|| Críticas | ★★★★★ |
Una película inacabada
Lou Ye
El absoluto valor del cine
Aarón Rodríguez Serrano
ficha técnica:
China, 2024. Título original: «An Unfinished Film / 部未完成的电影». Dirección: Lou Ye. Guion: Lou Ye, Mei Feng. Compañías: Dream Factory, Laurel Films, Rediance. Festival de presentación: Festival Internacional de Cine de Berlín. Distribución en España: [Información no disponible]. Fotografía: Deng Xue Jian. Montaje: Zhu Lin. Música: Peyman Yazdanian. Reparto: Gong Zhe, Huang Miyi, Zhang Songwen, Qi Xi, Chen Jianbin, Liu Dan. Duración: 98 minutos.
China, 2024. Título original: «An Unfinished Film / 部未完成的电影». Dirección: Lou Ye. Guion: Lou Ye, Mei Feng. Compañías: Dream Factory, Laurel Films, Rediance. Festival de presentación: Festival Internacional de Cine de Berlín. Distribución en España: [Información no disponible]. Fotografía: Deng Xue Jian. Montaje: Zhu Lin. Música: Peyman Yazdanian. Reparto: Gong Zhe, Huang Miyi, Zhang Songwen, Qi Xi, Chen Jianbin, Liu Dan. Duración: 98 minutos.
Una película puede contener el mundo entero.
¿Qué quiere decir semejante afirmación?
En primer lugar, que una película puede enfrentarse con todos y cada uno de los problemas que atraviesan a un sujeto más o menos sano al margen de sus rasgos sociales, geográficos, económicos concretos. En un momento en el que el cine parece haber estallado en una miríada de «posiciones identitarias» puede resultar absurdo recordar que hay problemas, vivencias, traumas y conquistas —el sexo, la muerte, la familia, la amistad, la pregunta por el sentido— que imponen su insistencia por encima de las condiciones concretas de cada uno. Y cuidado, no quiero decir de ninguna manera que el sexo, la muerte, la familia, la amistad o el sentido no se impregnen de rasgos concretos marcados por la cultura, la sexualidad, la ideología o el contexto económico de cada individuo. Quiero decir que tras todas las posibles aproximaciones que un creador o creadora realiza a esos problemas concretos siempre hay una fuerza compartida, única, una pregunta abierta que nos atraviesa en todos los tiempos y todos los lugares y de la que surge la auténtica experiencia estética. Esto explica, por ejemplo, por qué obras aparentemente locales o ensimismadas en su circunstancia como la de Yasujiro Ozu, la de John Ford o la de Chantal Akerman son y serán indudablemente eternas.
En el caso de Lou Ye la cosa es todavía más compleja. Hace poco nos dejamos seducir por el reestreno de Suzhou River en lo que fue una habilísima maniobra para introducir una película asiática y relativamente desconocida en el canon de la cinefilia contemporánea. Sin duda, aquella película era hermosísima y tenía los estilemas que suelen gustarnos a los consumidores de un cierto cine de autor posmoderno: citas a géneros pretéritos, un amor misterioso bañado por un aura pop, un trasfondo social no demasiado aparatoso. Una buena película, vamos. Sin embargo, creo que ni Suzhou River ni ninguna de las otras cintas chinas que han llegado a la cartelera en los últimos años —y conste que algunas han sido francamente extraordinarias— nos preparaba para una experiencia como la de Una película inacabada.
II.
Dentro de ese proceso de encuentro universal que tienen las obras maestras absolutas de la humanidad, casi todas giran en torno a un único tema más o menos sublimado: el trauma. Toda la Pasión según San Mateo es una poetización desgarradora de la mortalidad del hijo de Dios y acaba, efectivamente, en la cruz. La tetralogía de Wagner es un lamento sensual por ese mundo anterior a la llegada de los hombres y que acaba «con los dioses consumidos por el fuego». Cada catástrofe histórica, cada cadáver, exige un relato, una formalización del recuerdo. Esto es: una manera de encontrar una forma que nos aplaque de alguna manera ese choque salvaje contra lo real y que, de manera inevitable, nos recuerda la inminencia de nuestra propia mortalidad.
En un mundo en el que las pasiones espirituales y rituales se han ido atenuando tras el inevitable colapso de las grandes religiones y de los grandes sistemas ideológicos, creo que ya podemos decir que la catástrofe del COVID-19 nos pilló con el pie cambiado. Simple y llanamente, no tuvimos asideros para suturar aquel tremendo agujero de sentido que se abrió a escala global y que no supimos suturar simbólicamente de ninguna de las maneras. De la noche a la mañana nos vimos en los balcones bailando canciones absurdas mientras los tanatorios se desbordaban. No pudimos velar a nuestros muertos, ni entrar en los hospitales a acompañar en la lenta agonía de las últimas horas, ni quedar con los amigos para llorar juntos.
Comprendo que usted no quiera ver una película sobre el COVID-19 en un momento en el que la cartelera está llena de personajes que juran y perjuran todo lo contrario: que hay hombres y mujeres superheroicos, llenos de sentido, justos, leales, honorables, películas en las que —como rezaba aquella frase que quizá no recuerde— todo va a salir bien.
III.
La cuestión es que Lou Ye ha rodado la que, sin el menor género de duda, es la mejor película rodada hasta la fecha sobre la pandemia. Lo digo recordando, por ejemplo, aquel extraordinario In my room que nos regaló Mati Diop. Aquellos apuntes fabulosos que con forma de Fashion Film mezclaban con una fuerza indudable la memoria, el homenaje y el sentimiento de aislamiento.
Lo de Lou Ye es otra cosa porque, en primer lugar y ante todo, es una enorme película. Un portento a nivel estructural. Comienza planteándose como una suerte de forzado falso documental al que se le ven las costuras, de pronto se convierte en un thriller asfixiante, minutos después es un melodrama desgarrador y, de pronto, se abisma en un uso profundamente conmovedor del metraje encontrado por redes haciendo chocar con furia todas las capas anteriores. Por momentos se convierte en un musical exuberante que multiplica el espacio interno de plano en una colección de ventanas multicolores de extraña belleza, y apenas cinco minutos después plantea una intimidad desgarradora entre dos rostros que se miran a través de un teléfono móvil. Salta de un lado a otro del espectro cinematográfico sin el menor vértigo, demostrando que Ye puede rodar cualquier película, puede contar cualquier historia, puede hacer que su cine se dirija sin titubeos hacia el registro que quiera… pero que ha decidido, contra todo pronóstico, bucear en el agujero del trauma.
Dar forma al recuerdo de los difuntos es, precisamente, eso. Ofrecer a los vivos un lenguaje con el que poder recordar lo que ocurrió, escuchar aquello que hemos guardado en la recámara del alma, aquello que aparentemente hemos superado como sociedad y que estamos deseando convertir en una nota a pie de página de la historia contemporánea.
IV.
Y es que, decía, Una película inacabada comienza con un equipo cinematográfico que «resucita» un viejo ordenador para rescatar los brutos de un largometraje incompleto rodado diez años atrás. Volver a las imágenes pretéritas para encontrarse a uno mismo, para ver quién era y qué queda de aquello —motor, por cierto, de una gran parte de ese found footage autoconfesional y cansino que ya satura ciertos canales audiovisuales rascando por enésima vez los videos de las vacaciones familiares. El salto al vacío es que Lou Ye demuestra que esos ejercicios de «autoficción» se quedan en un simple fuego artificial inane y un tanto vergonzoso —un exhibicionismo de clase alta acomodada— cuando no se actualizan en el presente, esto es, cuando no sirven únicamente para cicatrizar la pequeña heridita burguesa de la falta de amor paterno o materno —el «sucio secretito familiar», que decía Deleuze entre risas—, sino que van al verdadero problema social del mundo que compartimos y que construimos. Según avanza, su película se aleja de sí mismo e incorpora una dolorosa alteridad: una mujer que sigue un coche fúnebre entre aullidos por una ciudad confinada. Un edificio en llamas que consume a sus habitantes por una mala gestión política. Pero también retrata, a la contra, la inmensa e imparable fuerza del ser humano, su creencia total en el baile, en la risa, en el absurdo mismo con el que se celebran los rituales —la secuencia de la celebración de año nuevo es, sin duda, portentosa—, y así demuestra que el cine, al que tanto se acusa de estar en horas bajas frente a sus hermanos audiovisuales, es capaz de llegar más lejos que todos los demás: sigue siendo el portador de la memoria, el encargado de suturar el trauma, el medio absoluto para que ese siglo XXI desquiciado, bipolar y autodestructivo siga, pese a todo, construyendo sociedades. Para que sigamos creyendo que hay algo más allá de nuestra propia y repugnante mezquindad —¿recuerdan a los «policías de los balcones»?— que merece ser compartido y mantenido.
El cine no podía defender —como hicieron tantos pobres hombres y mujeres equivocados en su momento— que «tras el COVID saldríamos mejores» porque la propia hipótesis es tan opuesta a la realidad que se agotaría en sí misma. Sin embargo, gracias a Lou Ye y a su equipo ha decidido ir en otra dirección mucho más utópica, mucho más descabellada, mucho más alejada de las modas y los lugares comunes de la autoayuda para volcar todas sus fuerzas en demostrar —y aquí está la clave— que el cine, pese a todo, sigue teniendo la fuerza de simbolizar el mayor de los desgarros sociales, económicos, espirituales y personales vividos por la humanidad en la última década.
Ahora que en todas partes se escuchan gritos de odio, la película de Lou Ye emerge como una promesa desquiciada: las cosas no irán a mejor, pero mientras existan hombres y mujeres lo suficientemente buenos, inteligentes y valientes para hacerlo, alguien podrá contarlo. Y al hacerlo, nos salvará de la desesperación. ♦
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