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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | A dark-dark man, de Adilkhan Yerzhanov

    Sin salida al mar

    Crítica ★★★★★ de «A Dark-Dark Man», de Adilkhan Yerzhanov.

    Kazajistán, 2019. Título original: A Dark-Dark Man. Dirección: Adilkhan Yerzhanov. Guion: Roelof Jan Minneboo, Adilkhan Yerzhanov. Productoras: Arizona Productions, Astana Film Fund, Short Brothers. Fotografía: Aydar Sharipov. Montaje: Adilkhan Yerzhanov. Música: Galymzhan Moldanaza. Arte: Yermek Utegenov. Sonido: Ilya Gariyev. Reparto: Daniar Alshinov, Dinara Baktybaeva, Teoman Khos. Duración: 130 minutos.

    En un pueblo solitario de Kazajistán aparece el cadáver de un niño. No es el primero, no será el último... y no vale la pena perder tiempo descubriendo al culpable. Al menos, eso sienten las autoridades locales, que se apresuran a cargar con la culpa al primero que pasa por ahí para cerrar cuanto antes el caso y retomar asuntos de verdadero interés. El detective Bekzat (carismático Daniar Alshinov) sabe perfectamente cómo funciona el mundo que lo rodea y acepta sin reparos las órdenes que le llegan desde arriba, pero la intrusión de una avispada periodista (encantadora Dinara Baktybaeva) lo forzará a, quizá por primera vez, tratar de dar con la siempre esquiva verdad. La trama de A Dark-Dark Man parece augurar un emocionante thriller noir, pero no debemos caer en las mismas trampas que sus personajes: sólo es una excusa para denunciar un sistema corrupto a través de una de las puestas en escena más elaboradas y sorprendentes del año. Un año después de competir en la sección “Un Certain Regard” de Cannes con The Gentle Indifference of the World, Adilkhan Yerzhanov presentó la mejor película de su carrera en el marco de la Sección Oficial del Festival de San Sebastián, certamen que año tras año las pasa canutas para presentar a concurso títulos verdaderamente fascinantes sólo para terminar viéndolos marginados del palmarés ante la incapacidad del jurado para entenderlos. Y es que A Dark-Dark Man no es una obra fácil, y no lo es precisamente porque a primera vista lo es: la trama es poco enrevesada, los personajes, deliberadamente arquetípicos; la fotografía, hipnótica; la música, muy pegadiza, y el humor, tan tontorrón como inteligente. ¿Qué falla en su conexión con determinados espectadores? Sencillamente que no estamos acostumbrados a que un thriller albergue semejante cóctel, y menos en un país ya experto en ofrecer supuestas obras maestras del género que encandilan a crítica y público sin salirse de la zona de confort. No hay rastro alguno de esa vagancia, esa cobardía, en el filme que nos ocupa, la cual nos sorprende desde el primer momento y sigue haciéndolo hasta el final sin necesidad de los escabrosos giros de guion que hemos aprendido a esperar de la clase de relato que comienza, valga la brutalidad, con un niño muerto.

    Si hubiera que definir A Dark-Dark Man con una palabra, optaríamos por «ironía». Sin comprender esa apuesta irónica, es imposible hacer lo propio con este largometraje: desde la estupidez, consciente o inconsciente, de los personajes hasta su nada disimulada corrupción, pasando por las encantadoras notas musicales y los bellísimos encuadres que acompañan tan espantosos hechos, todo es deliciosamente irónico. Ya en la primera escena, el candoroso amarillo de los campos de cultivo contrasta fuertemente con el horror que nos espera, el cual siempre se retrata de lejos, sin regodearse en absoluto, con el mismo desdén rutinario con que lo percibe la policía. Poco a poco, vamos comprendiendo qué está pasando, en parte indignados, en parte divertidos. Bueno, «poco a poco» es quedarse corto: el ritmo es pausado hasta decir basta, y no sólo porque Adilkhan Yerzhanov y su coguionista, Roelof Jan Minneboo, carecen de prisa sino sobre todo porque son conscientes de que, en este mundo tan absurdo y a la vez tan real, nadie va realmente a ninguna parte. De ahí el humor, atrevido, punzante y destartalado, que envuelve toda la obra, desde los gestos de desconcierto de los dos complementarios protagonistas (o sea, el detective cínico y la periodista idealista, condenados a entenderse y aprender algo el uno del otro pero no necesariamente a enamorarse, como habrían forzado rápidamente en Hollywood) hasta los harto desconcertantes jugueteos de esos raros secuaces que, sin que entendamos por qué, los acompañan en su aventura, poniendo un bienvenido toque de ingenuidad a tan oscuro ambiente e instando a los antihéroes a tomarse la vida de otra manera. «Había una vez un señor muy, muy oscuro, que vivía en un reino muy, muy oscuro, que soñaba con ver la luz», reza un cuento a mitad de metraje, haciéndose chispeante eco del destino de ese detective que, pese a su frialdad, nos gana desde el principio; ese detective de corazón bueno pero impenetrable que hasta ahora ha permanecido en la oscuridad y es forzado por fin a recorrer el túnel hasta el final, con el riesgo y la incertidumbre que ello conlleva. Que el contexto no sea otro que el país más grande del mundo sin salida al mar, ese símbolo de nacimiento, transformación y renacimiento que aquí queda tan lejos, no debe pasar desapercibido.

    A dark-dark man, Adilkhan Yerzhanov.
    Sección oficial a competición del Festival de San Sebastián.

    «La belleza del estepario paisaje no logra esconder la soledad de sus rincones: apenas vemos a nadie, sólo nos topamos con sentimientos largo tiempo congelados y pocas ganas de afrontar el destino... La mirada de Adilkhan Yerzhanov es inmisericorde y refleja su pérdida de fe, pero precisamente por eso también resulta sedante y apaciguadora: decir que nada es importante es lo mismo que decir que todo lo es. Al dejarnos llevar por la imaginación más cándida, el raro anticlimatismo de ver de pronto a los héroes juguetear como niños, además de recordarnos que nosotros mismos nunca dejamos de serlo, se antoja tan satisfactorio como orgánico».


    Con la excepción de Mongol (Sergey Bodrov, 2007), nominada al Oscar a mejor filme de habla no inglesa; Tulpan (Sergei Dvortsevoy, 2008), receptora del máximo laurel de la sección “Un Certain Regard” de Cannes, y Lecciones de armonía (Emir Baigazin, 2013), premiada por su contribución artística en la Berlinale, el muy autoral cine de la enorme y transcontinental República de Kazajistán es aún desconocido en occidente, e incluso los títulos citados tuvieron poca repercusión en su día al margen del oasis festivalero. No hay motivos para augurar un destino diferente a A Dark-Dark Man, producción que parece jugar a provocar a los espectadores con su lentitud y su absurdidad, pero da innegablemente sus frutos a quienes la reciben con paciencia y, sobre todo, una mente abierta. Cada uno de sus planos, siempre hermosamente compuestos por Aydar Sharipov, está cargado de simbolismo, y todos y cada uno de sus personajes merecen de un modo u otro nuestra empatía, aunque sólo sea por haber logrado sobrevivir a la barbarie que los rodea. Y es que el universo presentado por este noir neorrealista es asombrosamente cruel, y no sólo porque no es la primera vez que aparece el cadáver de un niño, sino porque ni siquiera parece tener sentido molestarse en remediar que se repita. La belleza del estepario paisaje no logra esconder la soledad de sus rincones: apenas vemos a nadie, sólo nos topamos con sentimientos largo tiempo congelados y pocas ganas de afrontar el destino; normal: la densidad de población del país es de siete habitantes por kilómetro cuadrado. La tristeza, sin embargo, queda fuera de campo: no vemos a nadie llorar por las muertes ni las palizas, porque no hace falta, porque la fortaleza del ser humano se basta y se sobra: cuando la congoja se apodera de la periodista, quien por cierto pertenece a un medio extranjero, no es por daño físico alguno, sino por saberse cobarde e impotente. La mirada de Adilkhan Yerzhanov es inmisericorde y refleja su pérdida de fe, pero precisamente por eso también resulta sedante y apaciguadora: decir que nada es importante es lo mismo que decir que todo lo es. Al dejarnos llevar por la imaginación más cándida, el raro anticlimatismo de ver de pronto a los héroes juguetear como niños, además de recordarnos que nosotros mismos nunca dejamos de serlo, se antoja tan satisfactorio como orgánico. Entretanto, las encantadoras notas musicales de Galymzhan Moldanaza nos instan a ser felices y nos recuerdan que ni esta película ni la propia vida están hechas para ser tomadas del todo en serio | ★★★★★


    Juan Roures |
    © Revista EAM / Festival de San Sebastián


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