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    Crítica | Saint Omer, el pueblo contra Laurence Coly

    || Críticas | ★★★★☆ |
    Saint Omer
    El pueblo contra
    Laurence Coly
    Alice Diop
    Al subir la marea


    Aarón Rodríguez Serrano
    Valencia|

    ficha técnica:
    Francia. 2022. Título original: Saint Omer. Dirección: Alice Diop. Guion: Alice Diop, Marie NDiaye, Amrita David. Fotografía: Claire Mathon. Reparto: Kayije Kagame, Guslagie Malanda, Valérie Dréville, Aurélia Petit, Xavier Maly, Robert Cantarella, Salimata Kamate, Thomas De Pourquery, Ege Güner, Atillahan Karagedik, Fatih Sahin, Salih Sigirci, Lionel Top. Duración: 122 minutos.

    El cine está enamorado de los procesos judiciales. Como si fuera una suerte de puesta-en-abismo, de metaescritura en la que se repartieran los papeles, los bandos, las posiciones en la infinita lucha de los opuestos, juicio y película funcionan a menudo como el envés y el reverso de la moneda oxidada de la condición humana. El cine puede impartir justicia, o quizá algo así se fantaseó desde que las películas rodadas por los aliados se proyectaron como prueba en los procesos de Núremberg. Una sala de cine se reconstruye rápidamente como un tribunal colectivo —véase el reciente éxito de Argentina, 1985 (Santiago Mitre, 2022)—, una colectividad se vuelve súbitamente cinéfila y acude a mirarse al espejo de la representación judicial, como cuando Estados Unidos todavía quería venderse como la buena madre democrática del mundo y rodaba aquellos totémicos, masculinos y apasionantes juicios en blanco y negro. De aquello, por supuesto, ya no queda gran cosa.

    Sin embargo, el cine sigue sabiendo que en un buen juicio hay siempre una buena película que contar, que nos siguen fascinando los alegatos de la defensa o de la fiscalía, que seguimos deseando castigar o redimir, que en cada juicio —o en su rodaje— se promete una mentira que necesitamos creer: la posibilidad misma de que lo humano, envuelto en código penal, ciña el gesto cruel del Otro y reponga el mal sufrido.

    Alice Diop, que viene de otra perspectiva —racial, cinematográfica, expresiva— ha rodado una película de juicios que es a la vez un portento de inteligencia y un artefacto explosivo. De hecho, tomando como punto de partida un proceso real ficcionalizado, ha rodado una película que es, en sí misma, un juicio. Dura, gélida, distante, rugosa, Saint Omer es algo así como la pared de granito de la conciencia europea, de pronto puesta en tela de juicio a partir de una historia llena de vaciados, esquinazos, sombras y contradicciones. Durante los 120 minutos de metraje la directora nos va lanzando piezas de un puzle condenado a dislocarse y a alejarse paulatinamente de cada espectador, un enigma que va plegándose sobre sí mismo, trabajando morosamente la sugerencia, la posibilidad, la pista falsa, el testimonio incompleto.

    En el centro de Saint Omer, una niña muerta. Es la niña clandestina, hija de los márgenes y de la frontera. Niña del padre acomodado del primer mundo y de la madre improvisada del tercero, niña que ya tuvo suficiente con nacer y a la que, en una parábola terrible, su propia madre aniquiló en una playa cualquiera, una noche lorquiana cualquiera de mucha luna y mucha muerte. La niña hubiera nacido más acá de África pero con África en el fondo de la sangre, y así naufraga en el mismo mar en el que las pateras africanas, tejiéndose las trenzas sucias del futuro con arena de castillos deshechos. Alice Diop comienza a levantar las fichas alrededor de la niña muerta, una niña que por no tener, no tenía ni lenguaje ni apellido, una niña acomodada en el silencio de una madre cada vez más enloquecida que no quería saber nada de ella o que quizá quiso saberlo todo, y así al final le entregó a la subida de la marea, le entregó a la muerte para matarse a sí misma. Cosas de la locura: a veces en el juzgado se hablará de brujería, otras de psicopatología, otras de filosofía. Freud y colonialismo. Palos de ciego, olas rotas en la ceguera de Dios.

    Diop incorpora una segunda figura femenina: Rama (Kayije Kagame) la escritora que cubre el juicio, la madre que llega, la segunda mujer africana que acuna en su vientre un amargo pasado y un ser vivo misterioso que crece mientras avanza el proceso. De la niña muerta al bebé vivo, de la madre que mata a la madre que nace, así la película va enredándose en un complejísimo juego formal de espejos, ecos y responsabilidades que deviene pronto la verdadera causa del thriller. Y es que, en el fondo, el resultado del proceso de Saint Omer es lo de menos: se nos hurtarán el veredicto final y el alegato de la fiscalía. La clave de la película es el problema mayúsculo de la maternidad que viene envuelta en llamas y enseñándole los dientes al presente. Algo de eso queda escrito en el espeluznante monólogo final de la abogada defensora: la quimera, el monstruo interno, el gesto híbrido, mestizo, de dejarse contaminar por el cuerpo que nace y de aceptar las células siempre complejas y contradictorias de la madre que nos acogió. Llevar dentro, ser llevado dentro. Interioridades monstruosas: un mar, una madre. Quizá es lo mismo.

    Pero, como ocurre siempre, lo que realmente hará que esta película funcione más allá de los mimbres del cine de juicios es, precisamente, la potencia de sus hallazgos formales. Saint Omer es, de entrada, una obra suntuosamente dirigida. Cada plano está pensado con una precisión gélida, como un mecanismo enunciativo casi puro. Los movimientos de cámara son pocos pero de una minuciosidad deliciosa. El cine de la directora se hace gigantesco sobre todo en el plano fijo, sostenido, repetido incluso varias veces en escala y distancia a lo largo de todo el metraje. Alice Diop no cambia de plano si no está muy segura de por qué y para qué. Le interesa el cuerpo, el gesto, el estatismo, el espacio. Le interesa respetar inmensamente a las actrices para que puedan desplegar sus miradas, su voz, su preciosa y precisa gestualidad. Durante la primera jornada del juicio, por ejemplo, los planos se extienden varios minutos sin que sepamos todavía qué está pasando ni hacia dónde dirigen los testimonios. Basta con trabajar así: con pura frontalidad, con una delicada iluminación en clave alta jugosa en sus amarillos, sus marrones, un trabajo hermosísimo de piel y tela. Basta con ello: con que el cine sea un cuerpo que habla.

    La película será, por lo tanto, inevitablemente opaca. Tiene que serlo, porque quiere estar viva y recuperar el nombre de Fabienne Kabou, la madre auténtica que dejó a su hija morir en las costas de Berck-sur-Mer y cuyas fotografías empujando el carrito camino a la muerte están a un clic de su ordenador. La película quiere reescribir esas imágenes captadas por las cámaras de seguridad y levanta una obra gigantesca, asfixiante, un mausoleo de cara única y pura arista para la niña muerte. Lo que queda al otro lado es la marea que sube y esos tremendos segundos en negro finales antes de que emerjan los créditos. El cine está enamorado de los procesos judiciales, pero decía… ¿Y la muerte? ¿No es eso el último corte de la película, el brusco negro? ¿No es eso?


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