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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Los colonos

    || Críticas | ★★★★★
    Los colonos
    Felipe Gálvez
    La estética del mal


    David Tejero Nogales
    Badajoz |

    ficha técnica:
    Chile, 2023. Título original: Los Colonos. Director: Felipe Gálvez Haberle. Guion: Felipe Gálvez, Antonia Girardi. Productores: Stefano Centini, Carolina Agunin, Fernando Bascuñán, Kristina Börjeson, Santiago Gallellin, Thierry Lenouvel, Emily Morgan. Productoras: Don Quijote Films, Rei Cine, Snowglobe Films. Distribuida por: Sideral Cinema. Fotografía: Simone D´Arcangelo. Música: Harry Allouche. Montaje: Matthieu Taponier. Diseño de producción: Sebastián Orgambide. Diseño de Vestuario: Muriel Parra. Reparto: Mark Stanley, Alfredo Castro, Camilo Arancibia, Benjamin Westfall, Sam Spruell, Marcelo Alonso, Adriana Stuven, Mariano Llinás.

    Hace escasos días tuve la oportunidad de recuperar, en alguna de las muchas plataformas de streaming, La última caza (The Last Hunt, Richard Brooks, 1956). Me interesa muchísimo el cine de Brooks, sin embargo, no esperaba encontrarme con un western de extrema crueldad, profundamente reflexivo, y adelantado a su tiempo. Mi teoría es que nos hallamos ante un tipo de película futurista, una idea loca que seguramente se escapa a los intereses del propio director. El enfrentamiento entre el célebre cazador de búfalos Sandy McKenzie (Stewart Granger), y el asesino despiadado de Charlie Gilson (Robert Taylor), supone una especie de viaje en el tiempo en donde el personaje de Granger parece encontrarse con una versión salvaje y destructiva de su yo del pasado. Una aparición manifiesta de su propia conciencia. La última caza renuncia a la mitología del género para albergar un cine terrorífico, sumido en constantes preguntas acerca de la crueldad natural del mundo. El odio, toma las riendas de una narrativa fantasmagórica, de las que duelen en el espectador, mostrando las secuelas de un cazador de búfalos hundido en su propia melancolía. En la misma línea emerge un Robert Taylor sediento de sangre, e henchido de rabia, en el cual sentimos la reencarnación del mal. Su único interés es destruir y matar todo lo que le rodea. Ahí resurgen temas impropios de la época y que empiezan a debatirse y desarrollarse de forma coetánea, mismo año de la monumental Centauros del desierto, y anterior a toda la ristra de películas de concienciación ecológica y pacifista estrenadas durante los años sesenta y setenta. Brooks asombra y deleita con un filme bellísimo, crepuscular antes del crepúsculo, crítico en su alegato a favor de la causa india, pero además filma una odisea de viajes en el tiempo, de pasados, de futuros, de génesis y ocasos, y un sinuoso recorrido por la memoria. Un halo fantasma cambiando el curso de los acontecimientos, manipulando la historia a través del poderoso mecanismo del cine. Incluso la justicia poética de su misterioso final, en el cual se opta por esquivar el típico enfrentamiento entre pistoleros, para albergar un estado de abstracción en el que la naturaleza obra en conciencia – la nieve cubre, entierra todo atisbo de opresión – erige una de esas piedras angulares en las que reverberan las huellas de un pasado histórico e universal.

    Los colonos (Felipe Gálvez Haberle, 2023), estrenada en Cannes, presentada en la sección Horizontes latinos del Festival de San Sebastián y seleccionada por su país, Chile, como representante de los Oscar, aborda el genocidio del pueblo amerindio Selk´nam, e igualmente, como Brooks, su realizador se vale del imaginario fantástico, intangible y todopoderoso del western para indagar y rasgar en las conductas atroces del hombre. Por supuesto Los colonos pertenece por derecho propio a esa categoría establecida por Godard de westerns de imágenes e ideas, trasplantando la claridad de los signos hacia una ambigua representación de la imagen. Sobresaliente ópera prima, que insta a predicar en derredor de los dispositivos del cine, un ejercicio de metonimia fílmica que sabe construirse desde la estética. Si antes hemos hecho referencia a la cinta de Brooks, o a determinadas ideas del cine western en cuanto a diseccionar la memoria histórica de un país, la mirada, en este caso, honda de Gálvez al contarnos acontecimientos olvidados de su nación aloja un componente artístico y estético sorprendente. Decisiones formales arriesgadas como la elección de un formato casi cuadrado, que rehúye de la paisajística habitual en este tipo de cine. El tono del filme apuesta por la quietud y parsimonia natural del encuadre, sin aspavientos o movimientos bruscos que resten dramatismo al relato. Una narrativa de apariencia teatral, con figuras solemnes captadas por la cámara con teleobjetivos y una sensación de acecho, de distancia de seguridad que nos posiciona en espectadores testigos, con el miedo y la incertidumbre temblorosa de un cazador observando a su presa. Esto favorece los tropos terroríficos, de una puesta en escena incomoda, espectral, que recuerda al tipo de atmósferas insidiosas de títulos como La noche de los gigantes (Robert Mulligan, 1968), o a la poética fantasma, nigromante, del cine de Lisandro Alonso.

    Por supuesto la fotografía de Simone D´Arcangelo es una de sus mejores bazas. Basada en la experimentación de los Lumière con el autocroma otorga al diseño de la película una pátina de cine antiguo en el que las técnicas modernas del digital se confunden con los colores y texturas del celuloide. La imagen quemada, amarillenta de gran parte del metraje, contrasta con los intensos azules de la noche, y las técnicas conceptuales pictóricas de los interiores, rompen con el rabioso estallido de violencia del exterior. La existencia en torno a un eje visual está siempre en primer plano como lo es su hermosa simetría del encuadre. La triangulación es una singularidad de Los colonos. Se cuida el tejido de un trío de actores que en casi en todo momento comparten plano, hombres desarraigados, corrompidos o rotos por diferentes causas, motivados por el odio y la rabia. Un militar inglés (Mark Stanley), un mercenario estadounidense (Benjamin Westfall), y un pastor mestizo (Camilo Arancibia), emprenden un viaje incierto a las profundidades de la Tierra del Fuego. El montaje muestra a esos personajes en un circuito cerrado, en el centro del marco, hasta que en un momento todos pierden su eje y se confunden. En eso destacar la excelente escena de la matanza de los indios en el bosque. Una tensión intermitente de cuerpos flotantes ocultos en la vaporosa niebla. Perdidos en esa colmena, sin espacio o tiempo, hallamos fuentes fantasmagóricas que tienen que ver con ese punto fantástico de la película. Es ahí cuando la angustia aflora dejando tras de si las huellas de tantos exterminios, y que la memoria trastoca para recordárnosla. Porque si de algo se vale este western poliforme, inteligente y sabio manejando con estilo las múltiples y diversas coordenadas del género, es de abducirnos con su rara parapsicología que atraviesa parajes de distinta índole y de muchas ramificaciones. La posición del espectador versa en paralelo a la de esa sombra o llama incandescente que es el mestizo, un testigo igual que nosotros, por ello su figura, incurre en algunas imágenes a la de sujeto pasivo, disuelto en los rincones climáticos de la naturaleza, un hombre sin nombre, sin identidad, sin memoria, forzado a subsistir en medio de extranjeros. Las veces que se le deja actuar, se evade o guarece, mitigado por las circunstancias. Un activo dominado incapaz de soltarse o dominar por sí solo.

    El corazón o médula espinal del filme está ocupado por un sueño. Basta centrarnos en la hermosa elipsis del final, siete años después, para perdernos en sus preciosos fundidos encadenados. La música funciona ejerciendo un poder de transición casi espiritual. Un relato inacabado contado en tercera persona. Su narrativa episódica evoca tanto a Tarantino como a series recientes (la maravillosa The English), enfrascada en un diseño a caballo entre lo moderno y lo clásico. Como en el caso de los búfalos en La última caza, Gálvez opta por parabolizar el relato. Las manadas de búfalos y el reguero de cadáveres y huesos esparcidos por las praderas estadounidenses se equilibran aquí con las ovejas y la tribu de autócratas que reclaman lo que no es suyo. Escuchamos ecos de violencia soterrada en los silencios dormidos en las planicies y montañas, desintegrándose en un universo hostil y sangüeño. Los colonos no es solo un brillante western latinoamericano, sino un estudio fidedigno acerca del invento y origen del cinematógrafo. Su instrumento es una cámara que registra una verdad incómoda, o en el otro lado, en su contracampo, moldea, transfigura, una mentira histórica.



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