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    Festival de Las Palmas (II) | Críticas: Kaili blues + La familia chechena + Leonard Cohen: Bird on a wire

    Kaili blues

    Si durante los días pasados pudimos ver en el XVI Festival Internacional de Cine de Las Palmas de Gran Canaria el despliegue de interesantes secciones como Panorama, Canarias Cinema o las proyecciones al aire libre del ciclo Neo Western, hoy hemos podido acercarnos finalmente a la Sección Oficial, compuesta por doce películas a competición a lo largo de los siguientes días. El inicio ha llegado con la proyección de La familia chechena, de Martín Solá; una exploración de la barbarie de la batalla de Grozni a través de los ritos sunís como asidero ante la angustia. Asimismo, brilló con luz propia el primer largo del joven cineasta chino Gan Bi. Kaili Blues, premiada en Locarno, es un hermoso viaje al universo regional, los oscuros errores del pasado y el contenido onírico de un personaje tan sutil como sugerente, rodeado por notas de realismo mágico. Por supuesto, la irrupción de la Sección Oficial no ha ralentizado ni obstaculizado el desarrollo de las demás propuestas que ofrece el festival. La renovación del Western continúa siendo posible, y prueba de ello es Slow west, de John Maclean, una sugerente revisión de los elementos presentes en el género cuya eficacia fue demostrada en pasados festivales como Karlovy Vary o Sitges y en los London Critics Circle Film Awards. También asistimos a la primera parte de la muy recomendable revisión de Las mil y una noches del talentoso cineasta portugués Miguel Gomes. Por su parte, el Monopol Music Festival emitía Leonard Cohen: Bird on a wire, documental sobre las glorias y miserias del compositor y cantante canadiense, grabado en una gira europea de 1972 y restaurado en 2010, así como Mr Dynamite: the rise of James Brown, de Alex Gibney. Además, el ciclo Déjà Vu recordaba la obra del maestro Orson Welles Campanadas a medianoche (1965). Mañana continuaremos descubriendo las cartas de las películas a competición.

    Kaili Blues (Lu bian ye can, 路边野餐, dirigida por Bi Gan, China, 2015) [Sección oficial]

    Dentro de las muchas innovaciones que supuso el tormentoso siglo XX para el desarrollo de la concepción del Arte, quizás la mejor transmutada al lenguaje cinematográfico actual, junto al Surrealismo, es el denominado Realismo Mágico. Aquella serie de factores fantásticos, apariciones fantasmagóricas, distorsiones espacio-temporales y vendavales apocalípticos que asolaron Macondo —percibidos como absolutamente normales o plausibles por sus habitantes— en Cien años de soledad, de García Márquez (quizás máximo exponente, que no único), ha sido uno de los temas de los que se han servido cineastas tan distintos como Tim Burton, Jean-Pierre Jeunet, Lisandro Alonso o Apichatpong Weerasethakul en sus propuestas narrativas. Tal es el caso del joven director Gan Bi. Su carta de presentación internacional, tan arriesgada como deben ser todas las óperas primas, ha sido ya premiada —y por partida doble— en el pasado Festival de Locarno. Y hoy hemos podido asistir a su proyección en el XVI Festival de Las Palmas, dentro de la Sección Oficial. Kaili Blues (2015) responde, como las propias leyes del Realismo Mágico, a un tiempo y una velocidad propios. De modo que requiere la aquiescencia del espectador para desplegar su potencial. Mediante un tono austero en información —los detalles se van generando de manera orgánica sin concesiones gratuitas—, se presenta la vida cotidiana de Chen, poeta y médico de barrio en el municipio homónimo del sur de China, región montañosa y rebosante de una extraña voluptuosidad natural. Con cuentagotas y largos planos, vamos formando progresivamente una estructura del entorno y relaciones sociales del protagonista, quien se esfuerza continuamente por prodigar al pequeño Wei Wei los cuidados que el padre, su hermano, no tiene, ni mucho menos, como prioridad. La relación de Chen con el tío de la criatura exhibe una tensión elevadísima, como si ocultasen algún oscuro asunto del pasado. En el pueblo, un loco que pasea con ramas atadas a los codos para espantar a supuestos monstruos misteriosos quizás sea más bien un profeta. La quietud del entorno y del propio Chen pronto se enturbian cuando descubre que su hermano ha decidido vender a Wei Wei, y habrá de emprender un viaje en su busca. A partir de entonces, la historia se traslada del plano fijo a un brillante plano secuencia —obra del director de fotografía Wang Tianxing—. Por el camino, el protagonista verá entremezclado el presente, el pasado y los elementos oníricos en realidades paralelas o posibles, llevando de la mano al espectador hacia su atormentada mente. La catarsis narrativa asoma en medio de un miserable salón de peluquería, y cada palabra pronunciada destila una increíble belleza contenida, con precisión de maquinaria suiza. Conviene recordar para el futuro próximo el nombre del director chino, pues esta joya visual y argumental marca el inicio de una excelente carrera cinematográfica. (90/100).

    La familia chechena

    La familia chechena (íd, Martín Solá, Argentina, 2015) [Sección oficial]

    Una voz en off resuena con parcas palabras en medio de un tumultuoso conjunto de percusión, canto y danza. Los cuerpos en movimiento se difuminan y entremezclan, haciendo casi imposible diferenciar unos de otros. La reiterativa música, con alguna sutil variación, va influyendo en el estado emocional de los sujetos y, a su vez, en el espectador, que mira a través de la pantalla. Así comienza La familia chechena (2015), primera película mostrada en la Sección Oficial del Festival Internacional de Las Palmas de Gran Canaria. El director argentino Martín Solá trae al festival su aproximación a la guerra entre Rusia y Chechenia, uno de los más terribles conflictos de finales del siglo XX. Y lo hace con una óptica muy particular, un planteamiento basado en la sutileza y el intimismo. Se nos presenta a Abubakar, hombre casado y con familia numerosa, quien es uno de los cuerpos en movimiento retratados en el prólogo de la película. Esta danza se llama Zikr y es parte de la tradición sufí. Se ejecuta de manera grupal y consiste en la invocación a Dios, o Alá. La repetición de mantras transporta la conciencia individual hacia un estado de éxtasis, y esto es lo que hace hoy Abubakar, lo mismo que hacía de igual manera durante la peor etapa del más cruento episodio bélico en Grozni. El Zikr sirvió como refugio, único sosiego al que aferrarse entre la violencia. La cámara capta desde un primer plano muy cerrado la dinámica, y sostiene la mirada sin perder un ápice de la carga espiritual que transmite. Transporta al espectador al núcleo de la danza, como si fuese parte de ella. De entre los rostros borrosos, alguno fija la atención. Exhibe una devoción angustiosa que acaba en lágrimas e inusitado júbilo. Y es este el elemento más importante de La familia chechena: el contenido emocional que surge de la confrontación con el Horror. Un breve interludio acerca al espectador a la narración de una anciana, probablemente la madre de Abubakar. Cuenta con desgarradora sinceridad cómo fue deportada en 1944 por el régimen Estalinista y enviada a un campo de trabajos forzados, momento que lleva a consideración la universalidad de la guerra y los exactos resultados que produce, sea cual fuere la contienda, en la parte más sensible: los civiles indefensos. De nuevo asoma la constatación de que, probablemente, el sufrimiento también es un elemento susceptible de heredarse, como si se tratase de cualquier otro bien material o inmaterial. Continúa el Zikr catártico y la cámara se aproxima más y más hasta fundir a negro en algunos instantes, ante la cercanía de los cuerpos. Y a modo de epílogo, asistimos a un simbólico recorrido en coche por las calles de Grozni, girando en un cruce hasta trazar el contorno de la mezquita de la ciudad, inaugurada en 2008. Resuenan en los oídos del espectador las palabras de Abubakar: «a veces me pregunto si una guerra de miles de años fue comprimida en unos meses». Esta propuesta quizás no sea apta para todos los públicos, dado su carácter de inmersión, sin estructura narrativa al uso, pero es, desde luego, sinceramente recomendable. (68/100).

    Leonard Cohen: Bird on a wire

    Leonard Cohen: Bird on a wire (íd, Tony Palmer, Reino Unido, 2010) [Monopol Music Festival]

    A menudo, como suele ocurrir en otros ámbitos, cuando el artista, debido al tipo de materia con que trabaja, se ve expuesto a constante contacto con los espectadores o receptores de la obra, acaba dificultándose la diferenciación entre el yo ficticio, y la persona real detrás de las proyecciones que su trabajo genera. En el caso de los actores —de cine, sobre todo— y los músicos, esta cuestión se agrava, dado que funcionan en una estrecha relación con el público. Debido a esto, en los últimos años han proliferado los denominados reality shows, programas pseudodocumentales que explotan esta curiosidad por ver la faceta íntima de quienes consideramos, en cierta medida, nuestros conocidos. Pero, está claro; este retrato resulta impostado. Y en la curiosa mezcla de familiaridad, desconocimiento y admiración se fragua algo así como una ciega idolatría. El cineasta Tony Palmer, recordado por aquella aproximación a Frank Zappa que fue 200 motels (1971), acompañó al canadiense Leonard Cohen durante una larga gira musical realizada en el año 1972 por toda Europa hasta concluir en la ciudad israelí —o no, según a quién le pregunten— de Jerusalén. Más de cuarenta años después, editó el material grabado y lo configuró como el documental Leonard Cohen: A Bird on a wire (2010). Por aquel entonces, Cohen se había apenas lanzado a su carrera musical, tras un inicio prometedor como poeta y novelista. Esta nueva faceta le supuso un inesperado éxito masivo, y canciones como “Suzanne” sonaron a lo largo y ancho del planeta. En el registro fílmico de Palmer, que, por cierto, no gustó mucho al equipo en su primer montaje, se observan las vicisitudes de un dubitativo artista, consciente de que su voz no es óptima, sobrecogido a veces por el impacto en sus admiradoras y vulnerable ante los inconvenientes sufridos durante la gira. En Berlín canta “Story of isaac” como una alegoría al sinsentido de la violencia bélica, sirviéndose de la fábula bíblica de la prueba de fe que exigió Dios a Abraham. “[…]I’ve had a vision / and you know I'm strong and holy, / I must do what I've been told […]”. Más que las pequeñas curiosidades, los recovecos más o menos íntimos que observamos en la película —el llanto ante el final del tour, la gestión de la mala calidad del sonido durante algunos conciertos—, lo más interesante es, sin duda alguna, la música. Los momentos en los que canta “Chelsea Hotel” o “Who by fire” llegan cargados de lirismo al espectador y transmiten la emoción que pudieron sentir los asistentes. También brillan algunos episodios de clarividencia en conversaciones con el músico, como el discurso de final de show, donde Cohen habla al público y presagia que quizás sus nietos verán aquel momento inmortalizado por la cámara y recordarán las palabras “There is no reason why you should remember me”. El paso de los años ha demostrado, cómo no, que el canadiense es uno de los mejores artistas de su generación, y aquí vemos cómo fueron sus tímidos y paradójicamente fulgurantes inicios. (65/100).


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