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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Blue Sun Palace

    || Críticas | ★★☆☆☆
    Blue Sun Palace
    Constance Tsang
    Viejas tragedias, nuevos dioses


    Rubén Téllez Brotons
    Madrid |

    ficha técnica:
    España, Estados Unidos, 2024. Título original: «Blue Sun Palace». Dirección y guión: Constance Tsang. Compañías: Big Buddha Pictures, Field Trip Media. Festival de presentación: Semana de la Crítica — Festival de Cannes 2024. Distribución en España: Atalante Cinema. Fotografía: Norm Li. Montaje: Caitlin Carr. Música: Sami Jano. Reparto: Wu Ke-xi, Lee Kang-sheng, Haipeng Xu. Duración: 117 minutos.

    Hace unos meses decíamos, con respecto al estreno de Eagles of the republic en Cannes, que en los últimos años está imperando un cierto tipo de cine que se construye no desde esa ausencia de certezas y ese impulso por conocer que ponen en marcha una indagación en la realidad, sino desde la seguridad de una visión congelada, estática y deformada de la misma, desde una noción estereotípica no sólo del mundo, sino también de las propias formas fílmicas a través de las que es retratado. En el caso de la película de Tarik Saleh, era el particular uso que hacía de los tiempos muertos lo que generaba sus principales disonancias narrativas y evidenciaba el pie forzado, la pose estética alrededor de la que se articulaban sus decisiones de puesta en escena. El problema no radicaba, ni mucho menos, en que Saleh dilatase los momentos de transición entre sus grandes bloques de secuencias; más bien, en que esa dilatación no tenía finalidad discursiva alguna: existía como forma de sublimación estética, de sacralización fílmica de unas imágenes cristalizadas y oxidadas. Esos instantes marcados por la pausa y el silencio en los que Saleh dejaba la cámara rodando mientras la acción de la narración se apagaba no decían nada de su protagonista, de sus momentos de soledad, de los espacios por los que transitaba, de su propia percepción temporal, del modo en que el paso del tiempo afectaba o condicionaba los pulsos narrativos, ni tampoco le daban densidad atmosférica a las imágenes.

    Al contrario de lo que en la actualidad hacen Lav Díaz, Albert Serra, Pedro Costa o Lucrecia Martel, por mencionar cuatro cineastas que le imponen a sus imágenes ritmos pausados con respecto al canon del cine comercial, Saleh no utilizaba la dilatación temporal como medio de expresión sino como fin: convertía los tiempos muertos en tiempo muerto en su intento de acercarse a un tipo de cine de autor que él consideraba prestigioso. Su error pasaba por pensar, precisamente, que no había diferencias entre Díaz, Serra, Costa, Martel o, en el caso que intentaba emular, el Haneke de Código desconocido, puesto que todos ellos utilizan los ritmos lentos como materia de construcción cinematográfica. El uso de una forma osificada evidencia su conversión en un mero y abstracto gesto formalista: según esa lógica, el contenedor, el significante, es una aspiración perpetua que no deja de consumirse a sí misma, que no tiene conexión alguna con el exterior ni expresa un significado concreto y que, por ello, surge de la nada. También es un elemento de distinción que otorga prestigio y facilita la inclusión de la obra en determinados círculos o festivales. La crueldad impostada y los gestos de violencia gratuita que direccionan la brújula moralista de la narración también forman parte del manual de estilo de ese cine de estereotipos que busca prestigio antes que un compromiso con su tiempo.

    Blue sun palace se rinde en sus peores momentos a dicho cine de la crueldad y considera que la flagelación irracional a sus personajes es la mejor manera de acercarse a ellos. En este tipo de casos, la forma de poner en escena un acto de violencia —física, simbólica, social— es siempre el factor determinante que define el sentido de las imágenes y la posición desde la que el director mira a sus protagonistas. Sin embargo, la pertinencia de mostrar repetidamente un acontecimiento violento sin hacer ningún tipo de valoración del mismo, sin preguntarse nada sobre él aun a riesgo de banalizarlo y de introducirlo, como si de un elemento más se tratase, dentro de la lógica cotidiana convirtiendo esas imágenes en un escaparate perpetuo del horror es algo que determinados cineastas deberían cuestionarse de vez en cuando. Daney escribió que un exceso de luz a veces puede dificultar la visión; y eso es precisamente lo que le sucede a la ópera prima de Constance Tsang cuando intenta hablar de la violencia que sufren los migrantes chinos en Estados Unidos: que la reiteración de los gestos cruentos termina jugando a favor no de las víctimas, sino de los victimarios. En primer lugar, porque algunos de esos actos violentos no son más que golpes de efecto con los que la directora pretende producir un shock en los espectadores, además de adscribir la cinta dentro de ese cine de la crueldad mencionado al principio convirtiendo un relato sobre el desarraigo en una fábula sin moraleja en la que la única certeza es la presencia de la violencia como chispa espontánea que provoca pequeños estallidos dentro de la rutina. En segundo lugar, porque la escalada paulatina de dicha violencia va adquiriendo unos tintes melodramáticos que alejan el relato de la realidad y la introducen dentro del retablo artificioso que cineastas de la crueldad como Rubén Östlund, Magnus Von Horn o Lynne Ramsay han creado a partir de la imagen del mundo, un retablo en el que la agresión articula una narrativa de progresión ascendente en la que el acto más brutal ejerce de clímax: la violencia como abstracción programada e ineludible que ordena un mundo despiadado.

    Sin embargo, existe una gran diferencia entre retratar la crueldad de la realidad y reaccionar a ella con más crueldad; entre buscar los motivos por los que existe, es asumida y tolerada, y aceptar sus marcos dialécticos reproduciéndola de forma acrítica en un intento de “visibilizarla”. En el caso de Blue sun palace, lo que hace Tsang es jerarquizarla narrativamente para poder escalonarla y convertir cada golpe que reciben sus personajes en un punto de no retorno dramático que, a su vez, es un argumento que consolida una visión del mundo en la que una agresión es un acontecimiento abstracto provocado por esa sentencia irracional que dicta que, si algo puede salir mal, saldrá mal. La situación de los personajes siempre puede empeorar —esa es la idea central de la película—, pero no por la precariedad y el racismo que de forma sistemática sufren los migrantes en Estados Unidos, sino por cuestiones ajenas a la humanidad. Se mezclan en Blue sun palace un nihilismo forzado que nace como consecuencia de una impostura estética y la misma creencia esencialista con respecto a la existencia universal de la que surge la astrología.

    A favor de la película se puede decir que no participa de la visión condescendiente que las cintas occidentales suelen ofrecer de los migrantes, porque no los convierte en meros maniquíes sin personalidad de los que los espectadores puedan compadecerse para aliviar su mala conciencia. Blue sun palace se articula superficialmente en torno a la cuestión del desarraigo, de la sensación de soledad y tristeza que provoca el abandono de un país, un idioma, unos seres queridos y una cultura, y encuentra una formulación visual precisa para trasladar a la imagen esa inconcreción, esa sensación de no pertenencia, esa dificultad que sienten los personajes para habitar un espacio cuando no pueden dejar de pensar en volver a casa. La prolongada duración de los planos generales estáticos en los que Tsang filma a sus protagonistas convierte las pequeñas estancias en las que trabajan o duermen en habitáculos destinados a alejarlos más aún del mundo: espacios de aislamiento que no hacen sino distanciarlos de todo cuanto sucede fuera de ellos. Sin embargo, la textura onírica de la imagen y los constantes desenfoques de los elementos situados en el primer y tercer término del encuadre —los personajes siempre ocupan el segundo término, espacio central en medio de la nada— convierten esos cuartos llenos de humedades y goteras, carentes de ventanas por las que pueda entrar la luz del sol, en lugares de explotación, inhabitables, deshumanizados, pero también evanescentes, por los que las ilusiones y aspiraciones se deslizan sin poder arraigar, sin encontrar una superficie en la que poder germinar. No hay diferencia entre la habitación en la que los protagonistas descansan y la sala en la que trabajan; ambas forman parte de una cadena productiva en la que se duerme lo justo para poder seguir trabajando y se trabaja sin cesar para poder tener un techo bajo el que dormir unas pocas horas al día.

    Tsang, durante gran parte del metraje, convierte la propia imagen en una proyección de la visión de sus protagonistas: el punto de vista de la narración es la traslación de lo que ellos ven y sienten. Sin embargo, las pocas escenas en las que eso cambia y la mirada de los personajes centrales se ve desplazada —literalmente— fuera de los límites del encuadre son suficientes para echar por tierra la cinta. El modo en que Tsang filma las escenas cruentas en general y aquellas en las que las protagonistas se ven forzadas hacerle masajes sexuales a los clientes —cuyos primeros planos subordinan el sufrimiento y el sentimiento de asco de las mujeres (convertidas en escorzos silenciosos) a su placer— que visitan su centro de fisioterapia en particular, tiene como finalidad última subrayar la crueldad del momento, generar morbo y cimentar esa idea de la violencia como castigo inmerecido enviado por el destino. Los protagonistas de Blue sun palace no son personas reales, sino actualizaciones de los personajes de las tragedias griegas clásicas a quienes los nuevos dioses (¿el destino? ¿el universo? ¿la posición de los astros?) han condenado a vivir una tragedia perpetua. La película, ya se ha dicho, no busca limpiar la mala conciencia de los espectadores occidentales a través del populismo emocional, pero sí que intenta eximirlas de dicha culpa al vaciar de sentido cualquier acto violento que sucede en pantalla convirtiéndolo en una abstracción causada por los nuevos dioses y no por los humanos, por el mismo sistema de siempre. ♦


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