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    Crítica | El pequeño Nicolás

    || Críticas | ★★★★☆ |
    El pequeño Nicolás
    Amandine Fredon, Benjamin Massoubre
    Un lugar al que regresar


    Adriá Allande G.
    Barcelona|

    ficha técnica:
    Francia, Luxemburgo, 2022. Título original: Le petit Nicolas: Qu'est-ce qu'on attend pour être heureux?. Director: Amadine Fredon y Benjamin Massoubre. Guión: Michel Fessler, Anne Goscinny, Benjamin Massoubre. Productoras: ON Entertainment, Bibidul productions. Música: Ludovic Bource. Duración: 85 minutos.

    El pequeño Nicolás, la nueva película de animación de Amadine Fredon y Benjamin Massoubre, ganadora de la última edición del prestigioso Festival de Annecy y presentada en el homólogo de Cannes, está dibujada con el arte de la acuarela. Y como esta, es frágil e inocente, como la mirada de los niños que, bajo las sábanas e iluminados por la pequeña linterna de las colonias escolares, siguieron las aventuras del protagonista de la serie ilustrada; a medio camino entre la fábula y la verdad, terminando, como es costumbre, en el mismo delta. La cinta retrata la historia de René Goscinny y Jean-Jacques Sempé, su infancia, amistad y el desarrollo por uno de los hitos más populares de la cultura francesa de las últimas décadas. Rene Goscinny, a quien conocemos por su mayor celebridad por ser el creador de Astérix, el galo, o Lucky Luck, junto a su amigo e ilustrador Jean-Jacques Sempe, dibujaron en el ecuador de su vida —como si quisieran recuperar la estela de los días azules, como escribió Antonio Machado en alusión al sueño de la infancia— las peripecias del pequeño Nicolás. Este, con pantalones azules, camisa blanca y suéter rojo, como si se tratara de la bandera del país, con la sonrisa que lo representa y dispuesto a aventurarse como el que más, fue uno de los estandartes de la novela infantil francobelga. La película, en una lúcida decisión por parte del guion de Micheal Fessler y Anne Goscinny, hija del mismo René, transcurre desde dos líneas narrativas que, poco a poco, terminan por fundirse en una sola. La primera y como principal, la historia de René y Jean-Jacques, sus idas y venidas, así como el proceso e idea de colaborar con la segunda en cuestión, las aventuras del pequeño Nicolás. El protagonista de la serie infantil, al principio, no es más que un boceto entre tantos otros. Una posibilidad que nace, paulatinamente, de las manos de Jean-Jacques y que, junto al siempre temperado Goscinny en el guion, terminará por ser una realidad que se prolongará por más de dos décadas en los hogares franceses.

    Amadine y Massoubre reproducen con perspicacia el proceso artístico de los dibujantes franceses. Nicolás, de manera progresiva y a la par que Sempé y Goscinny van desarrollando su idea, atraviesa el hieratismo del dibujo, su estatismo inalterable, para convertirse en un ser animado que, finalmente y en una misma igualdad, como si se tratara de la obra más conocida del escritor italiano Carlo Collodi, Pinocchio (1882), dialoga con sus propios creadores. El protagonista, autónomo e independiente, participa de su propia vida y crece junto a sus autores a través de un prodigioso gusto por el dibujo. Trabajando, a partir de este y su lenguaje natural, en un acuciado ejercicio semiótico y, no menos importante, estilístico, las formas propias para representar las distintas líneas temporales. Un trabajo que, por su gusto e inteligencia a la hora de narrar, mantiene equivalencias con obras fundamentales del género de animación de los últimos años como Persépolis (2007), de Marjane Satrapi, o Arrugas (2011), de Ignacio Ferreras, por su universalidad a la hora de mostrar un estadio concreto vital.

    Nicolás descubre el significado de la amistad y, por consiguiente, la felicidad que esconden las primeras travesuras; hasta hacernos evocar, en una ineludible referencia, la iniciática libertad del joven Antoine Doinel en Los cuatrocientos golpes (1959), de François Truffaut. En las doce aventuras que acontecen la historia de Nicolás, desde las primeras trastadas hasta la descubierta del amor y que, por la edad y su inocencia, aún se desconoce la intensidad del misterio, Sempé y Goscinny recuerdan su propia infancia. El primero, entre puños e insultos, con un padre alcohólico y una madre distante, y el segundo, Goscinny, con el estrago de la guerra y el ostracismo al otro lado del océano, residiendo como refugiado en una de las colonias de Argentina.

    Las aventuras del pequeño Nicolás, después de todo, no son más que el inconsciente de los autores, el deseo frustrado de no haber conocido la dulce fragancia de la infancia ni tampoco, volviendo al poeta que caminaba por la vereda que muere en Colliure, el sol de los días de la fruta y la pasión. Por ello, el protagonista, a su modo e indirectamente, se encarga, en un acto de redención, de hacerles recuperar la piedra que levanta el castillo de nuestros recuerdos y la posibilidad, con la ternura que respira la película, de un nuevo confín con el que soñar y, quien sabe, si habitar. El pequeño Nicolás, como la vida misma, recoge el inicio, pero también el final. Este, nace de la mirada y la ilusión de sus autores, pero, como conversa con los mismos, alarmado por el hecho de tener que desaparecer algún día, su vida trasciende y se prolonga a cada uno de los niños que pasaron, sus noches en vela, leyendo absortos sus aventuras. Goscinny murió hace décadas, dejando al mundo del dibujo huérfano sin uno de sus padres fundadores. Y Sempé, tristemente, nos dejó este año. Sin embargo, aquello que hicieron y que subsiste es un ideal al que regresar. Nos ofrecieron la pasión y la curiosidad de Nicolás, su gusto por la amistad y el hecho de compartir, así como de vivir, una vida más amable, pacífica y sincera. Si algún día, después de todo, nos espera algún cielo, esperemos que se asemejen a las historietas que los autores franceses, en su momento y después de la guerra, dibujaron para todos nosotros. Un regalo.


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