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    Crítica | Concerned Citizen

    || Críticas | Mostra de Valencia 2022 | ★★★★☆ |
    Concerned Citizen
    Idan Haguel
    Hoy la bestia cena en casa


    Aarón Rodríguez Serrano
    Valencia|

    ficha técnica:
    Israel, 2022. Dirección, guion y producción: Idan Haguel. Fotografía: Guy Sahaf. Música: Zoe Polanski. Reparto: Shlomi Bertonov, Ariel Wolf, Lena Fraifeld, Uriah Jablonowsky, Ilan Hazan. Duración: 82 minutos.

    El cine rodado en Israel tiene (casi) siempre una serie de tensiones ideológicas escritas en su ADN: la rigidez inevitable de una sociedad que lleva la militarización (económica y bélica) en cada gesto, la escisión entre los planteamientos ultraconservadores y el sueño de una cierta vanguardia en las políticas de igualdad… Es complicado escapar de la sensación de que Israel no es sino un pequeño laboratorio a escala de todo lo que ocurre en Occidente: sus sueños de alta velocidad productiva, su brutalidad en la gestión del poder, sus tremendos problemas a la hora de gestionar los retos que traen los nuevos modelos afectivos. Hay que venderlo y comprarlo todo, mantenerse impecable, ser culto pero sacar tiempo para ir al gimnasio, ganar capital cultural apostando por una interseccionalidad moderada, y así ad infinitum.

    Sin embargo, es curioso que no haya demasiadas películas que se atrevan a explorar las contradicciones de la violencia sistémica. El caso de Concerned Citizen (Idan Haguel, 2022) es una de esas bombas de relojería capaces de hacer que los impolutos espejos en los que nos gustaría mirarnos se resquebrajen: ni la bondad es nunca suficiente, ni el odio está eternamente controlado, ni ninguna categoría identitaria garantiza jamás el haberse zafado de lo más oscuro de la naturaleza humana. La paradoja se trenza alrededor de Ben (Shlomi Bertonov), un homosexual de Tel Aviv que se prepara para comprar a su primer hijo mediante un vientre de alquiler. Más allá de sus gestos milimétricamente exquisitos —cuida su cuerpo, come sano, se manifiesta abiertamente por los derechos de la comunidad LGTB+, escucha música clásica y planta árboles—, Ben está atravesado por una innoble, imparable, pero muy humana y reconocible violencia. La película funciona precisamente por su capacidad para poner de manifiesto la imposibilidad contemporánea de ser un buen ciudadano y para no esconder que todos y todas, en nuestro pequeño sueño burgués de estar participando activamente en nuestra militancia favorita, en realidad seguimos desplomándonos una y otra vez en lo que nunca hemos dejado de ser: ciudadanos rotos, enfurecidos, enfermos, en constante búsqueda de salvación y, a partir de cierta edad, ya plenamente conscientes de nuestra propia sombra.

    Hay, por tanto, tres ejes sobre los que la película explorará la naturaleza misma de la violencia. Por un lado, el propio proceso de la «paternidad» de Ben está topografiado con un cierto cinismo —como veremos, no exento de rugosidades—, como un equilibrismo de privilegios y puro sadismo. Por otro, esa explotación explícita de las mujeres en situación de exclusión retorna como una sombra a partir de esos inmigrantes que pueblan su barrio —un barrio que el propio Ben sueña con gentrificar— y que le recuerda que la alteridad incomoda, que hace ruido, que se hacina, que no puede ser borrada como esos cuerpos inexpresivos que mueve a su antojo en los renders que diseña con el ordenador. En tercer lugar, su deseo violento de «limpiar» su barrio se encarna en el propio sistema policial que, de manera extraordinaria, cumple literalmente sus fantasías sádicas golpeando hasta matar a aquellos ciudadanos de segunda que se atreven a pisar las calles que le pertenecen.

    Ben se sabe atravesado: necesita del tercer mundo para que se «complete» su autoimagen de buen padre, pero lamentablemente, el tercer mundo tiene la mala costumbre de no servir únicamente para limpiar su mierda sino para dejársela en el descansillo. Necesita que su cuerpo esté musculado y perfecto, pero delega los golpes que desea propinar en los otros cuerpos que constituyen la fuerza policial. Quiere presumir de ser impecable por su condición de homosexual, pero a la vez, sabe que hay otros más subalternos, con otras costumbres y otras maneras de vivir, a los que le gustaría borrar del mapa. Judíos que sueñan con vivir mejor en Berlín y se tonifican con techno alemán pero que quieren ver lo más lejos posible a los ciudadanos africanos… salvo para comprarles un hijo. La película, como pueden intuir, no tiene desperdicio y enfadará a cualquiera que esté muy seguro de su propia bondad y de sus propios principios.

    Haguel, a su vez, rueda extraordinariamente bien y encuentra recursos formales de una enorme precisión para salir airoso de semejante lodazal. Focalizando casi siempre en Ben, configura nuestra distancia gracias a los travellings de seguimiento y a un uso tremendamente preciso de los planos subjetivos picados. La idea de la vigilancia que dispara todo el engranaje narrativo se utiliza de manera sutil pero constante: nos asomamos con Ben a la ventana, miramos desde sus ojos las pantallas en las que se reescriben las figuras virtuales y siempre disponibles de las páginas de las agencias de compra de niños o los despachos arquitectónicos. Se vale de la repetición en el montaje para marcar estructuralmente el desplome del protagonista, juega perfectamente con los elementos significantes —el uso de las plantas, los árboles o la comida, por ejemplo, como si fueran territorio únicamente de unos pocos—, y traza sin que le tiemble el pulso casi todo el metraje.

    Ese casi es, precisamente, donde la película se difumina y donde nos queda por formular alguna duda. La conclusión del trauma, sin ir más lejos, tiene un cierto aire difícilmente comprensible, apresurado, casi como si la repetición pudiera resolver algo tan brutal como una muerte. La aceptación del proceso de la compra de alquiler, ¿es un happy ending irónico? ¿Está Haguel finalmente aceptando la propia naturaleza de la bestia que lleva dentro? ¿Es ese fundido a blanco que lleva a un render final una carcajada sarcástica o un guiño cómplice? Después de todo, esa sensación de angustia y abandono final no son sino la consecuencia inevitable de lo que la propia película propone: es imposible construirnos desde el hecho mismo de tener certezas sobre el mundo que habitamos. Somos las contradicciones de nuestro tiempo y lo único que podemos hacer es abrazarlas con todas nuestras fuerzas.

    A riesgo de caer rotos o de descubrir que somos, en el fondo, unos auténticos hijos de puta.


    Concerned Citizen, Idan Haguel
    Sección oficial Mostra de Valencia.

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