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    Cine Alemán Siglo XXI

    THE MASTER | CRÍTICA

    Crítica de The Master, de Paul Thomas Anderson
    APETITO POR LA (AUTO)DESTRUCCIÓN
    The Master (Paul Thomas Anderson, 2012)

    Sí, dirías que padece algún tipo de enfermedad, que no rige bien. Salta a la vista. Es un descreído. Son esas risas afónicas, esos brazos en jarra. Aunque es puramente mental, ya que puede trepar un cocotero. Flaco, de mirada penetrante, parte en dos varios de esos frutos que acaba de recoger. La playa, atestada de marineros, es un plató envidiable; y allí está ese tipo ligeramente encorvado, que ahora simula penetrar a una figura de arena con formas y atributos de mujer. Todo está húmedo, lo cual establece una especie de paradoja en torno a las ruinas de la civilización. La Segunda Guerra Mundial se encuentra en sus estertores: el Eje ha sucumbido a su deseo imperialista, pero las consecuencias son funestas y tal vez irreparables. Después el océano se retuerce al paso del buque, que reanuda su viaje de vuelta a casa. Pero ese tío vive en otra realidad, absorto por no sé qué cosas que ignoramos. Con todo, su cara es un poema; y nada romántico, por cierto. Trabajará de temporero en un cultivo del sur, destilando sus licores —a los que es adicto— venenosos, y luego ejercerá de fotógrafo en unos grandes almacenes de categoría. Es un perdedor problemático, violento e impredecible, cuya reacción natural ante el paso de los días es la autodestrucción. Sólo piensa en follar y beber. Está loco. Es carne de cañón para el maestro de una “parroquia” llamada La Causa. Han pasado quince o veinte minutos de película, lo suficiente para saber que estás presenciando un diálogo turbador, a veces hermético, aunque con numerosos puntos de fuga que dejan entrever las miserias de sus interlocutores. Un combate psicológico entre dos personajes impagables: este primero es un falso moribundo que se dejará atraer por el iluminado que ha prometido destruir el animal que lleva dentro. Porque en eso consiste su filosofía: en despertarnos del sueño atávico. Ambos retroalimentan un código aparentemente indescifrable, pero muy entendible para el espectador. No es The Master (2012) esa película plomiza que algunos cicateros intentarán desmerecer por simple pereza.

    Escrito y dirigido por Paul Thomas Anderson, el relato se circunscribe dentro de una narrativa precisa, total. Su mapa estético reúne, no sin belleza, los paisajes polvorientos de una tierra sin abundancia, desprotegida y necesitada de voces —como la del inquisitivo Lancaster Dood, a quien interpreta Philip Seymour Hoffman— que falseen una realidad gris, pero implacable. Sobran las presentaciones para un director que con tan sólo tres (Boogie Nights, Magnolia y Pozos de ambición) de sus seis largometrajes se ha granjeado la admiración de un valioso grupo de cinéfilos que perciben en él los mejores signos. Y es que, posee todas las virtudes de los grandes genios del cine: clarividencia para situar la cámara, talento narrativo apoyado en una técnica limpia y flexible, que incentiva el esplendor de las historias. Y personalidad. Una personalidad que se filtra en cada plano, en cada acción. Nacido en California hace cuarenta y dos veranos, este talento precoz (debutó con apenas veintiséis años) es algo más que un mero profesional de la industria. Digamos que es un humanista que se distingue por no aparentarlo, de esos que escasean actualmente. Sus proyectos tardan en ver la luz (entre Pozos de Ambición y The Master han pasado cinco años) porque son buenos, y para que sean buenos tienen que gestarse al ritmo necesario. Es una obviedad que no cala en determinados obsesos del cronómetro. Sea como sea, me es imposible apartar la mirada de una historia que escarba en la psique de un hombre atormentado y un cuentista —dicen que en realidad retrata al fundador de la Iglesia de la Cienciología, L. Ron Hubbard, pero lo cierto es que poco importa— atrapado en su particular tela de araña, sobrepasado por su caricatura: la ridiculez siempre ha sido un rasgo inherente al ser humano.

    Joaquin Phoenix, The Master
    Un sensacional Joaquin Phoenix encabeza 'The Master', la nueva obra maestra de Paul Thomas Anderson

    Ese marinero de melancólicos ojos claros y con la boca inundada de saliva es Joaquin Phoenix. J.P. Joaq para los amigos. J.P. Joaquin, rapero y putero a tiempo parcial. Fictia o realmente. Si la locura pudiera medirse, su magnitud sería el J.P. Hace cuatro años anunció que dejaba el cine por la música. Se entrevistó con Puff Daddy para intentar que este se convirtiera en el productor de su primer álbum. Entretanto, se pegó con varias Paris Hilton en discotecas de dudosa elegancia y cantó a la cámara de su cuñado Cassey Affleck en I’m Still Here, el falso documental más verdadero (y subestimado) de la historia reciente. Phoenix habla con desdén de su posible nominación al Oscar; en la pasada edición de Venecia se levantó en mitad de la rueda de prensa —ante la incredulidad de los asistentes— y salió a fumar, como si aquella fiesta no fuera con él, exponiendo veladamente que estaba allí por exigencias del contrato. Phoenix desprende esa aura de malditismo que suele asociarse con las estrellas del rock. Se comporta de manera disfuncional, incluso hostil cuando decide bajar la persiana a modo de barrera. Es un actor superdotado, el mejor de su generación. No hay analogías posibles: cualquiera que sea su papel, invita siempre a subir en una montaña rusa que ofrece experiencias vertiginosas. Conmueve, perturba, genera sensaciones encontradas. Aquí empatizas con su personaje a sabiendas de que es un enfermo en coma existencial. Y se enfrenta a esa bestia pálida llamada Philip Seymour Hoffman, otro genio que juega en una liga superior. Y aun así, el cineasta sobrevive y traza una obra maestra donde forma y contenido se funden por ósmosis. En el año del temblor óptico, Anderson se desmarca de la corriente dominante —y aparentemente moderna— recurriendo a planos estabilizados que respiran, en un montaje que habla de su afán embellecedor. Sin retórica, ni juicios morales: te deja opinar e imaginar. Tampoco se olvida del influjo femenino, un aspecto básico para entender los porqués de algunos hombres cuyas mujeres mecen la cuna desde la sombra. Amy Adams encarna sólidamente a la esposa del fundador de una secta que, sospechamos, seguirá en expansión luego de la década de los 50, años en que se desarrolla esta historia con un poso novelesco que evoca los grandes libros de la literatura americana del siglo XX. Su luz, sus encuadres y hasta el ojo de pez —presente en un único plano que deforma el paraje de ensueño— se convierten, si no en cuadros de la Escuela Ashcan, en manifestaciones artísticas de primer nivel. ¿Qué es densa y turbia? No sé de qué me hablan. Yo sólo he contemplado la obra de un clásico que vive en los márgenes de la modernidad.

    Juan José Ontiveros.
    crítico de cine.

    Estados Unidos, 2012. Título original: The Master. Director: Paul Thomas Anderson. Música: Jonny Greenwood. Fotografía: Mihai Malaimare Jr. Reparto: Joaquin Phoenix, Philip Seymour Hoffman, Amy Adams, Laura Dern, Kevin J. O'Connor, Rami Malek, Jesse Plemons, Fiona Dourif, David Warshofsky, Lena Endre.

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