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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | La última sesión de Freud

    || Críticas | ★★★★☆
    La última sesión de Freud
    Matt Brown
    Donde había una cueva


    David Tejero Nogales
    Badajoz |

    ficha técnica:
    Reino Unido, 2023. Título original: Freud´s Last Session. Director: Matt Brown. Guion: Mark St. Germain. Productores: Alan Greisman, Hannah Leader, Rick Nicita, Robert Stillman, Meg Thomson, Matt Brown. Productoras:14 Sunset, LB Entertainment, Last Session Productions, Subotica Entertainment. Distribuida por: Selecta Visión. Fotografía: Ben Smithard. Música: Coby Brown. Montaje: Paul Tothill. Diseño de producción: Luciana Arrighi. Diseño de Vestuario: Elmer Ní Mhaoldomhnaigh. Reparto: Anthony Hopkins, Matthew Goode, Liv Lisa Fries, Jodi Balfour, Jeremy Northam, Orla Brady, George Andrew-Clarke, Rhys Mannion, Stephen Campbell Moore.

    En la historia existen claras analogías entre el surgimiento del cine y la aparición del psicoanálisis. Ambas disciplinas, contemporáneas, nacen en el crepúsculo del siglo XIX, sin embargo, no hay datos ni declaraciones especialmente reseñables acerca del impacto que tuvo el cine en la figura del ilustre Sigmund Freud, mientras que resulta mucho más evidente como el cinematógrafo ha poseído y adquirido el registro propicio para desarrollar todas esas teorías freudianas e incorporarlas a sus imágenes. Dicen que fue en 1909, durante un viaje a Nueva York para dar una serie de conferencias, cuando Freud asistió por primera vez a una proyección cinematográfica. Ninguna biografía documenta con precisión el título de la película que Freud vio en el cine, y ni siquiera contamos con una opinión constructiva sobre lo que supuso esa experiencia, pero marca un espacio común en la historia. Lo más que tenemos es un postizo desprecio del doctor hacia el cine como mero espectáculo de feria, un circo o simple pasatiempo. También es sabido el rechazo de Freud a colaborar con el productor Samuel Goldwyn, que tenía intención de ficharlo para una de sus películas románticas. En ese umbral fantástico, cine y psicoanálisis han querido trocar en una sola narrativa misteriosa, siendo los sueños y múltiples interpretaciones parte de la sustancia gelatinosa que alimenta el flujo de imágenes absorbidas por el séptimo arte.

    “Mientras caminaba por el desierto de este mundo llegué a un lugar donde había una cueva, y me acosté en un lugar para dormir; y mientras dormía tuve un sueño”. La última sesión de Freud (Matt Brown, 2023), arranca con la sobreimpresa cita del escritor John Bunyan, de su novela El progreso del peregrino, que no solo nos sirve de contexto –la relación directa con la obra de C.S. Lewis- sino que también marca el tono y el camino pretendido por el director para alcanzar a respirar la atmósfera, estilo y pretensiones de la cinta. Bastan lugares o momentos para que las películas puedan ser salvadas del desastre, y sin duda la película que nos ocupa logra explorar, a través de un magnífico inicio, los designios de la oscuridad. La cámara sigilosa nos guía rodeando lentamente cada rincón del estudio de Freud en Londres, una réplica exacta, o lo más parecida posible, a la de su antiguo hogar en Viena. El aparato de radio, las obras de arte en miniatura o el famoso diván son el foco principal de un espacio sombrío lejos de la luz real del tiempo. Un universo suspendido ajeno a los peligros del mundo exterior (una guerra en ciernes). La llegada de C.S. Lewis (Matthew Goode), al hogar de Freud (Anthony Hopkins), se filma como la entrada a un insólito microcosmos, el espectador participa de la aventura como un excursionista atraído al interior de una profunda cueva. La dimensión del habitáculo nos sumerge en un terreno sin profundidad de campo, oculto bajo tierra, una caverna en el que explorar los sentimientos más recónditos del ser humano. El encuentro entre ambos personajes dirime una lucha plácida en el que los fines se desdibujan siendo difícil entender quién es el analista y quién es el paciente.

    La última sesión de Freud maneja texturas alejadas del cine contemporáneo, su visión es la de un cine fuera de modas que apenas tiene cabida en nuestra cartelera actual. Su clasicismo responde a un hermoso sentido de la narrativa que la vincula en intenciones o temáticas a biopics recientes que también pasaron de puntillas por los cines sin apenas eco o interés de la crítica o del público. Nos viene a la cabeza por ejemplo la malograda Tolkien (2019), en formular una realidad sumida en la fantasía, con bellísimas implicaciones románticas y un interés claro por las fugas narratológicas. Aquí podríamos caer en el error de catalogar la película de teatral, si nos atenemos al casi único escenario en el que incurre toda la acción o enfrascarnos y perdernos en la digresión de sus interminables diálogos, pero es labor del director romper lo cotidiano, lo textual, con escapadas a la fantasía. Los recurrentes flashbacks del metraje manifiestan una estrategia onírica, de sueños flotantes que unen pasados y presentes de sus respectivos protagonistas junto a la abstracción de unas imágenes movedizas e inseguras. Brown aplica un ritmo lento, muy musical, acorde con el paisaje otoñal de uno y otro, especulando con la idea de espejos convexos. Es en este sentido donde apreciamos la bella madurez de un filme doloroso, que sabe trasmitir los miedos y traumas articulando un andamiaje lleno de tinieblas. Los terribles recuerdos de guerra de Lewis, el ateísmo vengativo de Freud ante los dramas de su familia, la relación extraña, triste de Lewis con la madre de un compañero muerto. Hilos, y vasos comunicantes que ahondan en la temeridad de la perdida, y del horror. Pulsiones, latidos de seres atrapados en las trincheras de sus memorias. Una “poética” que clama determinados giros y locuciones relativas a la ficción, alejándose de tributar en exceso de procesos meramente analíticos.

    Estamos ante una obra rodada con oficio, que sabe disimular sus carencias acogiendo una puesta en escena cerrada a pocos escenarios, donde por un lado prima el trabajo de los actores, y por otro se ciñe a la obra teatral de Mark St. Germain, a su vez inspirada en hipótesis o encuentros sin corroborar. Anthony Hopkins maneja todos los radios posibles de un actor entregado a su papel. Como es de costumbre la caracterización del oscarizado actor de El silencio de los corderos destaca por encima del registro secundario de Goode, que acierta en integrar ese bello tono melancólico, trágico y afligido, del autor de Las Crónicas de Narnia, y que curiosamente, en un hábil juego intercambiable, Hopkins ejecutó tan bien en la excelente Tierras de penumbra. La película entreteje una estructura sencilla, enmascarando las partes más oscuras o sádicas con elipsis o gestos vaporosos y delicados. Más próxima o cercana en espíritu a John Huston, que, a Luis Buñuel, o David Cronenberg, Brown, bajo los dominios estéticos y culturales de la escuela británica, rehúye quizás consciente de otras pretensiones, más subliminales o violentas, dejando la psique o el flujo surrealista a cineastas mejor dotados para ello. Pese a todo lo anterior La última sesión de Freud imagina otros mundos en la mirada vidriosa de Anna Freud (Liv Lisa Fries), sobre la que articula otras posibilidades, otras lecturas, a medio camino entre el sometimiento y sodomía hacia el padre y el delicado amor hacia Dorothy (Jodi Balfour), apreciamos esa ambigüedad, esa discreción arcana y secreta que nos llevaría a otra película muy distinta. Como colofón, grabado a fuego en la retina, la magnífica secuencia final, un viaje en tren construido en derredor de un bellísimo vals originalmente compuesto por el propio Hopkins y que realza el resplandor de una música donde naturaleza, ingenio y carne se dan la mano. Imágenes radiofónicas, resonantes, que reclaman un lugar en el espacio y que nos piden soñar dentro de una cueva perdida en el desierto. ♦


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