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    Crítica | Caso Murer: El carnicero de Vilnius

    La cámara juzga

    Crítica ★★★★ de «Caso Murer: El carnicero de Vilnius», de Christian Frosch.

    Austria, Luxemburgo, 2018. Título original: «Murer: Anatomie eines Prozesses». Dirección: Christian Frosch. Guion: Christian Frosch. Productores: Adrien Chef, Mathias Forberg, Viktoria Salcher, Paul Thiltges. Productoras: Paul Thiltges Distributions / Prisma Film. Dirección de fotografía: Frank Amann. Montaje: Karin Hammer. Dirección de arte: Katharina Wöppermann. Intérpretes: Karl Fischer, Alexander E. Fennon, Melita Jurisic, Ursula Ofner, Karl Markovics, Gerhard Liebmann.

    Andaba hace unas semanas leyendo las extraordinarias piezas cortas de Ida Fink sobre las dificultades experimentadas por los supervivientes del Holocausto para gestionar el peso de sus recuerdos y el peso de sus palabras se me ha filtrado en el visionado del Caso Murer. Más acá de las teorías sobre el “fracaso del cine” frente a lo acontecido en los campos propagado por algunos de los teóricos de la modernidad —hipótesis difícilmente sostenible y de la que ya he tenido ocasión de hablar hasta la saciedad—, es curioso que en los últimos años parezca estarse tejiendo un eje Europa-Israel en la reflexión cinematográfica sobre los procesos legales que rodearon el esclarecimiento —o el fracaso del mismo— a propósito de los procesos de exterminio del III Reich.

    La cuestión se dispone sobre un movimiento doble: por un lado, las imágenes de los campos que se utilizan en los procesos de Nuremberg como evidencias de los crímenes de guerra. Por otro, la reconstrucción ficcionalizada de los procesos mismos, que comienza con la emisión televisiva de un Judgment at Nuremberg anterior a la película homónima de Stanley Kramer, y ofrece como último eslabón la película que aquí nos ocupa. Algunos procesos se ruedan varias veces, década tras década, incluso cuando se conservan —como es el caso de Eichmann— la práctica totalidad de las imágenes reales recogidas en la sala durante todas las sesiones. Es un buen ejercicio para entender las potencias de lo cinematográfico, su necesidad para escapar de lo real y constituirse, a la contra, en otra cosa bien distinta: detenerse en un gesto, paladear un silencio, sugerir traumas, interioridades, complicidades o desgarros.

    En esta tradición, Caso Murer es una obra solvente y bien construida. A diferencia de otras propuestas tan discutibles como La conspiración del silencio (Im Labyrinth des Schweigens, Giulio Ricciarelli, 2014), su mirada escapa voluntaria y voluntariosamente de la tentación de “redimir” cinematográficamente a los gobiernos democráticos europeos que surgieron en las décadas posteriores a la II Guerra Mundial. Muy al contrario, lo más interesante de la propuesta que nos ocupa pasa por la inmisericorde radiografía de las escombreras políticas austríacas, las cuchipandas, las comanditas, los amaños, los timos de la estampita que permitieron que decenas de criminales de guerra tuvieran una vejez nobilísima y apacible junto a sus herederos. La suntuosidad de los verdugos supervivientes únicamente se explica a partir del silencio tácito de los ciudadanos, pero ante todo, de los mecanismos cómplices de unas instituciones conservadoras y progresistas que no tuvieron demasiado interés en esclarecer lo que ocurrió en las masacres europeas. Ahí el Caso Murer es única en su género y supera, con creces, a su competencia: la corrupción trepa como una enredadera implacable a lo largo de todos los estratos sociales, las izquierdas y las derechas, los socialistas y la vieja guardia. El problema del cuerpo de Murer —el casi anciano venerable que se presenta vestido como humilde campesino, acompañado de sus amantísimos hijos y su abnegada esposa— es, ante todo, un problema político presente al que la película trata con absoluta seriedad y sin caer en ningún momento en la caricatura.

    A partir de aquí importa un bledo si la película prescinde de imágenes de archivo o si se suma a las interminables normas éticas de los guardianes de la representación del Holocausto (Marca Registrada). Dará poco juego a los que quieran escandalizarse, y ofrecerá un suculento material para la reflexión a los que puedan obviar algunos de sus defectos. Es cierto que la cinta tiene serios problemas en la dirección de arte: los exteriores son siempre luminosos y limpios, los tenderetes de la calle relumbran imposiblemente bajo un incoherente sol austríaco hasta el punto de acabar pareciendo una especie de TVMovie venida a menos. Algo parecido ocurre con un clímax final que enlaza una muy discutible escena falsa que se presenta como la alucinación desmesurada de una de las protagonistas. En todo momento se nota que Christian Frosch está jugando con un presupuesto limitado y que prefiere sacrificar aspectos estrictamente visuales para contar con toda la extensión que requiere la crónica (140 minutos que se recorren con agrado), aunque lo compensa con corrección apoyándose en una fotografía correcta y una planificación sólida. En algunos de los planos interiores —especialmente en aquellos rodados en el interior de la celda de Murer—, la luz se utiliza con una indudable inteligencia, construyendo ambientes contradictorios, incluso hermosos, sacándole partido a las paredes cuarteadas y a los atardeceres sugeridos.


    «Hay algo interesante en este Caso Murer que no pasa por los lugares comunes del género: la imposibilidad de generar anclajes melodramáticos solidos con ninguno de los protagonistas. En efecto, al proponer un punto de vista coral, los distintos hombres y mujeres se van desplegando y ocultando ante nosotros a toda velocidad, sin profundizar, sin detenerse, como si todo el juicio fuera una especie de huracán de acontecimientos, de frases, de instantáneas imposibles de clausurar».


    Es indudable que Frosch ha invertido mucho tiempo en trazar la película antes de rodar ni un solo plano. El trabajo de planificación es minucioso, preciso, se despliega con fuerza en dos territorios distintos: la escucha de los testigos —generalmente retratados con una frontalidad absoluta, seria, un estatismo compositivo que nos sitúa directamente frente a los cuerpos que comparecen—, y la vida íntima de los protagonistas. Hay algo interesante en este Caso Murer que no pasa por los lugares comunes del género: la imposibilidad de generar anclajes melodramáticos solidos con ninguno de los protagonistas. En efecto, al proponer un punto de vista coral, los distintos hombres y mujeres se van desplegando y ocultando ante nosotros a toda velocidad, sin profundizar, sin detenerse, como si todo el juicio fuera una especie de huracán de acontecimientos, de frases, de instantáneas imposibles de clausurar. Lo que en otras manos podría ser un problema narrativo, aquí es casi una bombona de oxígeno para el espectador que quiera mirar la cinta con inteligencia: el problema del juicio es poliédrico, diverso, no puede aprehenderse ni reducirse a una línea narrativa sólida. Culpables e inocentes, periodistas y testigos, letrados y políticos, cuentan con un puñado de planos para sugerir tres o cuatro ideas portentosas. La cinta no se detiene: tampoco lo hace el tiempo, tampoco lo hace la Historia, tampoco nos importa.

    La dirección de Frosch va creciendo minuto a minuto. Se guarda ases en la manga. Resulta sorprendentemente contradictoria, y de esas extrañas decisiones emerge en el último tramo una coherencia sorprendente. Una de las subtramas —el enfrentamiento entre fiscal y abogado defensor— parece contradecir toda la línea principal de la película: los famosos discursos finales (todo un lugar común) tienen una planificación completamente distinta. El buen abogado ético, representante de las víctimas, esposo comprometido y bien intencionado, es extrañamente aplastado en el encuadre, convertido en una pura mancha temblorosa a la que la cámara parece mirar casi con desprecio.

    «Caso Murer: El carnicero de Vilnius» | ADSO FILMS.

    Por el contrario, durante la intervención del abogado defensor de Murer, la cámara se despega de su estatismo, le sigue, se deja fascinar por sus gestos, recoge heroicamente su alegato sobre el criminal, y en límite, incorpora un extraordinario plano frontal de conjunto en el que la sala entera aparece recogida como una suerte de nuevo escenario nazi, un eco explícito de los tribunales nazis, una imagen fascinante de esa águila de hierro que sobrevuela sobre todos los asistentes.


    «El Caso Murer es una película justa, vibrante».


    Podría pensarse que Frosch está traicionando el propio mensaje de la película, su proyecto ético, que sus gestos audiovisuales están literalmente “defendiendo a Murer”. Sin embargo, en los últimos cinco minutos de metraje vemos cómo el suelo se hunde bajo nuestros pies, cómo la Historia se enrarece y aquello que parecía evidente se deshilvana. El horror del III Reich vuelve a nosotros, actualizado, y aquellos planos “grandilocuentes” de Frosch se reescriben brutal, salvaje, automáticamente. Qué extraordinaria decisión, qué inteligencia visual. Es la cámara la que juzga, no los tribunales. Es el montaje el que recuerda, no la prensa oficial. Únicamente por esto, el Caso Murer es una película justa, vibrante, y le vuelve a negar la mayor a los que quisieron ver en los campos ese “fracaso del cine” del que hablábamos antes. Es necesario estar en permanente proceso de pensar la(s) Historia(s). | ★★★★ |

    Caso Murer: El carnicero de Vilnius se ha estrenado en España el 18 de enero de 2019 distribuida por Adso Films.


    Aarón Rodríguez Serrano
    © Revista EAM / Castellón


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