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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Sugarland

    || Críticas | FICX 2025 | ★★★★☆
    Sugarland
    Isabella Brunacker
    Juventud frustrada


    Rubén Téllez Brotons
    Gijón |

    ficha técnica:
    Austria, 2025. Título original: Sugarland. Duración: 86 min. Dirección: Isabella Brunacker. Guion: Isabella Brunacker. Fotografía: Matthias Helldoppler. Reparto: Jana McKinnon, Wolfgang Oliver.

    En Sugarland, la carretera es una constante: además de ser el lugar en el que se desarrolla la acción dramática, su carácter de espacio transitorio favorece su conversión en un pequeño y cambiante microcosmos que aísla a los personajes de la realidad en la que viven para poder estudiar los efectos que provoca en ellos. La ópera prima de Isabella Brunacker convierte sus imágenes en un sismógrafo de resonancias, de ecos, de consecuencias, de estados de ánimo y pensamiento que surgen del gesto de autodefensa de los personajes. Se produce, por tanto, un desplazamiento profundo del propósito principal que rige la mayoría de las road movies: el viaje como proceso de búsqueda, de puesta en duda de las certezas de la cotidianidad, sigue existiendo, pero pasa a un segundo plano en favor del retrato de dos formas de mirar el mundo que responden a un contexto concreto. El viaje y la carretera son excusa y catalizador de un sentido mayor, de una indagación en el silencio de los protagonistas, en el porqué de sus palabras y acciones, de sus dudas y motivos para iniciar la travesía. No se puede negar que los signos comunes que definen este subgénero están ahí, reclamando un lugar protagónico en el centro de unas imágenes que construyen su sentido a través de una estrategia de erosión, pero sus tropos sufren un lento, sutil y constante ataque, son sometidos a una paulatina operación de desgaste: las cristalizaciones se van rompiendo poco a poco y un sentido de realidad consigue filtrarse entre sus grietas. La ruptura, es cierto, no es total, y en algunos momentos la película se resiente debido a los clichés narrativos en los que incurre, pero cuando las imágenes adquieren verdadera vitalidad, sus hallazgos son vibrantes y los eclipsan.

    Una joven viaja en coche desde Alemania hasta Escocia para visitar a su exnovio y devolverle algunos objetos personales. Durante el trayecto, recoge a un autoestopista que quiere llegar a Inglaterra. El coche se convierte en un metrónomo que marca el ritmo de su relación: su movimiento coincide con el paulatino acercamiento de los personajes y con el surgimiento de una sinceridad que hace brotar unas emociones que la cineasta se encarga de situar en un escenario real específico. La cámara —salvo en una escena— no busca potenciar los sentimientos de los protagonistas, pero tampoco deconstruirlos, sino identificarlos, nombrarlos, definirlos, estirarlos, excavar en ellos hasta encontrar su raíz y, a partir de ahí, las condiciones que los hacen surgir. Hay una frialdad perfectamente medida en la puesta en escena a través de la que Brunacker busca rechazar la efusividad de la emoción, pero sin que esto conlleve una gelidez total, un largo distanciamiento con respecto a lo que sucede en pantalla. El plano medio y los primeros planos de los personajes rodados desde su nuca facilitan una intelectualización del sentimiento y la palabra, y permiten que, al mismo tiempo, la cámara permanezca en todo momento atenta a los movimientos de la vida. No hay un esquematismo escénico en las imágenes ni su forma responde a la construcción de una tesis, de un dispositivo fílmico cuyo entero funcionamiento desemboca en la ilustración de una idea específica —propuestas fílmicas completamente legítimas que la cineasta no pretende refutar—.

    La repetición de un encuadre responde a la repetición de un motivo emocional o de una percepción: el plano signa el sentimiento/percepción y, por tanto, la concatenación de planos, su asociación semántica, construye bloques emocionales/perceptivos que comparten un mismo origen. El contenido de los diálogos, los movimientos de los personajes y los matices gestuales de los actores que les dan vida, facilitan unas notas contextuales particulares que condensan el estado del contexto social general. Insertando la emoción/percepción en dicho contexto se llega a su origen; es decir, estableciendo un diálogo entre la forma extradiegética del plano, entre el tamaño del encuadre y la composición, y su acción diegética, su movimiento interno, se vislumbra el porqué del dolor de los protagonistas. Sin embargo, pese a la precisión de sus imágenes, Sugarland no se libra del peso de algunas decisiones estéticas que desde hace un tiempo se han convertido en lugares comunes, en recursos fáciles que apelan visceralmente a los espectadores, pero detrás de los cuales no hay nada, ni siquiera la reproducción de un sentimiento honesto. En este caso, no falta una secuencia de baile en la que la música diegética se convierte en extradiegética y el estatismo de la cámara deja paso a unos movimientos veloces filmados con steady cam y un gran angular. Estas decisiones formales se han convertido en la manera más fácil de “traducir” —por decir algo— el éxtasis de un momento de liberación que tiene lugar dentro de una situación de crisis. La secuencia, es cierto, rompe con la lógica que ordenaba la puesta en escena hasta el momento —ese distanciamiento medido— y que la ordenará hasta el final, pero no es más que un bache —que merece ser destacado debido a la frecuencia con que se reproducen en el cine contemporáneo este tipo de escenas— que no derriba la indagación que lleva a cabo Isabella Brunacker. Su retrato de la ansiedad, el dolor, la pobreza y el pesimismo de una juventud que ve cómo sus horizontes vitales son frustrados por el capitalismo es notable. ♦


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