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    Cine Alemán Siglo XXI

    Festival de Cannes 2016 | Día 1. Críticas: Café Society / Sieranevada

    Kristen Stewart ('Café Society') en Cannes

    Comienza la cita cinematográfica más importante del año, y lo hace con una fuerza inusitada en este tipo de certámenes. Las dos películas que se presentaban a prensa se han saldado, bajo nuestra humilde óptica, con un gran éxito debido a sendos ejercicios de realización impecables. La apertura no podría haber sido más apropiada, consiguiendo que el ritmo y la dinámica del metraje se apoderaran del humor de unos agradecidos asistentes, quienes premiaban con aplausos el ineludible talento y la soltura creativa de un genio del humor que ya no sólo presume de ingenio retórico, sino también de eficiente frecuencia. El segundo filme mantenía el buen humor aunque con un trasfondo mucho más dramático y un montaje muy pausado y sobrio que acentuaban las tres horas de duración de este fabuloso ejercicio sociológico llamado Sieranevada. Como no podía faltar en la mítica sesión de las 19.00 en la sala Debussy, el recurrente y legendario grito de “¡Raúl!” no se hizo esperar antes de la proyección y, además, sonó con atronadora firmeza logrando los aplausos de los veteranos que ya conocen la historia, y la incertidumbre de los neófitos que viven cada excentricidad cannoise con una mezcla de júbilo y terror. Cannes… There we go!

    CAFÉ SOCIETY

    Woody Allen, Estados Unidos, 2016 / Inauguración (Fuera de Competición).

    La risa del escéptico lo confirma. Woody Allen, cuyos estrenos se convirtieron en una inevitable rutina anual para muchos agnósticos del ingenio del neoyorquino, consigue conciliar a la crítica por medio de aquello que mejor sabe hacer: el humor. Con una sonora carcajada unánime, el público de la sala Debussy se deja llevar distraído a través de los nuevos desasosiegos amorosos del hipocondríaco cinematográfico por antonomasia. La ecuación de Café Society parecía infalible desde el principio; Woody Allen y Steve Carell, dos leyendas del humor que revolucionaron la forma de entender la comicidad en dos momentos muy diferentes de la evolución fílmica —la proclamación de la comedia romántica como género independiente y el asentamiento de la televisión como competidor acérrimo del largometraje respectivamente—, unidas en un proyecto que amalgama experiencia y renovación a partes iguales. La película abre con una fotografía que desconcierta tanto por su belleza como por un inquietante aire de inusitada gravedad estilística. El tres veces ganador del Óscar, Vittorio Storaro (Apocalypse Now, 1979) presenta sus credenciales mediante un azulado filtro, bastante más contrastado de lo que acostumbramos a ver en los trabajos del realizador, que nos descubre un cambio inicial de óptica y enfoque. La composición enmarca un paisaje romántico vivificado por una luminosidad exterior que, con sus destellos, impregna la imagen de un toque de sublime irrealidad que se enfrenta a la oscura sobriedad con la que son representados los escenarios interiores. Un contraste visual que acompañará al conflicto clasista apreciable entre la fastuosa escena hollywoodiense, llena de celebridades del mundo del espectáculo, y el panorama provinciano-folclórico, ejemplificado en una familia de judíos de Brooklyn, cuna de Bobby, el protagonista del filme, que decide hacer un viaje de costa a costa para visitar a su exitoso tío Phil, de quien espera un empujón en su incipiente carrera profesional en Los Ángeles. Tras una llegada un tanto turbulenta, marcada por la imposibilidad de Phil para encontrar un hueco libre en su agenda donde encajar a su sobrino, y la aparición de prostitutas judías sin experiencia laboral, el joven por fin logra una oportunidad que le lleva a encontrarse en una posición muy cómoda rodeado de todos los actores que siempre había admirado. Entonces surge el ineludible dilema sentimental, un triángulo amoroso caracterizado por un juego de certezas e incertidumbres en el que el protagonista se mantiene en una posición ingenuamente neutral hasta que es expulsado del juego de forma dolorosa y tiene que volver a casa. La parodia se mezcla muy sutilmente con el romanticismo gracias al gran oficio del veterano quien, aprovechando un misterioso fallo de electricidad, deja a los amantes bajo la luz de las velas en una composición inmaculada de la escena romántica perfecta.

    Establecido de nuevo en Nueva York, Bobby rehace su vida como regente del Café Society, un local glamuroso que mantiene unida a su familia, la cual ha encontrado una estabilidad existencial gracias a las pertinentes soluciones que Ben, el hermano mafioso de Bobby, encuentra para cualquier problema que pueda aparecer. Todo funciona como un reloj hasta que, de improviso, reaparece en la vida del protagonista su antiguo amor: Vonnie, a quien ya había encontrado un conveniente “reemplazo”. Una vez más, los designios del amor harán de las suyas ampliando ese triángulo a un cuarteto emocional. Allen evita demonizar a sus personajes, ni siquiera a aquellos que se enfrentan directamente contra el héroe, para restar dramatismo superficial a un mensaje que, en sus entrañas, es absolutamente devastador. El realizador simplifica los esquemas patriarcales y los lleva a un nivel de divertimiento y parodia extremo, caricaturizando como es habitual en él los clichés básicos del judaísmo. Sin embargo, si llevamos la mirada hasta un campo más profundo, alejado de todo ese histrionismo cómico, encontramos un mensaje desolador sobre la impotencia y la soledad del enamorado no correspondido. Dentro de un divertidísimo envoltorio, el director compone un retrato asombroso de dos personajes —Jesse Eisenberg y Kristen Stewart— que, en su brillante interpretación, son capaces de exteriorizar diferentes estados de ánimo con asombrosa naturalidad y una expresividad capaz de ilustrar fehacientemente los trabajos de personología de Charles Le Brun. (75/100).

    Sieranevada

    SIERANEVADA

    Cristi Puiu, Rumanía, 2016 / Competición.

    Rumanía, como la mayoría de países que conformaron el llamado Bloque del Este, fue incapaz de sobreponerse a los devastadores estragos del final de la Guerra Fría y, tras la caída de la Unión Soviética, se sumergió en un proceso de transición política que dividió al estado por completo haciendo que, todavía en el presente, las discrepancias ideológicas de ambos grupos hagan la convivencia dentro del país muy difícil. Cristi Puiu no ha dejado de incidir en esa desazón existencial que sufren los vecinos desde sus inicios en la cinematografía. Con esta nueva película, Sieranevada, el director vuelve a hacer uso de su agudo sarcasmo para mostrar el proceso de aceptación y habituación a un sistema político con más de 20 años pero que, para las antiguas generaciones, seguirá siendo denominado como “el nuevo gobierno”. Ese choque entre las dos Rumanías, magistralmente representado mediante la figura y el padecimiento del moribundo señor Lazarescu —La muerte del Sr. Lazarescu, 2005—alborea considerablemente en esta cinta que, sin perder ese cinismo noir, dulcifica o, cuando menos, adorna eufemísticamente las miserias por las que atraviesa la sociedad contemporánea sometida a la brutalidad y al egoísmo occidental. Sin condescendencia ni concesión alguna al espectador, el realizador nos enfrenta a una situación conocida por todos y temida por muchos: afrontar la muerte de un ser cercano y, al mismo tiempo, sentir la frustración, no sólo de la pérdida, sino también la de la herencia conceptual, la pérdida intangible del control sobre el futuro de alguien que ya ha dejado de tenerlo. La trama se centra en el regreso del hijo pródigo que vuelve a casa como el líder y la figura patriarcal de una familia disfuncional en el aniversario de la muerte del patriarca. Lary se verá involucrado en la complicada tarea de conmemorar la muerte de su propio padre, en el momento que comprueba que no va a ser sencillo establecer unos patrones básicos de duelo cuando todo el mundo parece conocer mejor que nadie los fundamentos principales y los problemas imponderables que rodean al núcleo familiar, centrados en un protocolo arcaico y sin sentido para los miembros más jóvenes del clan.

    Se aprecia en el proceder de los personajes el miedo, la inseguridad y la falta de confianza derivados de una firme necesidad de controlar el destino de los demás con la absurda esperanza de así poder controlar el suyo propio. Como en la mayoría de ocasiones, no se trata de buscar una solución lo más conveniente posible de manera desprendida y mirando por los intereses del perjudicado, sino que se incurre desesperadamente en proteger los propios afanes por medio de un complejo de inferioridad fruto de esa inestabilidad política inherente. Y la política es, precisamente, lo que lleva al desastre una velada de tintes buñuelianos en la que una fuerza invisible impide a los asistentes probar bocado alguno del banquete conmemorativo preparado. Puiu se apoya en unos planos larguísimos, para crear la sensación de extenuación que sufren todos los personajes, al tiempo que la cámara se sitúa en un rincón mientras filma, con un sutil movimiento de vaivén, el transcurrir de los acontecimientos que ocurren a su alrededor. Al llegar al apartamento donde se lleva a cabo la ceremonia, la lente se sitúa en el rellano y mantiene esa posición para aportar una sensación claustrofóbica propia de un espacio reducido, mientras captura todo lo que ocurre, tanto dentro de su campo como fuera, en un juego de puertas que se abren y se cierran dejándonos ver la distribución del hogar —clara separación espacial y funcional en función del sexo— que funciona como una alegoría del propio país; un país no sólo fraccionado de manera machista, sino también completamente dividido ideológicamente. Aquí encontramos la sutil metáfora con la Rumanía de ayer, enfrentada a consecuencia de un régimen político, y la de hoy, que se escinde por la inercia hereditaria, y discute por motivos irrelevantes y banales pero que son abordados con una gravedad tan extrema que raya lo hilarante y caricaturesco. En ese humor es en el que se apoya Puiu para presentar las dos versiones de las nuevas generaciones de ciudadanos rumanos: los que actúan con la displicencia condescendiente y altiva de quien se mantiene fiel a la historia oficial y aceptada, y los que rebaten con el ímpetu violento y extremista de quien trata de defender una causa perdida y envuelta en una teoría conspiratoria antigubernamental. Sin dejar de introducir nuevos caracteres a cada momento, el realizador trenza una maravillosa analogía de la decadencia y la irrelevancia del destino individual en clave de un humor irresistible. (75/100).


    Alberto Sáez Villarino
    © Revista EAM / 69ª edición del Festival de Cannes


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