilares del cine: lo que se muestra y lo que se esconde; el dentro y el fuera de campo. Y así, como nos tiene acostumbrados, nos presenta una película compleja, no apta para todas las sensibilidades, especialmente aquellas alérgicas a retar sus estructuras morales, pero que si se penetra en ella encierra una extraña atracción que va mucho más allá de lo visual: una atracción liberadora.


    Víctor Blanes Picó |
    © Revista EAM / Festival de Cannes


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