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    Crítica | Un largo viaje

    Un largo viaje

    El ferrocarril de la muerte

    crítica de Un largo viaje | The Railway Man, Jonathan Teplitzky, 2013

    Corría el año 1942. Faltaba poco para el ecuador de la II Guerra mundial cuando Japón ocupó Birmania tras una imprevista victoria sobre los británicos. Se instauró un gobierno nacionalista encabezado por Ba Maw –mero títere de Japón y Tailandia– que pasó a ser aliado del Eje. El principal objetivo en esa zona era la construcción de un ferrocarril entre Tailandia y la capital birmana –Rangún–. Para la titánica empresa los nipones utilizaron a reos (no solo) británicos y chinos. Unos 400.000 prisioneros de guerra, pico y pala en mano, fueron empleados. El precio humano de la obra es incalculable, sobre todo una vez que la línea de ferrocarril alcanzó la inhóspita selva birmana. La bochornosa humedad, las infinitas jornadas de trabajo, la propagación de enfermedades, las plagas de insectos así como los barracones donde estaban hacinados componían las notas de una partitura que sonaba a pesadilla. Los índices de mortandad alcanzaron cotas pirenaicas. Aspectos que rinden honores al sobrenombre con el que fue bautizada la obra: “el ferrocarril de la muerte”. Las condiciones infrahumanas de trabajo se vieron, además, agravadas por las terribles torturas con las que eran castigados los presos. No eran extrañas las palizas, las ejecuciones sumarias o la reclusión, durante semanas, en estrechísimas jaulas de bambú. Las cifras oscilan entre los 200.000 y las 300.000 víctimas mortales. Este escalofriante dato convierte al ferrocarril de Birmania en el campo de concentración más grande de la II Guerra Mundial y el segundo con más víctimas, después de Auschwitz-Birkenau. El gran David Lean popularizó estos tenebrosos hechos con su magnífica El puente sobre el río Kwai (1957), galardonada en su día con siete premios de la Academia. Casi medio siglo después el director australiano, Jonathan Teplitzky, vuelve a desempolvar la barbarie con Un largo viaje (The Railway Man, 2013).

    Protagonizada por Colin Firth y la recauchutada Nicole Kidman. El guion hilvana la historia de un veterano británico de la II Guerra Mundial –Eric Lomax– incapaz de superar las traumáticas cicatrices mentales del conflicto. El eco de las torturas le persiguió allende de los lustros. Al punto que ni siquiera su pasión por los trenes mitiga la amargura. Una herencia a la que intentará poner fin cuando descubre que su torturador –Nagase Takeshi– sigue con vida. Un argumento respaldado por la legitimidad de haberse basado en hechos reales. Pasó por la pasada edición del Festival de San Sebastián sin pena ni gloria. Su acogida fue más bien negativa. Si se analiza fríamente el argumento solo se puede sacar la conclusión de que la cinta tenía todos los ingredientes para ser un pelotazo. Goza de los componentes necesarios para ser un gran éxito de público –a expensas de su improbable estreno en España–. Pero falla. La película no funciona. Es demasiado autoconsciente de su potencial emocional, el papel de Nicole Kidman –como esposa de Lomax– no aporta nada bueno al conjunto y su ambición por llegar a todo bicho viviente le resta verismo. Este último apunte es sin duda, para mí, la razón de su fiasco. El director comete un error “mortal” con la naturaleza del relato, al hilar una obra depurada, correcta, académica cuando lo que imploraba el libreto que tenía entre manos era perversión, brutalidad y decadencia. La vida de Lomax resulta inverosímil, por más que al principio y al final se haga oportuno énfasis en sus bases factuales. Resulta difícil de creer. Sobre todo si a base de elegantes pero inoportunas elipsis te comes la barbarie, el salvajismo que justifica el estado mental del protagonista. Muchos criticaron a la ganadora del Oscar a la mejor película Doce años de esclavitud (2013) por lo opuesto. Ni tanto ni tan poco. Ni por exceso ni por defecto. Decía Aristóteles que la virtud se encontraba el término medio. Pues eso. Máxime si tratas de compensar la balanza abusando de una música empalagosamente dramática. La crudeza está en la realidad diaria, es auténtica. Un traspié prescindir de ella.

    Un largo viaje

    El error de base expuesto en el párrafo anterior determina la percepción de la película. Hasta el extremo de condicionar las interpretaciones de los protagonistas. El colosal esfuerzo de Colin Firth se percibe excesivo, exagerado, desmesurado. Tampoco le ayuda la presencia de su esposa. Nicole Kidman ejerce un papel tan estereotipado como inservible, hace las veces de personaje principal de interés romántico. Es la que da lugar a la historia de amor –tras un fortuito encuentro en un vagón de tren– que se desarrolla en una subtrama prescindible. Se le ven las costuras al filme, a pesar de su (por su) academicismo; los papeles del personaje catalizador y el del confidente están muy definidos por las funciones que tienen en la cinta. Lo esencial es que Un largo viaje se presta al visionado liviano. Sus dos partes conforman un conjunto que no casa del todo bien pero que se entrega a aquel cansado de sobreesfuerzos. Se digiere con facilidad meridiana. Es para todos los públicos pero su falta de verismo pasa factura. Verismo no quiere decir realista, se trata más bien de que el espectador acepte lo que se le está contando y quiera formar parte del juego. Un largo viaje no pasa los filtros de la lógica y tampoco es convincente. Caracteres que penalizan a una obra basada en hechos reales. Esta historia prometía ser un cañón y no deja de ser una pistola de fogueo. | ★★★★ |

    Andrés Tallón Castro
    redacción Madrid

    Australia, 2013, Un largo viaje (The Railway Man). Director: Jonathan Teplitzky. Guion: Frank Cottrell Boyce, Andy Paterson. Productora: Coproducción Australia-Reino Unido; Lionsgate / Latitude Media / Archer Street Productions / Pictures in Paradise. Fotografía: Garry Phillips. Música: David Hirschfelder. Reparto: Colin Firth, Nicole Kidman, Jeremy Irvine, Stellan Skarsgård, Hiroyuki Sanada, Sam Reid, James Fraser, Marta Dusseldorp.

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