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    Crítica | Uno tras otro (In order of disappearance)

    Kraftidioten

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    crítica de In Order of Disappearence | Kraftidioten, dirigida por Hans Petter Moland, 2014

    Atendiendo a las palabras de Ibsen “Siempre hay, al menos, un lugar oscuro que ha de mantenerse oculto en el corazón de todos los hombres” (Los pilares de la sociedad, 1877), resulta bastante entendible que, en circunstancias extraordinarias, nuestro nivel de tolerancia ante las ofensas se vea superado por ese recóndito y tenebroso lugar, el cual saldrá a relucir activado por una desgraciada situación que, como si de un percutor se tratase, pondrá de manifiesto una faceta sombría de nuestra personalidad desconocida hasta el momento. In Order of Disappearance muestra un nuevo caso de este comportamiento vengativo tan recurrente en el séptimo arte, con la particularidad de que el protagonista, un hombre en apariencia pacífico e incapaz de hacer daño a nadie, sufrirá una transformación decadente o, por usar un anglicismo muy popular —por razones obvias—, un proceso “Breaking Bad” que le convertirá en una persona completamente diferente. De esta forma, al igual que Walter White o Edmond Dantès, Nils sufrirá un cambio tan radical como el descrito por Alexandre Dumas en El conde de Montecristo: “Y ahora... adiós a la amabilidad, humanidad y gratitud. He sustituido a la Providencia para recompensar a los buenos, que el Dios de la venganza me ceda ahora su lugar para castigar a los malvados”.

    Los detonantes susceptibles de activar ese acto de desagravio pueden ser muchos y muy variados, así, el escritor Jesús Marchamalo, en su libro La venganza. El placer de la justicia salvaje, introduce una relación de patrones comunes muy repetidos que explicarían la mayoría de estos casos. En este estudio podemos comprobar que es la enajenación transitoria debido al dolor por la pérdida de un ser cercano —causa primera y origen fundamental de la vorágine violenta de esta película—, la más recurrente de estas razones, aunque este hecho desencadenará posteriormente un nuevo abanico de motivos subsecuentes por los que llevar a cabo más represalias —ojo por ojo—. Así pues, el filme sufrirá una división argumental para decantarse hacia el género de gángsters, donde los móviles inspiradores de la venganza son la ambición, la territorialidad jerárquica de poder o la traición. Las luchas entre clanes, concepto apreciable hacia la mitad de metraje, provocan una serie de asesinatos en cadena, los cuales, muy raramente, se verán interrumpidos por la acción policial, sino que sólo cesarán por un pacto de sangre o la completa eliminación militar de uno de los bandos. La aparición de las fuerzas del orden, anecdótica y satírica, es utilizada como medio de mostrar la mediocridad de los cuerpos de policía en pequeñas localidades rurales donde nunca pasa nada, completamente incapaces de afrontar una situación de emergencia. El proceso de investigación, tanto el policial como el del protagonista en su búsqueda de culpables, no es importante para Hans Petter Moland en la construcción de su estructura narrativa, así como tampoco lo son los medios utilizados para llegar a cada objetivo, lo que realmente le interesa al director son las acciones y las consecuencias de cada una de ellas. Aquí es donde más diferencias encontramos con las obras de los hermanos Coen, Fargo y Muerte entre las flores, claras influencias de Petter Moland, en las que el proceso investigativo es prioritario.

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    Una vez que Nils asuma que la muerte de su hijo no va a ser investigada, decidirá tomarse la justicia por su mano y atacar directamente a los responsables, miembros de un peligroso grupo de narcotraficantes, hasta llegar al jefe de la organización. Advertimos que la presentación del protagonista ha sido insuficiente, no llegamos a conocerlo en su faceta de ciudadano modélico, la cual se nos da a entender de forma demasiado explícita gracias a su galardón de hombre del año. El detonante violento del que hablábamos llega demasiado pronto como para que comencemos a simpatizar con ese hombre desconocido, por lo que para el espectador es, desde el principio, un simple y despiadado asesino muy resolutivo. La transformación psicológica es un hecho axiomático en la historia, el público la aceptará sin objeciones aunque, a efectos prácticos, dicha metamorfosis no existe, ya que ésta ha correspondido a un acto extradiegético, ahorrando así en explicaciones para dar agilidad a la trama, pero restando profundidad y trascendencia informativa. La violencia, física o psicológica, es un componente atávico de este género cinematográfico de venganza. Ésta normalmente responderá a unas características diferentes en función de las líneas argumentales en las que se base la cinta. En este caso se observa un claro antagonismo entre la espectacular fotografía de Philip Ogaard y la brutalidad antiestética de la violencia cruda propia del cine coreano y del descarnado cine europeo posmoderno. Es evidente el gran salto conceptual derivado de la articulación de la dinámica ideológica entre la atractiva ultraviolencia ochentera, llena de recursos formales y amplios estilismos, y la presente hiperviolencia irónica, que genera diversas paradojas de carácter ético, reproduciendo sin aditivos las consecuencias de una justicia poética que estamos acostumbrados a ver de manera edulcorada, produciendo respuestas contradictorias en el espectador, y explorando las posibilidades de la ironía, la metaficción y la provocación. La justificación moral de esta óptica feroz (violencia como castigo moral) sigue la clásica lógica agonística del enfrentamiento entre el bien y el mal, dos conceptos que terminarán por amalgamarse en un mismo personaje: Nils, momento crucial apreciable en una escena de la película que se saldará con una carta de despedida en blanco de un hábil sentido metafórico.

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    A partir de esta tipología paradigmática, es posible reconocer una serie de estrategias narratológicas propias del western clásico, como la funcionalidad narrativa que busca ofrecer un sentido a ese proceder implacable dentro de la construcción semántica del filme. Ese limpio desierto de arena blanca, que componen los nevados paisajes de la Noruega más rural, actuará de escenario perfecto para mostrar el símil entre el oficio del protagonista: quitar la nieve de las carreteras, y su función dentro del violento mundo construido a su alrededor: limpiar el pueblo de cocaína —también llamada nieve en el argot callejero—. La división entre escenas es evidente y queda estructurada, a modo episódico, mediante un rótulo sobre fondo negro que indica el nombre de la persona fallecida en dicha secuencia. Un recurso similar al utilizado en A dos metros bajo tierra, en el que queda patente, mediante el uso de diferentes símbolos religiosos (católicos romanos, ortodoxos o judíos) el conflicto cultural presente en toda la película, parodiado a su vez mediante la caricaturización de la barbarie euro-oriental y la insensatez y estupidez occidental, donde mujeres y niños representan la discreción y los hombres la ignorancia. Una apuesta muy sólida y disfrutable sobre la venganza cálida en clima frío, cuya acertada potencia visual y narrativa hubiera podido marcar la diferencia con el resto de sus numerosas competidoras, pero a la que la ingenuidad y sencillez de su desenlace le han impedido alcanzar la excelencia que ya se intuye en las maneras de este director. | |

    Alberto Sáez Villarino
    redacción Dublín (Irlanda)


    Noruega. 2014. Título original: Kraftidioten. Director: Hans Petter Moland. Guion: Kim Fupz Aakeson. Duración: 115 minutos. Productora: Paradox Spillefilm / Film i Väst. Fotografía: Philip Øgaard. Montaje: Jens Christian Fodstad Música: Brian Batz, Kaspar Kaae, Kåre Vestrheim. Intérpretes: Stellan Skarsgård, Bruno Ganz, Pål Sverre Hagen, Birgitte Hjort Sørensen, Jakob Oftebro, Anders Baasmo Christiansen. Presentación oficial: Festival Internacional de Berlín 2014.


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