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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | La cocina

    || Críticas | Competición Berlinale 2024 | ★★★★☆
    La cocina
    Alonso Ruizpalacios
    El Sur también existe


    Luis Enrique Forero Varela
    74ª Berlinale |

    ficha técnica:
    México, Estados Unidos, 2024. Título original: «La cocina». Dirección: Alonso Ruizpalacios. Guion: Alonso Ruizpalacios; Obra: Arnold Wesker. Compañías productoras: Filmadora, Panorama Global, Astrakan Film AB, Seine Pictures, Fifth Season. Fotografía: Juan Pablo Ramírez. Música: Tomás Barreiro. Intérpretes: Rooney Mara, Raúl Briones, Anna Diaz, Motell Gyn Foster. Duración: 139 minutos.


    anexo| Cobertura de la Berlinale 2024


    El mexicano Alonso Ruizpalacios se atreve con la adaptación libre de la obra teatral de Arnold Wesker La cocina (1957) —que, a su vez, ya había sido llevada al cine 1961 por el británico James Hill—; eso sí, en este caso, introduciendo algunas modificaciones propias y, en cierta medida, arriesgadas, que enriquecen el proyecto, lo dotan de una singularidad especial. Si el texto original planeaba de manera dispersa y casi sin trama sobre el grupo de chefs y el personal de servicio de un café durante una ajetreada jornada, el director de Güeros (2014), quien se ha encargado también del guion, traslada la acción a un enorme restaurante especializado en comida para los turistas que visitan Times Square en Nueva York, centrándose en sus trabajadores, la mayoría de los cuales son migrantes sin papeles.

    La pregunta es, por tanto, ¿es esta es una película más sobre la cara B del mal llamado “Sueño Americano”? Sí y no. Y aquí radica lo más interesante: Ruizpalacios decide apropiarse de los discursos más previsibles y visitados para llevárselos a un terreno personal y convertir una amalgama de obviedades en algo distinto y refrescante, lo cual ya es, en sí mismo, un ejercicio que demuestra su talento como cineasta. Con un blanco y negro elegante y casi rústico (el grano aporta una sensación como de madera sin barnizar), obra del director de fotografía Juan Pablo Ramírez, la introducción a esta cocina de La cocina comienza en un barquito turístico por el río Hudson que bien podría ser un buque de vapor a principios del XX, proveniente de Italia, que atracaba en Ellis Island, donde sus atribulados pasajeros, que habían dejado todo atrás, eran auscultados y marcados como bestias para engrasar la maquinaria del progreso como mano de obra. En este caso, se trata de una mujer mexicana quien recorre las calles ruidosas de la ciudad sin entender lo que dice la gente, y acaba siendo engullida por una envenenada promesa de futuro. La serie de travellings que parecen citar a De Palma (un genio para las aperturas) presentan los pasillos laberínticos de este “tourist trap” como si se tratase el reverso miserable y sin glamour de aquella secuencia de La hoguera de las vanidades (The bonfire of vanities, 1990).

    A diferencia del material original en el que se inspira, aquí sí que están presentes unos personajes protagonistas claros, los cuales están construidos casi como representaciones discursivas y, sin embargo, no por ello menos verosímiles. Sus deseos son los más humanos posibles: una vida menos precaria, un hogar, ahorrar dinero para enviar a sus familias. Es en este espacio de clichés donde se generan unas interacciones y diálogos con logrado ingenio en las que cada uno sabe lo que es y lo que representa, y juega con este contenido, arrojándolo, recogiéndolo. En el restaurante, la presión se va incrementando progresivamente conforme va acercándose la hora de la comida y, a pesar de las ínfulas del chef jefe o el dueño del local —migrante, también, pero no tanto o no de esa categoría—, a pesar los uniformes —que, a fin de cuentas, parecen más bien indumentaria de patíbulo— limpios y planchados del staff, es imposible ocultar la realidad patética, la pobreza social y moral a la que están todos sometidos, igualados en su ausencia de derechos. Sus vidas ocurren al margen de la sociedad, aunque se hallen en el epicentro del corazón de una potencia mundial que, sin embargo o tal vez por ello mismo, los explota como ratas. Ruizpalacios y Ramírez no solamente homenajean a De Palma: también se divierten recreando la secuencia de la pecera de Romeo y Julieta de Baz Lurmann, pero aquí los héroes trágicos son una “white trash” estadounidense (excelente Rooney Mara) y un Romeo mexicano con bigote y actitud de galán de telenovela (un brillante Raúl Briones Carmona), o haciendo una suerte de remix de la verborrea hater del Spike Lee de Haz lo que debas o La última noche, aquí construida como una balacera de insultos a cámara en cada idioma que hablan los personajes, una Torre de Babel pop.

    La cita de Hendry David Thoreau con la que abre el film supone de entrada una declaración de intenciones: “casi todas las noches me despierta el resoplido de una locomotora. Interrumpe mis sueños!”. Porque La cocina, como alegato político, es además una oda al progreso en la peor de sus concepciones posibles. Este es un restaurante absolutamente impersonal y su menú carece de cualquier tipo de cuidado o atención hacia el individuo, ni mucho menos, algo parecido a una exploración de la gastronomía como ejercicio cultural. El restaurante es un monstruo mecánico que produce comida como bien podría producir tuercas o envases de plástico, y da igual pizza que hamburguesa o pasta o langosta, porque a los turistas lo que les importa es observarse en sus propias fotografías y mantener la cadena circular de producción-fagocitación-excreción. La comida que cocinan sin cansancio estos desgraciados no es más que combustible en masa para las masas, y su trabajo diario es casi un castigo mitológico, la piedra que arrastra Sísifo montaña arriba con la única certeza de su caída cuesta abajo al día siguiente, y así ad Infinitum, sin esperanza ni opciones diferentes. Todos los días son exactamente iguales, la misma rutina inalterable a la que se ven forzados estos ciudadanos de quinta categoría, tan resilientes a la injusticia sistemática como frágiles ante la posibilidad de que un cliente se queje del servicio o, peor aún, que alguien llame a la policía.

    A diferencia de Triangle of Sadness (Ruben Östlund, 2022), La cocina no se avergüenza de su autoconsciencia ni su aparato discursivo, intentando revestirse de fingido sarcasmo, sino que se exhibe con orgullo, e incluso se permite el uso de recursos prestados que resultan estimulantes, haciendo lo que le da la gana con el ratio o el irrespeto a su monocromía. En la obra de Ruizpalacios están el galán pícaro y socarrón, la madre soltera, la dominicana altanera, la chef migrante venida a menos, el racista blanco, el racista de Oriente Medio, el racista chicano, el violador en potencia. Y es una delicia ver a estos clichés con patas lanzar sus líneas de diálogo y encajar réplicas con partes iguales de ingenio y precisión teatral —recuérdese que el material original está en las tablas—, burlarse de sí mismos y los demás casi hasta el absurdo, pero sin caer en el ridículo. Este andamiaje, con sus caprichos estéticos y narrativos, funciona con eficacia para levantar esta sátira monumental y excesiva, tan predecible como plagada de lugares comunes. ¿Y qué? Para eso es una sátira. Se recrea y disfruta en tratar a sus personajes como funciones discursivas, en instrumentalizarlos y hacerlos representar su estereotipo para elevar una farsa operística que, no por obvia, resulta menos estimulante. ♦

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