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    Crítica | Noé

    Noé, de Darren Aronofsky

    Condenados a líquido

    crítica de Noé | Noah, de Darren Aronofsky, 2014

    Mi verdad sea dicha, ahora y por ahora hasta el punto o el "y punto" sin segundas y sin continuará: yo no creo necesitar creer en ningún dios todopoderoso. A menudo, sin embargo, el viento me seduce y me induce a pensar que sí creo y que mis creencias —más bien vagas, tal vez una vítrea simulación de mis ojos miopes— son tan profundas como, sí, invisibles al microscopio de Cabeza Rapada, aquí un vigilante subordinado al Primer Vigilante cuya vista alcanza distancias todavía sin explorar y cuyo notorio talento para la construcción de empresas interestelares se antoja, ay, muy superior. Siete días le bastaron para escribir su mejor obra distópica: la Creación y, luego, la Extinción con carácter retroactivo o como quieran definir este paréntesis en el universo a escala natural. Así, ya ven, una miniatura que se expande y se contrae para expandirse nuevamente por millones y millones de años con y sin luz. Y así es, ya lo ven y lo escuchan: volcanes en erupción y seres no tan míticos; tormentas que se tornan tempestades y truenos que truenan en mitad de la noche con luna en cuarto creciente, y fauna y flora en predecible comunión y nuevas especies recién salidas de los océanos que bañan lo que en el futuro serán tierras y desiertos y cárceles a la intemperie bajo una oscuridad negra como boca de lobo, que se abre primero con un fogonazo proveniente del núcleo mismo, una cremallera o una falla y un fallo subversivamente locuaz para resumir —en lo que dura una elipsis sin duración— todo un período sin posdata, y luego con un quejido estentóreo para morir como nacieron: condenados a servir de tránsito entre su vida y su muerte a plena humedad en la selva más salvaje jamás imaginada, desde allí y a golpe de cartabón y sin escuadra y con un bello loop —cuchillo, sac, sobre hielo, tac— de compás y un sombreado a carboncillo luminiscente, hasta la copa de aquel —arriba, centro, voy— árbol radiante que distrae la atención de Eva y Adán jugando a ser débiles o meros espectadores en un espectáculo interactivo con un neón al fondo que reza: Pecado(res). Es la manzana, la única manzana pero no la única serpiente que sabe reptar y aún es pronto y el sol brilla y casi se refracta a cucharadas sobre los interminables pastos verdes no de gratitud sino de juventud, donde destellan ya los rayos que escupe la cucharada vainilla cual aspersor que gira tartamudo y ortopédico pero cadente al filo de la primera aurora tras el fin, en el comienzo de todo, y él que es ella o ella que es él aunque no sabemos quién es quién porque no tienen atributos y van de la mano y pareciera que sonríen sin dientes ni boca ni felicidad —concepto que recién se estrena, claro, para todo hay una primera vez— y la curva anuncia el desastre venidero, apenas un presagio visto a través de ese reptil siempre observador mientras —imagino— el molto vivace del Segundo Movimiento de la Novena Sinfonía de Beethoven se torna gris y decae y decae no ya en falso diminuendo sino en falso inasumible, que calla pero sólo para reiniciarse y seguir y estallar en la gran bóveda azul y después en el puño enajenado de Caín, que arrebata la vida a su hermano Abel. Y no hay fruto que explique tal horror. Cabeza Rapada sueña el Fin. Un diluvio, agua, la gota que colma el vaso del hombre. A Cabeza Rapada sus hijos y su mujer lo llaman diferente, y quién soy yo —ateo por indefinición— y quién eres tú —lector con prisas— para negarles tal licencia. Cabeza Rapada es un outsider que vive alejado de la más incivilizada civilización, hombres y mujeres moribundos a las órdenes de un rey corrupto, quien mira y no ve. Y no por ceguera, sino por lujuria, pecado, ira, gula, envida, avaricia y soberbia (no necesariamente en ese orden). Allí va él con su lastre, también el de Moisés, y aun a sabiendas viola —suma y sigue, lo capital no me incumbe— cada uno de los mandamientos y aúlla por el diluvio que Cabeza Rapada vaticinó sin despeinarse, sin un pelo de tonto y a golpe de sueño entre tinieblas o directamente en las profundidades, cuando el siempre antediluviano y ahora, al fin, ya post-diluviano Yahvé ordena "caiga el cielo y adiós, corto y...". Ruido. Estática. Hágase la luz, por segunda vez. Hasta la vista, baby. Y, de improviso, un golpe. Por ir a tientas en la oscuridad. Aun en tu propia casa, sí.

    Noé, de Darren Aronofsky

    Así, Darren Aronofsky apaga la luz y enciende el proyector, cuya lámpara desprende otro tipo de luz. Una luz, si no infinita, sí cegadora. Una luz que baña, como rugiera un rey león, toda la luz. ¿Redundancia? No, demencia formal. Un fulgor que surge en lo más hondo —la posibilidad del aburrimiento— y despunta en la nueva superficie rejuvenecida —el aparato secular de que disponen Noé y su familia, con Matusalén a la cabeza arrastrándose por una última baya—. Y así, tras el aluvión, luego de posibles saboteos al Arca todavía en construcción y el "bien hallados seáis, animales" (dos de cada, macho y hembra) que arriban desde los confines, Dios se echa un potentísimo colirio especialmente recomendable para actores de telenovela, forzando así no el clímax sino la solución más acuosa del cine reciente. Y baste un parpadeo y un leve sonido y una secuencia de montaje en time-lapse (escena "clave" en el sentido más revelador del término. Observen el impulso último del homínido justo antes de fundir a blanco nuclear, apareciendo ya en el Edén pernicioso), para rendirse momentáneamente a la maquinaria visual de este director cuya filmografía —desde Pi, fe en el caos hasta Cisne negro, pasando por Réquiem por un sueño— se consagra a lo más oblicuo: el no bisturí que trabaja sin incisiones. Un láser que parpadea mientras suspiras y bostezas tapándote el sopor; y es entonces cuando Cabeza Rapada se transforma y el equilibrio se rompe intramuros —he ahí el leve y melódico rumor que aumenta una o dos o tres octavas—, a la deriva surcando el lóbrego mar que mece el Arca: de repente, tragedia griega; de repente, la sangre; y por fin, la blasfemia imperdonable. Y tal vez demasiado light. Allí, en la colina donde ese par sin atributos adquiere estatura humana, estás tú y estamos todos. No sin angustia y con arena gris en los bolsillos. Restos de los gigantes o hadas de piedra —¿a perpetuidad?— que ayudan a Noé a construir una suerte de renglón torcido, ni tan siquiera orden reconocible de Dios®. La simple enajenación, el dogma, el fanatismo, el dios único y no para todos por igual. Cabeza Rapada se soñó soñando muerto. Y todo, sí, por la lluvia. Que llueve y llueve y, muy lentamente, en la penumbra, erosiona tu resistencia y tal vez incluso tu familiaridad. El auténtico réquiem por un muerto en vida. Y así es, ya lo ven, por Yahvé. O mejor dicho, en su fabuloso nombre. Parpadeen: ya se acercan desde el noroeste. Cabeza Rapada y alguien más. Muchos más. Una multitud enardecida por un tempestuoso Clint Mansell y gracias al soporte exclusivo de la cábala mainstream. Mal rayo me atraviese, si ya estoy jodido y la eternidad no transcurre a veinticuatro frames por segundo. | ★★★ |

    Juan José Ontiveros
    redacción Madrid

    Estados Unidos, Noah, 2014. Director: Darren Aronofsky. Guión: Darren Aronofsky, Ari Handel. Fotografía: Matthew Libatique. Música: Clint Mansell. Productora: Paramount Pictures / New Regency. Reparto: Russell Crowe, Jennifer Connelly, Emma Watson, Anthony Hopkins, Ray Winstone,Logan Lerman, Marton Csokas, Dakota Goyo, Douglas Booth.

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