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    Crítica | A 20 pasos de la fama

    A 20 pasos de la fama

    Voces intemporales

    crítica de A 20 pasos de la fama | Twenty Feet From Stardom, de Morgan Neville, 2013

    Tras escucharla por quincuagésima vez, alguien convino en decir que la canción no era redonda, sino más bien huérfana de soul. Nadie, por supuesto, se atrevió a refutar dicho punto. El tema en cuestión había sido grabado seis meses antes en los Olympic Studios de Londres, bajo una atmósfera lógicamente tortuosa: uno de esos melenudos, Brian Jones, moriría tan sólo un mes después de abandonar la banda que él mismo había fundado junto a —entre otros— Mick Jagger y Keith Richard(s) en 1962. Y disculpen este interruptor paréntesis: la historia que tenemos entre oídos no versa sobre pompas fúnebres; no hay réquiem alguno pero sí mucha frustración tamizada. Es una gran mini-historia del Rock al margen de ese otro rock actual, menos idealizado y aún más volátil que entonces, próximos a los años 70. A un mes vista, un mes para quemar, para gestar a contrarreloj y en última instancia uno de los grandes himnos del rock 'n' roll, sí, camuflado en la frondosa selva de Vietnam, con el revólver (porque el revólver es más poético que la pistola) dirigiendo su cañón hacia un límite negro como boca de lobo. Dicho y ¡Pam! Adiós y a Dios gracias. El rock apenas es un electrizante sexagenario con electricidad en sus por ahora artríticas articulaciones. Un género con no poco apetito experimental, aunque todavía hoy surjan voces advirtiendo con nocturnidad de su desaparición-desde-finales-de-los-setenta, sugiriendo también virus donde sólo hay formas insospechadamente híbridas que pudieran desembocar en, uh, los impostados márgenes de una música pop antes pretérita y ahora preterida cual whopper doble; a rebufo de esa industria que circula por el carril más grande y más céntrico y no sé si con más o menos futuro, aunque sí muy futurible. Como las, ahora ya, pequeñas medianas empresas que circundan y se mecen al son de un mercado sin fin; para esquizofrénico deleite del oyente con trompetilla. ¿Beyon-qué? Pues eso, Justin. Ojo a Bono en estos tiempos de Vértigo, de Helter Skelter músico-político, where the streets have no name.

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    Corría el año 1969. Ciertas zonas de Los Ángeles conservaban aún cierto perfume —a madreselva, a mezcal, a psicodelia sobre vómito parduzco, a melodías insondables— propio de una película noir con toques evidentemente kitsch. Aquella noche sería recordada por todos los melómanos o rockeros a secas, a poder ser sin trompetilla: los Rolling Stones habían invocado a la musas siendo atendidos extemporáneamente por la más abrumadora. Y también, más cercana. En el estudio se urdía un movimiento magistral. Una idea que pondría fin a las irritables sinergias del grupo británico, que ultimaba los flecos de su álbum Let It Bleed. Pues bien, el productor Jimmy Miller descolgó el teléfono y marcó el número de una joven corista llamada Merry Clayton, cuyas referencias hubiesen querido muchos fantoches chupópteros. A sus veintiún años, Clayton ya había sido una de las integrantes de The Raellettes, el grupo de coristas que escoltaban —también en directo— a un tal Ray Charles. ¿Recuerdan, o mejor dicho les suenan What'd I Say o Hit The Road Jack? Ese lujurioso causa-efecto, ese juego de transubstanciación gospel sin capilla, como si al pulsar las teclas negras el piano se inflamara peligrosamente y sin pudor. Sólo un coro, hombre versus mujer(es). Un huuuhh, huuuhh... Oooohh, ooohh... uh, uh... ohh, ohh... "Say it 'one more time yeah'!" (coro: "Yes, one more time!"). Hasta el infinito y lo que sigue. En todas ellas, sin excepción, pudo Merry Clayton brillar con incontenible resplandor. Y, vale, si volvemos a nuestra cápsula, todavía es 1969 y la Clayton de veintiún años, con rulos en la cabeza y ropa de sport, se retrepa en el sillón al oír el llanto del teléfono. Al parecer, los rockers discípulos de Muddy Waters solicitan inmediatamente su presencia en el estudio para grabar una pista de acompañamiento. Motivo: Gimme Shelter. Fin: demostrar quién es la que manda, pues la joven "solía patear traseros cada vez que abría la boca". Que es como decir: había en sus cuerdas vocales una ciclogénesis casi genuina. Y aquí el "casi" ni tan sólo hacía falta. Sea como sea la chica entró al estudio y recibió las directrices a seguir llegado el instante, con el pie de las guitarras, la batería, el bajo... La voz del front man. Aún con la sensación de los rulos entre su oscura melena, ataviada con un pañuelo se dispone a cantar "sin cobijo" ni concesiones. Cinco versos para la Historia, mientras la guitarra de Richards puntea incandescente sobrevolando el camino en que Jagger y Clayton rabian por la juventud perdida. La primera intervención de Clayton rompe con el ítem ya planteado anteriormente por los Rolling Stones. Une al fin el puzle y alguien piensa "¡Pum!". Y sin embargo, sólo un simple calentamiento para... ¿la corista? No. Más bien la dueña de la función. Porque ese apelativo —corista—, ese estatus a veces mal reconocido y otras simplemente desconocido, ocupa un lugar de honor en las arcas musicales. Y así lo lleva a realidad en un segundo golpe que, in crescendo, aumentando ella una octava y trazando un afónico giro justo en el cénit, dice así: "Rape, murder! / It's just a shot away! / It's just a shot away!".

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    Proyectada con éxito en varias latitudes, A 20 pasos de la fama compone la más poética gramola alrededor de tres figuras indefectibles: Lisa Fischer, Darlene Love y Merry Clayton. Sin olvidar por un segundo a cantantes soul que verían demasiado pronto malogradas sus carreras en solitario. Caso de Táta Vega (Michael Jackson, Leon Russell, Elton John) o de la sensual Claudia Lennear, posible "víctima" de ese chulo ególatra llamado Ike Turner. Y, según dicen, inspiración nada etérea del stoniano Brown Sugar: una apología eficazmente oblicua del cho-co-la-te. Hoy, a sus sesenta y muchos, la otrora musa de David Bowie, Joe Cocker y —cómo no— Mick Jagger da clases de español y francés en un colegio de L.A. La vida. También hay nuevos talentos emergentes que intentan abrirse hueco en la atomizada industria musical; nótese el vigor de Judith Hill, quien fuera eliminada por decisión popular (ah, la audiencia. Dame share y dime tonto) del reality La voz (The Voice en su versión estadounidense que emite la NBC), provocando así que el coach Adam Levine confesara en prime time para todos los hogares de Norteamérica algo tan políticamente molotov como "I hate this country". El filme suma además un Óscar, y cualquier mente hallará en sus entrevistas no sólo una edificante veta nostálgica sino un soundtrack muy inspirador. Así, dispara sin munición contra el Muro de Sonido que erigiera el no poco narcisista Phil Spector, cuya labor empresarial —también fue el productor de algunas joyas firmadas por los Beatles a propósito de su Let it Be, más algunas golosinas sesenteras con The Ronettes, Bob B. Soxx & The Blue Jeans y The Crystals, entre otros muchos— consistía en rapiñar, o cuando menos reducir los royalties a sus estrellas.

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    Finalmente, el intenso y conciliador tono de Lisa Fischer resume punto por punto a unas fabulosas cantantes que intentaron sin éxito despegar hacia su Olimpo particular: ese que no asumieron jamás, el mismo que nunca las esperó con los brazos en uve. «Me encanta respaldar a otros artistas», cuenta Fischer en una entrevista para The New York Times. Y eso mismo empezó a hacer con los Rolling en la década de los 90. Cubrirles las espaldas ante la progresión de acordes que suele voltear estadios completos; retar virtuosamente, noche tras noche, a Morritos Jagger. Y al fin, es ahora, en directo: música. La imperfección a través de un careto inusual y fantasmagórico y anfibio, de yakuza yonqui amenazando con su katana al botones de un hotel. Y es ahora, miren hacia arriba, cuando el sonido se instala en nuestro subconsciente y la imagen se centrifuga por efecto de un defecto óptico y en los estudios Sunset Sound una Presencia se ajusta (más) el cinturón y sonríe feliz, en tanto que guiña un ojo a esos hoochie coochie men, para anunciar: "¡Oh, así que era esto!". El Soul Rock. Lo terriblemente flamígero. Demasiado para ser verdad. Que no se toca porque es corrosivo; dulce ácido manando por las obstruidas carótidas de una Fender Telecaster. Y sí, ahí surge, ya es: la jukebox con que sueñas todas las noches. | ★★★ |

    Juan José Ontiveros
    redacción Madrid

    Estados Unidos, 2013. Director: Morgan Neville. Fotografía: Nicola Marsh, Graham Willoughby. Música: Varios. Productora: Tremolo Productions. Reparto: Documentary, Darlene Love, Merry Clayton, Lisa Fischer, Judith Hill, Mabel John,Claudia Lennear, Táta Vega, The Waters Family, Lou Adler, Stevvi Alexander, Patti Austin, Chris Botti, Sheryl Crow, Mick Jagger, Bette Midler, Sting.

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