|| Críticas | Cannes 2024 | ★☆☆☆☆ ½
Megalópolis
Francis Ford Coppola
Una ambición desmedida
Rubén Téllez Brotons
ficha técnica:
Estados Unidos, 2024. Título original: Megalópolis. Duración: 138 min. Dirección: Francis Ford Coppola. Guion: Francis Ford Coppola. Música: Osvaldo Golijov, Grace VanderWaal. Fotografía: Mihai Malaimare Jr. Compañías: American Zoetrope. Reparto: Adam Driver, Giancarlo Esposito, Nathalie Emmanuel, Shia LeBeouf, Aubrey Plaza, Jon Voight, Laurence Fishburne, Talia Shire, Dustin Hoffman, Jason Schwartzman.
Estados Unidos, 2024. Título original: Megalópolis. Duración: 138 min. Dirección: Francis Ford Coppola. Guion: Francis Ford Coppola. Música: Osvaldo Golijov, Grace VanderWaal. Fotografía: Mihai Malaimare Jr. Compañías: American Zoetrope. Reparto: Adam Driver, Giancarlo Esposito, Nathalie Emmanuel, Shia LeBeouf, Aubrey Plaza, Jon Voight, Laurence Fishburne, Talia Shire, Dustin Hoffman, Jason Schwartzman.
Pues bien, Megalópolis ha llegado y la decepción ha sido grande. La historia, situada en unos Estados Unidos imaginarios que han sido rebautizados como La Nueva Roma, gira alrededor de César Catilina (Adam Driver), un poderoso arquitecto que, además de haber ganado el Premio Nobel por haber descubierto un material con propiedades casi mágicas, sueña con construir una urbe moderna y utópica en la que, según dice, la calidad de vida de sus habitantes será muy alta, y cuyos pilares fundamentales serán la educación y la justicia. Para hacer realidad su fantasía, César está derribando, en contra de la voluntad de los ciudadanos, barrios enteros sin tener siquiera el permiso del ayuntamiento. El alcalde (Giancarlo Esposito), dado que disfruta de las ventajas que el sistema neoliberal le ofrece a los poderosos y los corruptos, se opone frontalmente a los planes de Catalina. Entre ambos se sitúa Julia (Nathalie Emmanuel), hija del segundo que se enamora del primero. Y, alrededor de este trío protagonista, distintos personajes, a cada cual más esperpéntico, pululan por la pantalla sin llegar a tener una función clara dentro de la narrativa.
Coppola construye un caótico laberinto que, en gran medida, fluctúa entre la ciudad real en la que sucede la acción de la cinta y la visión futurista de la misma que imagina (hasta la extenuación) el personaje de Adam Driver. No se trata de un dispositivo milimetrado que se alambica siguiendo un orden preestablecido con el objetivo de imbuir al espectador en un bosque expresionista en el que se oponen dos visiones diferentes del mundo, sino de una macedonia de imágenes barrocas que se mezclan en la pantalla siguiendo la brújula del sinsentido, y que extenúan la mirada del espectador a fuerza de sobreestimularla durante dos largas horas. “El exceso de ambición, la codicia y los intereses personales de unos cuantos hombres han hecho caer civilizaciones enteras”, dice una voz en off al inicio de la cinta. Resulta paradójico, por tanto, que Megalópolis se vea completamente lastrada por la ambición desmedida de un Coppola que mezcla diferentes recursos de puesta en escena, géneros y tonos sin ser capaz de cohesionarlos en un todo con sentido completo. La cinta lo mismo vira del drama romántico a la ópera épica, que de la ciencia ficción con toques oníricos a la acción alocada.
La película resulta bastante desconcertante a nivel sociopolítico, en tanto que la lectura que ofrece de la actualidad es muy plana y la opción que Coppola propone para solventar la profunda crisis en la que el capitalismo salvaje, representado por Cicero (Giancarlo Esposito), tiene sumido al mundo, es a través de una dictadura totalitaria dirigida por el personaje de César. El director filma con una grandilocuencia preocupante la figura de este arquitecto (que bien podría haber salido de una novela de Ayn Rand) cuyo código de valores (la voluntad como motor, el individualismo descarnado y la necesidad de un líder que sea capaz de guiar a una población inmadura) es eminentemente fascista. Megalópolis se levanta sobre un clasicismo formal algo feísta, que deja bastante patente el hecho de que fue ideada hace más de cuarenta años. El problema no es que Coppola emplee recursos de puesta en escena desusados (Víctor Erice lo hacía en Cerrar los ojos obteniendo magníficos resultados), sino que el choque que se produce entre la forma y el fondo da lugar a unas imágenes anacrónicas que se ven muy desfavorecidas por la baja calidad de los efectos visuales. Para el final, queda una sensación de profunda pena al comprobar que uno de los maestros que reinventaron el cine estadounidense en los años setenta ha decidido cerrar su carrera con una obra tan hueca, tan pobre. ♦