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    Entrevista a Álvaro Gago, director de «Matria»

    Desde su estreno en la Berlinale, Matria se presenta como una de las óperas primas que marcarán el año. La película, que cuestiona el mito del matriarcado gallego, sigue a Ramona, una mujer atrapada en un contexto personal y laboral asfixiante. Hablamos con su director Álvaro Gago sobre el proceso de creación de la historia y la protagonista, que está inspirada en un personaje real: Francisca, la mujer que cuidó de su abuelo.


    Entrevista a Álvaro Gago
    Texto de Kevin Rodrigo Pérez | | Madrid


    Matria es tu primer largometraje. ¿Cómo ha sido el proceso de escritura partiendo del corto, de la esencia de Francisca y lo que querías contar?

    Largo, tedioso, desesperante por momentos y muy luminoso por otros… que son los menos, pero te animan a continuar. Ha sido un ejercicio complejo de distancia: estoy muy cerca de la esencia de la película, personificada en Francisca Iglesias, y es difícil a veces dirimir qué es realmente interesante y qué no. Ahí entra el diálogo con los productores y amigos cineastas: verbalizar te da una cierta perspectiva del material. Me costó confiar en que una trama tan fina, centrada la toma de conciencia interior de la protagonista, se pudiese sostener durante casi cien minutos. Y hubo un camino hacia lo íntimo: en las primeras versiones del guion era mucho más política en la superficie. Luego se fue subyugando a la historia de revolución íntima y personal de Ramona.

    En la película son fundamentales los espacios. ¿Qué importancia tienen en ese proceso?

    Mi proceso de escritura es bastante experiencial. Necesito conocer los espacios, cómo huelen y cómo están organizados espacialmente, cuánto miden de largo y de ancho. Haber estado en diferentes momentos en los que pueda percibir el cambio de luz. Fundamentalmente es enfrentarse a cómo te hacen sentir. Si las sensaciones tienen que ver con las que estás manejando en la escena, es un buen punto de partida. Aunque cada uno es un mundo, es muy posible que la actriz o incluso el equipo técnico sientan lo mismo que tú en ese lugar. Prefiero estar en el terreno que detrás de la mesa. El trabajo de campo te expone al espacio y a unas personas, que son elementos bastante caóticos.

    ¿Cómo se concilia ese caos con la escritura de un guion de ficción?

    La realidad es difícil de ordenar, pero tienes que hacer precisamente eso. Escribir el nombre del personaje, una línea de diálogo, una descripción… En una página es difícil hacer un espejo de lo real. El guion domestica mucho todo, y ese proceso es lo que más me cuesta. Y después lo tienes que abrir de nuevo, porque el guion es solo una guía: lo domesticas para deshacerlo en rodaje.

    Partes de cosas muy físicas.

    Trabajar así te permite dejar un poco de lado la razón y obtener impresiones a través de tus sentidos, que tienen más que ver con la intuición. Intento confiar en esas pulsiones fuertes, porque son las que me van a empujar a casarme con un proyecto que tengo que estar cuatro o cinco años sacando adelante, financiando, etc. Tiene que haber algo muy sentido. Visitar los espacios, conocer a la gente, pasar tiempo allí…

    La película es muy ajetreada, por momentos casi parece un thriller, pero siempre con planos muy largos. Lo juegas todo al ritmo interno de cada uno. ¿Cómo te planteas ese dispositivo formal?

    La creación de ese ritmo interno es de las cosas que más disfruto. Hay momentos, no muchos, que persigo durante todo el rodaje. Son una especie de trance creativo: esa melodía de la voz que se une a un movimiento del actor y de la cámara, quizás un sonido que proviene del fuera de campo, y todo coincide de manera muy musical. Con Lucía [C. Pan], la directora de fotografía, nos preguntamos constantemente si podemos simplificar el dispositivo en favor de una interpretación más inmersiva, en este caso, de María [Vázquez]. Para mí es importante que al espectador le llegue de manera poco artificial la emoción de quien está en pantalla y también de quien lleva la cámara. En ese aspecto de su trabajo, Lucía es una maestra absoluta, tiene una gran capacidad de empatía. Yo le pido que el razonamiento venga antes o después, pero nunca durante la filmación. Que en el rodaje escuche a su instinto y traslade lo que siente al dispositivo. Creo que una linealidad y pocos cortes favorecen que se pueda sentir a quien está filmando. ¿Podemos contar esta escena en dos planos y no en tres, como teníamos previsto?: esta ha sido una pregunta recurrente. Es estimulante porque nos hace cuestionar el punto de vista, la distancia con lo filmado, el ángulo desde donde filmamos el sujeto. Hay una voluntad de ejercer una influencia lo menos notable posible desde el punto de vista técnico. No creo en la objetividad plena, siempre hay alguien que está mirando, pero creo que puede haber una dirección más o menos intensa. Lo que intento es que haya una variedad de personas mirando a través de la apertura del proceso creativo, y que se note lo menos posible el dispositivo. No sé hasta qué punto lo conseguimos, es un primer esfuerzo. Bergman, Renoir o los Dardenne llevan esa simplificación, ese destripado, hasta su verdadera esencia.

    Es una identificación muy directa porque no la intervienes todo el rato con el montaje.

    Sí, exacto. Y es divertido. Es un reto plantearse el trabajo de cámara como una especie de danza, como si quien está delante y detrás fuesen una unidad. Es algo que me motiva.

    ¿Trabajar así requiere mucha coreografía y ensayos?

    Mucha preproducción. Lucía se empapa de las localizaciones igual que yo, y hacemos ensayos in situ de las escenas más complejas de coreografía. Con los actores y actrices, depende. Esas escenas que requieren una danza más compleja con Lucía se trabajan más y de manera más concreta. Hay otras que no se ensayan como tal. A lo mejor trabajamos sensaciones, vamos a la esencia y las emociones que queremos transmitir, pero no desde el guion, sino desde la improvisación o una experiencia personal, o ensayando pasajes de la biografía y memoria de los personajes. Eso depende de con quién esté trabajando, intento amoldarme a las necesidades del intérprete.

    ¿Cómo ha sido ese trabajo con María Vázquez?

    Una gozada. Yo la tenía en la cabeza desde hacía mucho tiempo: edité Trote, la ópera prima de Xacio Baño, donde ella tenía el papel principal. Hubo una especie de flechazo, que no es otra cosa que las ganas de filmar a alguien. Una atracción, que no es física ni sexual, por filmar ese rostro; la misma que puedes sentir por filmar un paisaje. María desde el inicio demostró una determinación, si cabe, mayor que la mía. Eso hacía muy difícil pensar en otra persona. Ella entró en el proyecto un año antes del rodaje, hizo todos los castings conmigo y construyó el puzle a su alrededor de manera muy orgánica. Después vino a vivir períodos de tiempo a Vilanova e hizo los trabajos que realiza en la película. Salir en barco, encordar mejillón y desdoblar mejillón, exponerse al frío de las cuatro de la mañana en casi invierno en Galicia... Ha realizado un trabajo inmersivo muy fuerte, sensorial y lingüístico, con una voluntad de crear y arriesgarse. Es la combinación perfecta.

    De nuevo, cosas muy físicas.

    La película confía su interpretación al cuerpo, sobre todo en la primera parte, y progresivamente va poniendo las emociones en el centro. De ahí también la elección de María: hacia el lugar interpretativo al que caminábamos hubiese sido injusto cargar a Francisca, la protagonista del cortometraje, con esa responsabilidad. También por otras razones, como la edad. Me parecía que esa revolución personal era más creíble y ardiente en una mujer de cuarenta y pocos que en una que ronda los sesenta, que está bastante quemada y es más difícil abrir esos nuevos horizontes. María trabaja mucho desde el cuerpo. A través de ciertas acciones que quizás yo no contemplaba, puede llegar a una emoción.

    ¿Cómo ha sido pasar de contar la historia de Francisca a desplazarla a María?

    Francisca forma parte de esta película. No solo delante de las cámaras, donde tiene un papel pequeñito, sino durante todo el proceso. La relación entre ellas, que era una de las grandes cuestiones, fue un flechazo también. Las dos fueron muy generosas. Francis estuvo en muchos ensayos y María aceptaba su presencia. No solo eso: también sus comentarios, porque Francis no es cineasta, pero podría serlo. Es una cineasta en potencia. Por supuesto, ella tiene un conocimiento muy profundo de lo que hablamos, pero además tiene un sentido muy fuerte del ritmo cinematográfico y el tono interpretativo. Siempre estaba por ahí y de vez en cuando nos daba sus direcciones, habitualmente muy acertadas. Se la sentía muy presente, aunque dejara el papel protagonista.

    ¿Tienen similitudes las dos?

    En cuanto a qué tipo de personas son y qué necesitan, sí. Francis trabaja muy bien desde lo corporal. En el cortometraje, ella llega al llanto en la bicicleta porque rodamos en una carretera que tiene un poquito de desnivel, y eso no es una elección trivial: le costaba pedalear y eso le ayudó al llanto. María tiene más recursos, pero en parte también trabaja desde ahí. Y puede viajar a lugares más oscuros sin caer tan bajo. Con Francis, en general con las personas que no tienen experiencia previa, hay que tener cuidado. Puedes guiarlas hacia un lugar emocionalmente muy complejo, y fácilmente se pueden quedar ahí tiempo largo porque no tienen los mecanismos técnicos para salir. Eso con María no era una preocupación.

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