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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Deserts

    || Críticas | Mostra de Valencia 2023 | ★★★★☆ |
    Deserts
    Faouzi Bensaïdi
    De la quiebra


    Aarón Rodríguez Serrano
    Valencia |

    ficha técnica:
    Marruecos, 2023. Título original: Déserts. Dirección y guion: Faouzi Bensaïdi. Fotografía: Florian Berutti. Montaje: Véronique Lange, Faouzi Bensaïdi. Reparto: Fehd Benchemsi, Abdelhadi Talbi, Rabii Benjhaile, Hajar Graigaa, Mohamed Choubi, Nezha Rahile. Producción: Barney Production. Distribución: Urban Sales. Duración: 125 minutos.

    Siempre es interesante saber cómo una película se rompe y por qué. Si tomamos como ejemplo cualquiera de esos manuales de guion que proliferan por el mercado —esos que prometen recetas, claves, tips y otras zarandajas para gente con urgencia por hacerse millonario—, veremos que casi todos se centran perezosamente en la construcción de un relato. Tres o cinco actos, puntos de giro, arcos de transformación, y así en un eterno etcétera que va hilvanándose en el telar de la mediocridad, noche tras noche. De hecho, todavía diría más: cuando uno consulta a los supuestos popes anglosajones de la cosa, es fácil notar cómo las estructuras no lineales, las estructuras caóticas, rizomáticas, las estructuras que Hollywood tolera mal y nunca se les atragantan. Y así, tienen que inventar palabritas (Antitrama es una de mis favoritas) que no tienen sentido y en las que igual te cuelan un corto de Stan Brakhage que una película de Bergman.

    Este tipo de decisiones que no hacen sino reforzar un canon cinematográfico (el post-clasicismo de baja intensidad) y un canon de pensamiento (las ocurrencias soft anglosajonas) suelen ser bombardeadas desde fuera, desde la quiebra y hacia la quiebra. Deserts (Déserts, Faouzi Bensaïdi, 2023) es, por empezar por algún lado, una película que habla explícitamente de un país roto: un país de picaresca, de lazarillo pop que se ahoga entre la tradición y los eventos para subir las recaudaciones de su empresa. Tiene también algo de esas películas de compadreo, películas de divertimento frágil y buenas intenciones que podrían pedir un remake yanqui a gritos porque son muy domesticables y sientan bien a las grandes audiencias. A nadie le sube demasiado la fiebre cuando los pobres son simpáticos y no molestan demasiado en pantalla, y nos hacen incluso reír con sus tonterías de slapstick marroquí subiendo y bajando una maleta pesada al coche. Es cierto que el fondo inicial resulta inevitablemente dramático (niños que duermen en el suelo, ritos de alcohol y masculinidad abrasiva, prostitución forzosa de cuerpos avejentados y listos para el abismo), pero el patetismo tiene un punto folclórico y encantador que Bensaïdi conoce con una precisión aterradora y que va acumulándose, poco a poco, hasta que la película se rompe.

    Se quiebra. Desde dentro, sin grandes aspavientos, sin pagarle peaje a los gestos de la modernidad europea, pero se quiebra. Y se convierte en otra cosa bien distinta.

    Sentado en la butaca del cine, recordaba inevitablemente Audition (Odishon, Takashi Miike, 1999) y esa sensación de pérdida y de extrañeza cuando las cosas empiezan a resbalar en otra dirección. La sensación de que la película esconde un sádico cobrador del frac, un tipo con mala baba que ha ido apuntando con primorosa precaución las carcajadas, los chistes malos, las risitas tontas en el patio de butacas, y ahora saca la mano para soltar una bofetada con toda su fuerza. La comparación no es exacta: Miike hace virar la cinta hacia el festival gore y Bensaïdi empieza a tejer una historia por debajo, una narración paralela y difícil de comprender que hemos tenido frente a nuestros ojos todo el rato pero que no hemos llegado a apreciar por su sutileza. Se modifica la focalización de la cinta, y con ella, también el tono: las escenas se vuelven de pronto lentas, ominosas, opresivas, como si la enunciación se agujereara y los signos de la primera parte tuvieran que reescribirse: un amor, un coche, un mapa, unos viajeros. El acto mismo de esperar o de narrar pasa a primer plano, y así el espectador tiene que rascar con las uñas, fuertemente, intentando hilvanar (de nuevo, el telar, ahora en llamas) cuáles son las tramas narrativas y por qué se han quebrado.

    La respuesta es dolorosa: puede que la película no encaje del todo, porque la vida no encaja del todo, porque la situación demencial de los ciudadanos africanos empobrecidos no encaja del todo. Y Bensaïdi es lo suficientemente inteligente como para no forzar las lágrimas del espectador a martillazos a-lo-Labaki, sino que prefiere jugar al rodeo, trabajar la sugerencia, hacer una preciosa ebanistería del sufrimiento: Piénsese, por ejemplo, en ese plano sobrecogedor en el que un viento inesperado borra cierto mapa trazado en la arena del desierto. Hay cosas que no pueden contarse de otro modo.

    De ahí, por lo tanto, que la quiebra de Deserts sea, a la vez, la quiebra del cine y de las aldeas del sur marroquí. Hay que abrirse a todo el abanico de interpretaciones (la escatológica, la mística, la poética…) para después negarlas todas de un plumazo y quedarse con el placer de la forma. Paladear la suntuosidad de la planificación, esos cuadros portentosos que utilizan el desierto como una fuerza desmesurada, cuerpos que cuelgan y que trepan, trajes manchados de polvo.

    Hay que dejarse quebrar, no queda otra.


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