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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Ramona

    || Críticas | Filmin | ★★★☆☆
    Ramona
    Andrea Bagney
    Los caminos de Ramona


    Kevin Rodrigo Pérez
    Madrid |

    Disponible en el catálogo de Filmin

    ficha técnica:
    España, 2022. Ramona. Dirección: Andrea Bagney. Guion: Andrea Bagney. Compañía productora: Tortilla Films. Fotografía: Pol Orpinell. Montaje: Pablo Barce. Dirección Artística: Carmen Main. Producción: Sergio Uguet de Resayre, Antonio Pedrosa, Andrea Bagney. Reparto: Lourdes Hernández, Bruno Lastra, Francesco Carril. Duración: 80 minutos.

    La comedia romántica vive una crisis de identidad. Tal vez el miedo a resultar anacrónica o fuera de tono le ha parado los pies a un género que nunca fue tan pequeño y, de vez en cuando, aparece un experimento histriónico que, ironía, resultará el doble de anacrónico antes de que nos demos cuenta. Pasos en falso que no terminan de dibujar un camino, una renovación que se hace de rogar.

    Ramona es una película, como diría la protagonista, un poco antisistema: rodada en 16mm, producida independientemente con un presupuesto limitadísimo, en tiempos de pandemia… y que desde el abrupto chica-conoce-a-chico con el que abre, promete romper las convenciones que tanto se esfuerza por mantener desde lo formal. La economía de recursos, obligada por las condiciones materiales de la producción, se muestra desde un inicio en el que Bagney nos ofrece el corazón de su película. Sobre negro, una ausencia: «¿Papá?», que luego se revelará performativa (aunque, en el fondo, no tanto), y seguidamente el montaje de créditos iniciales: sinfonía de una ciudad, Madrid, que espera vacía a que la protagonista llegue al set. Suena el ballet de La bella durmiente de Tchaikovsky.

    De lo primero podemos sacar una conclusión freudiana, que luego enunciará la propia Ramona, sobre su falta de rumbo, una crisis de identidad anunciada (Ona contra Ramona). La vemos pasear desorientada por un Madrid que se le hace extraño y al que ha vuelto en busca de arraigo: «En Londres sentía que nunca había tenido padres». La vemos buscarse canas en el espejo. La vemos fumar en la ventana como una chica de la Nouvelle Vague: «Odio el tabaco. Pero lo amo». Ramona lo quiere todo y por eso todos somos un poco Ramona. Le gusta echar humo pero no quiere consumir nicotina, así que fuma unas hierbas que saben a marihuana pero tampoco colocan; quiere tener muchos hijos pero rechaza hacerse mayor ella misma; quiere la estabilidad de Nico y la ilusión de eso que no sabe muy bien qué es con Bruno. Así que se va dejando llevar hasta que la película que ruedan juntos se acaba, y ahora qué.

    Las contradicciones de Ramona se traspasan a la película, que se debate constantemente entre seguir unas convenciones o romperlas, dejarse llevar por la fantasía del género o por el realismo de bar castizo. Resoluciones que en ocasiones resultan merecidas y a veces poco satisfactorias o incluso tibias: bajar a tierra la narrativa o encumbrar a Ramona como protagonista sin consecuencias. ¿Todo a la vez? Porque empatizar con Ramona es inevitable, pero también cabe preguntarse si el dispositivo formal invita a una autocompasión que, por discurso, no parece proponer.

    Lourdes Hernández, Russian Red, encarna hasta las últimas consecuencias a Ramona, actriz aspirante que busca en sus personajes las certezas que es incapaz de darse a sí misma y, en sus castings, interpreta monólogos que escribe en nombre de otras: Annie Hall o la Celine de Before Sunrise. Son sus momentos de mayor lucidez, iluminados en el color deslumbrante del 16mm, en los que se permite la convicción que en su vida no encuentra. En un ensayo, Ramona le dice a Bruno, el interés romántico y director de la película que ruedan, ante la ausencia de indicaciones: «Yo necesito saber a dónde voy».

    A Ramona, que reafirma constantemente su condición autoconsciente, metacinematográfica, moderna, le pasa lo contrario que a su protagonista: encuentra sus momentos de mayor interés cuando consigue la seguridad para dejar de recordarnos a sus referentes. Entonces convence de que sabe lo que está haciendo (incluso aunque, como su protagonista, no tenga ni idea), cuando no lo justifica en lo que ya se ha hecho y encuentra, como la propia Ramona, un camino propio. Porque Ramonas las ha habido y las habrá (o las somos y las seremos), pero eso ya lo sabemos. Parece que estuviera pidiendo permiso para sentarse en la mesa de los mayores cuando su espíritu pide a gritos hacerlo y pedir perdón después, si eso. O sentarse en el suelo y robar el cenicero.

    Una película que funciona tan a la par que su protagonista podría haber desarrollado un comentario más elaborado en esa dirección. Y aunque limitar el discurso meta juega a su favor, son ideas que quedan un tanto deslavazadas, a medio camino. Ramona nos recuerda todo el rato que miremos atrás a riesgo de perdernos lo que tenemos delante, unos diálogos que por momentos brillan al nivel de la mejor comedia patria, una actriz protagonista que combina todo eso que tiene que combinar Ramona, una película que se defiende por sí misma.

    Lo curioso es que Bagney decide darle este arco a su personaje. En una escena próxima al final, Ramona improvisa un monólogo que se entiende autobiográfico y se compromete consigo misma, su historia y sus miedos, dejando de lado por una vez a las protagonistas de otras películas. Con la ausencia que referenciaba desde el inicio, con lo rancio, lo patético, lo contradictorio. Un monólogo más caótico, una Ramona más vulnerable se rompe en su sinceridad. Ramona termina donde empieza, sin idea de a dónde va, pero con la esperanza de por lo menos estar un poco más cerca de ser quién es. O tal vez no. Tal vez aceptar la crisis de identidad, cuestionamiento continuo mediante, nos ayude a encontrar el camino.


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