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    La chica que sanaba
    Cine Alemán Siglo XXI

    Festival de Gijón 2015 (V) | Críticas: Masaan + Zurich + Lamb

    Masaan

    Despertares sexuales

    Crónica de la sexta jornada del 53º Festival de Gijón.

    La potencial virtud de todo festival internacional, además de su capacidad de dar a conocer ese cine que por las vías más convencionales cuenta con escasos (o inexistentes) medios para llegar al público, reside en la manera en la que las apuestas de su programa crean diálogos entre ellas. Ya se sabe, los grandes temas son muy pocos. La perspectiva, la sensibilidad y el contexto desde el que se tratan es lo que aporta variaciones infinitas. Centrándonos en la sección oficial de Gijón de este año, dos de sus películas nos permiten divagar sobre una temática estrella. El despertar sexual en la adolescencia. Desde mundos tan alejados como Estados Unidos y la India. Las protagonistas de The Diary of a Teenage Girl y Masaan comparten condición de púberes que comienzan a explorar los placeres del eros. Ambas, además, lo hacen influidas por la sociedad que las rodea y los valores morales dominantes que entran en conflicto con sus propias inquietudes. Minnie, la teenage girl del título, trata de narrarse a sí misma mediante un diario en el que expresa sus vivencias sexuales a partir del affaire que mantiene con el novio de su madre. El tratamiento de The Diary of a Teenage Girl, por tanto, opta por sumergir al espectador en la expresión de intimidad más carente de pudor que puede existir: la de una chica que habla para sí misma, sin censuras. Exactamente en el extremo contrario de involucramiento en el que nos sitúa Masaan con respecto a Devi, su adolescente protagonista, a las que la policía india ha detenido por mantener relaciones sexuales prematrimoniales y amenaza con llevarla a la cárcel y convertirla en carne de escándalo sexual mediático. Devi está filmada desde un fuerte hermetismo, que apenas permite intuir sus motivaciones y los sentimientos que bullen en su interior. La cámara de Masaan se detiene a menudo en la indolencia que expresa su cuerpo, en el hastío que puede leerse en su mirada, en su silencio cargado de tedio existencial.

    Las dos aproximaciones tan opuestas a Minnie y Devi no son casuales, por supuesto. Ambas adolescentes atraviesan un despertar sexual problemático, pero las raíces son opuestas. Como señaló nuestro compañero Alberto Sáez en la crítica que este medio publicó de The Diary of a Teenage Girl, Minnie se ve condicionada por la transformación cultural que la rodea (la cinta se ambienta en 1976): justo ese momento en el que la revolución sexual de los sesenta empieza a fundirse con el nuevo paradigma de belleza corporal (la ultradelgadez, que entra en conflicto con el físico curvilíneo de Minnie). Es decir, cuando el hedonismo se mezcla con el consumismo, y su carácter de liberación muta en una especie de imposición. Disfrutar del sexo se convierte en un imperativo social a la vez que su carácter espontáneo se codifica en cánones. Se trata de una transición del “puedes ser...” al “tienes que ser...” que, bajo sus vestiduras de liberación sexual, camufla un afán totalizador. La insatisfacción de Minnie deriva de la pugna entre su deseo de ser querida de forma incondicional y la presión (primero impuesta desde fuera, como se aprecia en su relación con su madre, y luego autoimpuesta) de plegarse a una manera estandarizada de vivir el sexo y concebir la belleza. Minnie representa el lado oscuro de la revolución sexual. Mientras que Devi se sitúa, precisamente, en el estado de las cosas contra el que esa revolución quiso reaccionar. En una India represora, cuyas fuerzas oficiales se sienten imbuidas de plena autoridad moral (peor aún, la sociedad sustenta de forma tácita esa autoridad) para decidir de qué manera debe vivir cada mujer su sexualidad. Violencia e intimidación mediante. Mientras que Minnie es el producto de proclamar la emancipación sexual para luego homogeneizar sutilmente sus formas, Devi sufre una presión mucho más explícita. Por eso tiene tanto sentido que la primera narre su conflicto desde una verborrea que da cuenta de su confusión, mientras que la segunda opte por guardar silencio frente a una represión frontal que no admite más ambigüedades: sabe exactamente de qué es víctima. Algo muy parecido, por cierto a lo que les sucede a las cinco hermanas de otra cinta que se ha proyectado en Gijón fuera de concurso. La turca Mustang, de la, para seguir profundizando en estas cuestiones, también pueden leer la crítica publicada en este medio.

    Masaan

    MASAAN

    Neeraj Ghaywan, India / Sección Oficial.
    por Miguel Muñoz Garnica.

    En muchas ocasiones, la mentalidad occidental ha querido ver en la India un país en el que se dan la mano un alegre y exótico colorismo con una espiritualidad pura, liberada de los ritos pomposos de la tradición cristiana y orientada al autodescubrimiento trascendental. Si repasamos la lista de elementos que han dado cuerpo a ese tópico, la ciudad sagrada de Benarés es uno de los más recurrentes. Un lugar de peregrinación a orillas del río Ganges al que acuden sobre todo enfermos y moribundos, ya que la tradición hindú establece que quien muera en esta localidad dará cierre a su ciclo de reencarnaciones. Su imagen más prototípica es la de los ghats, esas escaleras de piedra que descienden hasta el río y que se utilizan tanto para los baños purificadores de los peregrinos como para incinerar los cadáveres y que las cenizas sean recogidas por las aguas. Precisamente, uno de los escenarios recurrentes de Masaan es un ghat. Y el tratamiento visual y narrativo que se le da a este localización resulta muy relevante acerca de las intenciones de la película. Ese ghat es el lugar de trabajo de uno de los protagonistas, un antiguo profesor de sánscrito que se dedica a vender baratijas en un tenderente, además de sacarse un dinero extra haciendo que el niño que trabaja para él participe en una competición acuática en la que los hombres hacen apuestas. Es decir, que uno de los elementos más sagrados de la India es mostrado como sitio de recreo y entretenimiento frívolo.

    Así, Masaan se desvela como una cinta con un claro afán desmitificador. Con ganas de derrumbar tanto el estereotipo oriental que ve a la India como un paraíso de la espiritualidad como uno de los grandes estereotipos pergeñado por el propio país que, Bollywood mediante, ha querido contarse como un mundo de cuentos de princesas, romances, cantos, bailes y colores cálidos. Neeraj Ghaywan crea un relato pretendidamente crudo de los aspectos menos amables de la sociedad india: la discriminación sustentada en el sistema de castas, la represión policial y la falta de libertad de las mujeres. Lo hace alternando la historia de Devi, una adolescente a la que la policía encausa por mantener relaciones sexuales prematrimoniales, y Deepak, un joven que se enamora de una chica de casta superior. Ambos, por tanto, son personajes afectados por las problemáticas sociales mencionadas. De este modo, Masaan resulta estimable por sus ganas de meter el dedo en la llaga, de elaborar alto y claro un discurso de denuncia. El problema es que sus imágenes quedan demasiado sometidas a la intención. Ghaywan no logra insuflar vida a unos caracteres demasiado planos, en algunos casos construidos desde el maniqueísmo más descarado (como es el caso del policía que detiene a Devi). A lo que hay que sumar una estructura narrativa torpe, arrítimica, que no crea una conexión sólida entre sus dos tramas. Quizá sus mejores momentos haya que buscarlos en los planos que se limitan a filmar el cuerpo indolente de una Devi sumida en la apatía y el resentimiento, que son los únicos que a este crítico llegaron a despertarle la empatía. Y que apuntan precisamente al defecto del que adolece Masaan: que la sutileza y el silencio pueden ser mucho más expresivos que la proclama. [40/100]

    Zurich

    ZURICH

    Sacha Polak, Países Bajos / Sección Oficial.
    por Eva Hernando.

    La presentación del segundo largometraje de Sacha Polak en la 53 edición del Festival de cine de Gijón venía auspiciada por el éxito de su primer trabajo, Hemel, en el que una mujer se entregaba a relaciones sexuales compulsivamente tras la muerte de su madre. Con Zurich parece que ese interés y fascinación de Polak por retratar a mujeres rotas o en fuertes crisis vitales se mantiene. En Zurich, Nina, su protagonista, se muestra como una mujer desbordada por el dolor, moviéndose en una errática y misteriosa procesión por carreteras del norte de Europa en una itinerancia constante, haciendo autoestop, saltando de camión en camión y escondiendo un drama personal que solo se intuye. Zurich está dividida en dos partes o capítulos que no siguen el orden cronológico. Es la segunda parte la que inicia el filme. Es en este segmento donde somos testigos del comportamiento errático de Nina, como si buscase, en ese movimiento constante, el mismo gesto que al mecer a un niño le hace dormir. Solo manteniendo esa constante pervive la esperanza de sobrellevar el duelo, de superarlo para no quedarse a vivir en él. Nina aparece devastada no solo mental sino también físicamente y en una búsqueda permanente de contacto físico. Pero, al mismo tiempo, vive en un aislamiento autoimpuesto. «La gente siempre quiere estar en otro sitio», le cuenta a Nina un joven autoestopista al que recoge en la carretera. Lo dice con esa despreocupación con la que se usan las frases hechas cuando de tanto repetirlas su significado queda diluido, y, sin embargo, es el mejor resumen a ese viaje desquiciante y desesperado.

    La denominada primera parte pero que el guion de Helena van der Meulen sitúa al final, sirve para ir desatando los nudos del pasado que han provocado ese dolor y han llevado a Nina a una situación límite. Se pierde parte del tono poético del capítulo anterior para entrar en un terreno más explicativo, con una Nina funcional, se diría que hasta fuerte y segura. Polak construye, con el libreto de Van der Meulen, una crónica dura y áspera sobre el proceso de duelo. Zurich es un drama sobre el drama. El interés máximo de Polak es retratar la pérdida en sí misma, a veces mediante el uso de figuras surrealistas o alegóricas, otra sin retórica alguna. Es la forma de dar al duelo una apariencia física, una tangibilidad. El uso de una fotografía fría, predominante de tonos azules, redondea el halo de tristeza perpetuo en Zurich, como si, de tan frío, el aire se volviese irrespirable, a la vez que, se introduce conmovedora música coral en momentos concretos. Para su segundo largometraje, Polak eligió a Wende Snijders para el papel de Nina, en el que supone su sorprendente debut cinematográfico teniendo en cuenta el enorme peso que un drama como Zurich deposita en su personaje, ofreciendo una interpretación desgarradora, viva imagen de la devastación. Snijders es el gran descubrimiento de un filme que duele pero que no deja la huella que debiera. [60/100]

    Lamb

    LAMB

    Yared Zeleke, Francia, 2015 / Rellumes.
    por Víctor Blanes Picó.

    El pasado mes de mayo, por primera vez en su historia, una película etíope se pudo ver en el Festival de Cannes. Lamb, primer largometraje de Yared Zeleke que formaba parte de Un Certain Regard, sigue los pasos del joven Ephraïm, quien tiene que abandonar su pueblo natal junto a su padre y a su inseparable oveja Chuni debido a la sequía que azota la región. Mientras su padre se va a la ciudad a ganarse la vida, Ephraïm irá a vivir con unos familiares en una zona rural del país que tampoco ha escapado a la hambruna. Zeleke construye una película donde la trama del joven, que intenta ganar dinero a espaldas de su familia de acogida para volver a reunirse con su padre y continuar manteniendo a su querido animal, se utiliza como una excusa para retratar las costumbres y tradiciones de la sociedad de su país y los roles marcados por estas de los que intentan escapar los más jóvenes. Aunque filmada de modo correcto, resaltando el festín de colores que invade el día a día de los protagonistas y con una cuidada fotografía embellecedora, Lamb acaba cayendo en la trampa que ella misma teje, y esa sencillez e ingenuidad argumental la empujan a crear en un retrato plano, un tanto robótico y demasiado repetitivo de una sociedad cambiante en plena ebullición.

    La película se abre con una bellísima imagen que podría resumir el conflicto principal: sobre el lomo peludo de Chuni, la mano del niño acaricia con delicadeza sus mechones marrones. Esta capacidad de condensar en un pequeño detalle parte de la idiosincrasia de su personaje o del argumento no se vuelve a repetir a lo largo del metraje. Lamb cuenta poco en imágenes y demasiado en palabras. La fuerza de la rebelión de su prima, una mujer que quiere apartarse del papel tradicional reservado a la mujer y que se informa, lee y piensa, y el cotidiano desafío inintencionado de Ephraïm, quien tiene un don para cocinar (algo reservado exclusivamente al género femenino), quedan tratados de un modo superficial. Se intuye la intención del director de contraponer esta losa de la tradición ancestral frente a la libertad de la juventud construyendo dos personajes que son como ovejas negras que intentan descarriarse. Sin embargo, esa voluntad choca con el dibujo que pretende hacer de las costumbres mismas que provocan el conflicto, dejando a la película en un limbo extraño que no acaba de definirse. Cierto es que su propuesta parte de la mirada del niño, y puede que por eso desprenda ese candor naïf que al final juega en su contra, pero las alas que se autoimpone la cinta son demasiado cortas para conseguir volar y construir un verdadero discurso desde la infancia. Aun así, Lamb es ciertamente una película totalmente inofensiva, víctima de sus mecanismos narrativos, sí, pero cuya ligereza y humildad pueden llegar a entretener al público ávido de nuevos paisajes y culturas mostrados de una manera accesible. [50/100]

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