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    Spoiler Alert! | ¿Quién (no) ama a Bill Murray?

    Bill Murray, por Lorenzo Montatore | Todos los derechos reservados ©

    ilustración| Lorenzo Montatore
    lunes, 15 de diciembre de 2014

    Anoche saliste en la tele

    Durante su última intervención en el programa de David Letterman, Bill Murray, con esmoquin negro y una pajarita conscientemente torcida, como si fueran dos hélices, volvió a demostrar su condición de indomable culo inquieto. Allí evocó el chascarrillo de la despedida de soltero en un restaurante de Charleston (Carolina del Sur), habló sobre su próximo filme junto a Emma Stone, describió sus peripecias en Italia como espectador de primera fila en la boda de su gran amigo George Clooney y, por supuesto, tampoco olvidó mencionar su flamante nueva película: St. Vincent. Lo del restaurante se hizo viral hace unos meses, en primavera. Era un negocio "especializado en carnes"; Bill se encontraba allí cenando con varios amigos. Una noche más, quién lo diría, y sin embargo un encuentro inolvidable tras la penúltima copa. De camino a los servicios, situados en la planta baja, un joven reconoció al genio de Wilmette y se acercó a él para invitarle a la despedida de soltero que estaba celebrando un amigo suyo en ese mismo local, en otro salón, y para incitarle de paso a trasegar unos güisquis blend con la panda. Murray rehusó amablemente pero el chico llamó a la caballería, que reía juguetona y festejaba entonces sin referente alguno. Le convencieron cuando Bill ya no podía negarse porque en esas plazas una negativa tras otra es asignatura de insensibles y antipáticos con delirios de grandeza. Con todo, al verle llegar se les quedó la misma cara que a Tallahassee (Woody Harrelson) en Zombieland cuando hubo comprobado que ese Bill Murray era el auténtico y que, ah, ¡no mordía!

    —Dile algo al novio, Bill. Dale algún consejo a cámara.
    —¿Un consejo? Me pedís consejo y esto es como ir a un funeral, no sabes qué decir.

    A continuación grabaron un vídeo en el que Murray intentaba aconsejar, contraviniendo quizá su propia idiosincrasia, a los allí presentes: "Voy a dedicar este vídeo a los acompañantes del novio; para él ya es demasiado tarde. ¿Sabéis eso que dicen de que los funerales no son para el muerto? Pues las despedidas de soltero no son para el novio. Si crees que has encontrado a tu media naranja, no te limites a pensar lo típico: 'Ok, vamos a escoger un día, a planearlo, a hacer una fiesta y casarnos. Coge a esa persona y viajad alrededor del mundo. Comprad dos billetes para viajar por todo el mundo e id a lugares a los que es difícil llegar y de los cuales es difícil escapar. Y si cuando volváis, cuando aterricéis en el JFK, aún estáis enamorados de esa persona, casaos en el mismo aeropuerto". Después, a modo de colofón, Bill Murray y cía auparon al novio, que para éste debió ser como sentir/ver a Dios llevándole en volandas y guiñándole un ojo desde abajo como diciendo: Ánimo, hijo. Tú puedes.

    Hacerlo todo bien

    Entre preguntas cómplices y suspiros mudos se movía la "estrella de cine anti-estrella de cine" aquella tarde, regalándole al canal una buena cuota de share con apenas un trozo de tarta espachurrado en una bolsa hermética y una carrera al trote cochinero por las inmediaciones del set. Todo muy yanqui, muy simple, muy Bill Murray. Un tipo que hace ya algún tiempo abandonó su condición de estrella cinematográfica para transformarse en lo que es hoy día: alguien inmune a la desmemoria. El actor más admirado entre los menos pródigos, ya que Murray también es célebre en Hollywood por sus largos periodos de hibernación sin canal ni código del que servirse para comunicar con él. Todavía conserva, eso sí, un número 800 en el que los interesados pueden dejar sus mensajes de voz, y a veces lleva consigo incluso una Blackberry, por si las moscas. Aunque prefiere vivir impermeable al ruido tecnológico y a las prisas rutinarias, como si realmente existiera una realidad táctil más allá de los emails o los Skype desde California a Nueva York, a horas tal vez intempestivas por asuntos de negocios. Es bien sabido, además, que Murray no tiene representante y eso lo convierte en poco menos que un excéntrico al que los guiones le sonríen con una escasez impropia de su categoría. "Yo sólo hago lo que me gusta", reconoció a Variety en octubre con motivo del estreno de St.Vincent, donde interpreta a un cascarrabias que acepta forzosamente (a 14 dólares la hora) ser el canguro de un chaval que cuenta sólo diez años y cuyos padres —divorciados por una infidelidad— se las vienen con pleitos por su custodia y por rencores ajenos a él.

    Suenan canciones de Jeff Tweedy y otros popes de la escena indie internacional. Al inicio (y no es un spoiler), Vincent está en un bar y tres acabados lo miran con cierto aprecio despreciativo mientras cuenta un chiste muy malo, que se aprecia mejor en versión original por la casi homofonía y el acento: en español el chiste no encaja ni con sangre, pues a ese deportivo la gente normal le dice Porche y al porche de casa también. Y si dices Porrsch, estamos en las mismas. Las sutilezas de la lengua, así es. Un irlandés sin empleo que se presenta en la casa de su vecino y le dice: "¿Necesitas que te haga alguna chapuza?". Y el vecino le contesta que sí, "pinta el porche". Al rato el irlandés se presenta ante su vecino y le dice: "Ya lo he pintado. Pero no era un Porsche, era un BMW". Vincent pule el vaso de bourbon y se marcha sin decir adiós. Está en la cuerda floja, o sea bien jodido. Debe dinero, odia a los operadores de telemarketing y a la civilización misma. Y, de repente, llega ese chaval flaco —imponente Jaeden Lieberher— a desmontarle su aburrimiento, su depresión, sus más íntimos secretos. Aquí yace Bill Murray, un artista a las órdenes del escritor y director Theodore Melfi, junto a una prostituta rusa embarazada de seis o siete meses a la que se folla con cariño en parte para aliviar las penas, y a la que da vida meritoriamente Naomi Watts. La premisa llega marcada por determinados clichés del nuevo cine indie, y su consecución los elimina de un plumazo. O mejor dicho, los transciende con una elegancia y una sencillez insólitas. Bill Murray demuestra por milésima vez quién es el jefe en esta profesión marcada por la impostura y la venta de mercancía defectuosa. Él es auténtico y es especialista en hacerlo todo bien. No caben términos peyorativos para describir a un profesional que campa a sus anchas incluso en los rodajes más tensos: son los demás los que se adecúan a su estilo de vida, a sus escapadas en cochecitos de golf, a sus desapariciones traviesas para-ir-a-comprar-tabaco, siempre en clave de comedia. Huye para volver diciendo reflexivamente: Ya estoy en casa. No os riáis, no me hace gracia. Bueno, un poco sí.

    Irse al Himalaya

    En 1983 Bill Murray escribió al alimón con John Byrum el libreto de El filo de la navaja, basado en la novela de W. Somerset Maugham. La película se estrenó en Estados Unidos tan sólo cinco meses después del bombazo que supuso Los cazafantasmas. El público interpretó entonces que Murray había cambiado rápidamente la comedia sci-fi por el más sensitivo drama de época. Nada que ver: Murray aceptó formar parte de ese blockbuster previo acuerdo con los estudios Columbia, que se comprometieron a rodar la adaptación de El filo de la navaja si Bill Murray aceptaba enfundarse el mono y atrapar ectoplasmas violentos al compás de la archiconocida canción de Ray Parker Jr. Así pues, dos filmes dispares se conectan entre sí, e incluso se deben la existencia. Sin ellos, Bill Murray no estaría hoy en la cima de la montaña, esa montaña que conoce personalmente aunque desprecia por inane y a la que acude en busca de sí mismo, luego de sufrir los horrores de la I Guerra Mundial y ser abandonado por su prometida, una ricachona que no consigue entender los cambios en la mentalidad de su novio, cuya búsqueda espiritual lo conduce primero a París y después a la India, finalizando su periplo en un monasterio tibetano donde se pregunta, arrodillado junto a su lama, "¿no es cierto que es fácil ser un santo en la cima de una montaña?". A fin de cuentas, irse no es más que una razón para volver fortalecido. El propósito, la finalidad, como dijo el barquero friegaplatos, debería ser más transparente. Caminar por Charleston, encontrarte a una pareja de recién casados en mitad de una sesión fotográfica e intentar fastidiarles haciendo el maniquí triste. No tanto por el gag implícito, sino por estar ahí una y otra vez, y otra, y otra, y otra... Sin poder salir, sin querer abandonar el Bill Murray Day. Así, de repente, en Toronto. Ellos aplauden y te coronan y te premian con una banda festiva, como a Míster Universo. He aquí un maldito santo-marmota.


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