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    Crítica (II) | The hateful eight

    The hateful eight

    Being Quentin Tarantino

    segunda crítica de Los odiosos ocho (The hateful eight, Quentin Tarantino, USA, 2015).

    Si aceptamos como válidas las palabras de Wilde (como, por otra parte, habría de hacerse de manera axiomática con cada palabra que otrora saliera de la boca o la pluma del brillante escritor), y las aplicamos al ámbito cinematográfico y a sus personajes, “La mayoría de personas son otras personas [1]”, resulta ciertamente refrescante que Quentin Tarantino nos sorprenda, de tanto en tanto, con un puñado de criaturas excepcionales, transparentes y sin condicionamientos temperamentales de ningún tipo. Y nada menos que ocho son los genuinos personajes cuyos destinos quedan dramáticamente unidos en su nueva película: The hateful eight (Los odiosos ocho). El octavo filme de Quentin Tarantino. Y es precisamente ese subtítulo que se apodera de la pantalla por unos segundos de gloria al comienzo del metraje, uno de los más astutos trucos del resolutivo realizador. Y no es, al menos no exclusivamente, un lujo narcisista movido por un ego de proporciones similares a sus producciones, sino un guiño irónico de resignación al conocer que sus películas han llegado a un punto que no tienen ningún valor sin la sombra de su autor. El cine de Tarantino no existe sin la marca tarantiniana. Y de esa manera arranca, con unos premonitorios acordes del comprometido Morricone quien, gracias a su incuestionable pericia para poner la nota adecuada en el momento justo, consigue intensificar el desasosiego producido a causa de la cercanía de ese ocho al presuntamente definitivo volumen décimo, con el que el director cerraría su filmografía, y que, además, acompaña perfectamente el primer recurso de intertextualidad de la cinta.

    De sobra es conocida la afición del director por sus intrincados trabajos de ensamblaje y reciclado que componen, a modo de collage, un universo frío y decadente fundamentado por la estética de la violencia. Sin embargo, Q.T. ya no referencia tanto como se auto-homenajea. Ahora prefiere tirar de dramaturgia de la casa y entrelazar géneros para divertimiento propio y del enfervorecido espectador. Como decíamos, el primero de estos pastiches architextuales viene de las referencias inmediatas al cine de terror, con esos parajes helados, inhóspitos, en los que sólo los fantasmagóricos árboles rompen con la inmensidad de la absoluta nada, árboles de formas abigarradas-espectrales que se levantan junto a cabañas en ruinas, sin ninguna línea arquitectónica armónica como dictan las normas del cine expresionista; eso y un cristo crucificado que servirá de referencia temporal, epifanía mesiánica que nada bueno augura, que no vino en volandas como el de Fellini[2], ni estaba invertido como el de Wajda[3], sino bien anclado al suelo y cubierto de nieve para representar precisamente la idea de inmovilidad. Entonces el verdadero esquema narrativo presenta sus cartas con una estructura episódica explícita en la que se irán sucediendo las diferentes etapas por las que discurrirá una diligencia desde que la encontremos hasta que llegue a su desino, Red Rock. Una vez presentado el móvil, viene el descubrimiento progresivo de los personajes, esos ocho odiosos epónimos del filme que componen uno de los universos idiosincráticos más heterogéneos y auténticos del mapa cinematográfico contemporáneo. Aparecen entonces los tres paradigmas del modelo social clasista estadounidense del siglo XIX: “él”, hombre blanco respetable incondicional e independientemente de su historial delictivo, precedido, eso sí, por el peso de su apodo y su albura dermatológica; “ésa”, mujer objeto representada, mediante uno de los ejemplos más atroces e inhumanos que hayamos visto, por la traviesa Jennifer Jason Leigh, siempre escondida tras su sonrisa socarrona y su lengua vipérea; y “eso”, hombre negro todavía cosificado en el incierto y problemático preludio abolicionista.

    The hateful eight

    «Una patética melodía marca las pulsiones de los duelistas. La semántica del duelo y su héroe cuasi bíblico se destruye con la rapidez de una bala que no ha hecho más que apagar la consciencia de un hombre que ya había muerto desde que su contrincante se agachó para susurrarle unas palabras al oído». 


    La batalla contra los elementos es mostrada, a través de la asombrosa fotografía de Robert Richardson, en uno de los más grandes y precisos ejemplos a los que hemos asistido de aprovechamiento del medio externo. La persecución de la tormenta toma tintes literales gracias a unas secuencias con la diligencia que quitan el aliento. Aquí apreciamos claramente las referencias al cine bélico; los protagonistas se pondrán como objetivo el llegar a un refugio donde esperar a que pase el temporal, emulando las maniobras que tantas veces hemos visto en las estrategias marciales, en las que se buscaba una casa en ruinas y apartada que actuase cual trinchera. Su último refugio, su única salida. Aquí es donde The Hateful Eight comienza con fuerza a explorar y alterar las tradiciones y continuidad del western clásico, innovando en función de las rupturas técnico-narrativas, alejándose de la popular ritualidad hegemónica norteamericana y aplicando un cariz mucho más metafórico con el que se divierte mostrando, a través de los estilismos clásicos, una fiel radiografía del hombre moderno y sus obsesiones. La figura del mexicano completa el mapa xenófobo, recordándonos la sutil forma con la que los primeros colonos atacaron a los apaches, comanches, cheyennes, sioux… tanto territorialmente, exterminándolos y capturándolos para exponerlos a modo de museo de los horrores, como dialécticamente, reduciendo a todos ellos bajo el término “indio”. El nivel de tensión y hostilidad —de momento sólo verbal— va en incesante aumento y se sirve de varios elementos “clave” para aportar pequeñas dosis de distracción y focos catalizadores, como la preciada carta de Lincoln, la puerta destrozada que origina un estrépito cada vez que alguien osa a abrirla de una patada, haciendo saltar los clavos de su rudimentario mecanismo de cierre y los insultos y vituperios del destemplado personal del interior, y, sobre todo, la música; esa fabulosa e incidente melodía que se nos mete en los huesos y nos deja temblando cada vez que nos sorprende una escena exterior.

    Y en ese punto se alcanza el final del preludio retórico para dar comienzo a las hostilidades tangibles y previsibles por medio de uno de los elementos más icónicos del western: el duelo. Tarantino cierra el tercer capítulo con un duelo apoteósico. La famosa mercería de Minnie queda dividida, y no sólo en lo que a enemistades personales se refiere, sino también de forma física, ya que fracciona el espacio en Norte y Sur, para dejar que la separación territorial actúe como una alegoría del mundo político estadounidense. De esa segregación aparece uno de los enfrentamientos más esperados: el del confederado sudista contra el afro-yankee o, hablando en términos semi-divinos: Bruce Dern vs Samuel L. Jackson. Ya existía una vieja rencilla que quedó por saldar, rencores de veteranos que se almacenan y maceran en el odio bilioso durante años hasta que el afroamericano toma la iniciativa, su primer paso es tender el arma elegida para el duelo, el revólver, e igualar así la contienda. A continuación ataca con una provocación grotesca y enfermiza hasta el éxtasis. La manta es la clave en esta ocasión, esa manta que significa lo mismo que el uniforme que les tendieron a los combatientes de ambos bandos para luchar, la falsa promesa de una América libre y, en lugar de eso, les dieron un bofetón por mejilla (explicado por el Major Marquis Warren con una parábola mucho más explícita y gráfica). Una patética melodía marca las pulsiones de los duelistas. La semántica del duelo y su héroe cuasi bíblico se destruye con la rapidez de una bala que no ha hecho más que apagar la consciencia de un hombre que ya había muerto desde que su contrincante se agachó para susurrarle unas palabras al oído. Todo cesa en ese preciso instante, el latido de un corazón que se apaga, el pedal de un piano que se cierra, la fluidez de una imagen que se funde a negro y, sobre todo, la paciencia de una narración pausada que arranca con furia incontrolable. Comienza así el capítulo cuarto, el único de todos ellos al que no acompaña un título, al menos no escrito, porque el pasaje: “Domergue tiene un secreto” se dará a conocer al público únicamente a través del elocuente dictado del director y narrador de esta historia, que recurre ahora al filme noir mediante esa iluminación contrastada en claro oscuro y la perspicacia de una voz en off que empieza a revelar detalles de la trama imperceptibles a primera vista.

    The hateful eight

    «No es fácil buscar la épica de una historia sin mayor moraleja que la sin-moral, pero la capacidad de hacer algo grandioso con un material tan abyecto, y no sólo eso, sino hacerlo hasta ocho veces y que las ocho resulte un rotundo éxito, nos hace sospechar que cuando ese décimo filme sea proyectado, echaremos de menos de forma inmediata la verdadera épica de la hiperviolencia».


    Un flashback pertinaz nos recompensa con la prometida recapitulación diegética y abre la veda a la casquería y al espanto. En esta recta final no hay lugar para venganzas, ni para falsas posturas políticas, ni tan siquiera para el recurrente escudo de la avaricia y la mezquindad; el último capítulo de esta octava maravilla está dedicado única y exclusivamente al oficio y la justicia. La justicia real, esa que ya se ha encargado de explicarnos un diligente verdugo que, con mucha prudencia, separaba justicia y pasión para discernir la verdadera esencia de la Ley, y no confundirla con la pasional retributiva que tantos ojos dejó por el camino. La representación y denuncia de un problema social ya no es una condición sine qua non de la violencia cinematográfica, alcanzando ésta unos valores estéticos —que no armónicos— e irónicos en su afán de evidenciar un desvarío obsoleto y el enajenado romanticismo de aquellos que se resistían a aceptar el paso del progreso por los territorios salvajes, en lo que se conoce como western crepuscular. Decía Borges, allá por el año 66, que cuando los literatos parecían descuidar sus deberes épicos, era nada menos que Hollywood quien los rescataba gracias a las películas del oeste. No es fácil buscar la épica de una historia sin mayor moraleja que la sin-moral, pero la capacidad de hacer algo grandioso con un material tan abyecto, y no sólo eso, sino hacerlo hasta ocho veces y que las ocho resulte un rotundo éxito, nos hace sospechar que cuando ese décimo filme sea proyectado, echaremos de menos de forma inmediata la verdadera épica de la hiperviolencia. | ★★★★★ |

    Alberto Sáez Villarino
    © Revista EAM / Alicante


    [1]: “Most people are other people. Their thoughts are someone else’s opinions, their lives a mimicry, theirs passions a quotation”. Oscar Wilde, De Profundis; De Profundis and The Ballad of Reading Gaol, p.79. Bernhard Tauchnitz, 1908.
    [2]: La dolce vita.
    [3]: Cenizas y diamantes.

    Ficha técnica
    2015, Estados Unidos. The Hateful Eight. Guión y dirección: Quentin Tarantino. Fotografía: Robert Richardson. Música: Ennio Morricone. Reparto: Samuel L. Jackson, Kurt Russell, Jennifer Jason Leigh, Demian Bichir, Walton Goggins, Tim Roth, Bruce Dern, Michael Madsen, James Parks, Dana Gourrier,Zoë Bell, Channing Tatum, Lee Horsley, Gene Jones, Keith Jefferson, Craig Stark,Belinda Owino. Productora: The Weinstein Company. Distribuidora: eOne Films.


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