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    Crítica | Haruhara-san's Recorder

    || Críticas | D'A FILM FESTIVAL 2022 | ★★★☆☆
    Haruhara-san's Recorder
    Kyoshi Sugita
    Dirección desconocida


    Júlia Gaitano Mendizábal
    Barcelona |

    ficha técnica:
    Japón, 2021. Título original: «Haruharasan no uta/春原さんのうた». Dirección: Kyoshi Sugita. Guion: Kyoshi Sugita. Producción: Jun Higeno. Fotografía: Yukiko Iioka. Montaje: Keiko Okawa. Música: Skank. Reparto: Chika Araki, Minako Niibe, Takenori Kaneko, Saho Ito, Misaki Kitamura, Mizuho Noshima, Kensuke Hidaka, Shiho Fukasawa, Yumiko Kurokawa, Yuri Nagoya, Mizuho Osu, Ryo Anraku, Madoka Tokukura, Keigo Shimizu. Duración: 120 minutos.

    Hasta que uno de los personajes de Haruhara-san’s Recorder no muestra a cámara una flauta dulce, es perfectamente normal que, como espectadores, no sepamos a qué tipo de «recorder» hace referencia Kyoshi Sugita en el título. Como muchos sabrán, la palabra inglesa puede referirse, efectivamente, al instrumento musical, pero también a una grabadora de sonido, o a cualquier aparato que sirva para registrar instantes: la propia cámara de cine, quizás. Aunque, viendo los obsesivos hábitos de los personajes del filme de Sugita por filmarlo todo con sus respectivos móviles, quizás incluso pudiera referirse a uno de ellos. Sin embargo, la «recorder» de la que se habla en el título se explicita como un objeto de la propiedad del señor Haruhara, y la única de dichas acepciones que se podrían aplicar a él es la de la flauta. Aquella que deja atrás, en un armario de su piso, cuando le cede el apartamento a Sachi (Chika Araki), la callada protagonista de Haruhara-san’s Recorder. Solucionado el enigma, este breve apunte, que puede parecer algo anecdótico, sobre el sentido de las palabras y su significado según el contexto en la película de Sugita, en realidad tiene gran importancia. Especialmente cuando se conoce el hecho de que esta obra se basa en un tanka, un subgénero de poema japonés. Solamente dos versos más largo que un haiku, la brevedad del tanka permite que, en los espacios que se generan entre las palabras, se cuelen infinidad de cosas sin decir. Algo así sucede en Haruhara-san’s Recorder.

    No es la primera vez que Kyoshi Sugita (que ha trabajado como ayudante de dirección con cineastas de la talla de Kiyoshi Kurosawa o Nobuhiro Suwa) toma el tanka como materia prima para su obra. En Listen to the Light (2017), la película inmediatamente anterior a la presente, el director partía de cuatro de estas piezas poéticas para contar la historia de cuatro mujeres. El tanka de Naoko Higashi en el que se basa Haruhara-san’s Recorder, que es, asimismo, el título de la antología poética que lo recoge, habla de una mirada muda. Que no dice nada, solo mira. En la película, lo que no se dice pesa más que aquello que sí. Lo que no se muestra, más que lo que se deja ver. La historia que cuenta el filme, entendiendo como tal su núcleo dramático verdadero, queda fuera de plano. Casi siempre. Cierto es que se puede percibir como intenta colarse, muy brevemente y sin explicación, en los planos contados de una chica a quién no conocemos. Todo parece indicar que se trata de alguien que ya no está presente en la vida de Sachi (se desconoce el motivo), y cuya ausencia le provoca un dolor evidente a la protagonista. Parece que su día a día ha quedado vaciado, con una rutina a la que intenta dar sentido, aunque no acabe de saber hacia dónde se dirige. La ausencia del señor Haruhara es la segunda gran ausencia de la película, evidenciada por los objetos que este deja atrás, en el piso, y por una serie de cartas enviadas que retornan a la dirección equivocada sin obtener respuesta.

    Sugita filma planos estáticos que imposibilitan el encuentro, que complican la posibilidad de conexión entre personajes. El plano y contraplano, cuando comparte encuadre, está planteado de forma tan frontal que impide que el espectador pueda asirse a ningún rostro. Y, cuando finalmente los vemos, las interacciones entre los tensionados personajes son incómodas y opacas, las situaciones quedan sostenidas en el tiempo sin llegar a resolución. No obstante, esa dificultad de moverse se va suavizando a medida que avanza la película. El cambio es prácticamente imperceptible, porque se expresa a través de detalles, de matices, pero existe. Desde ese «Ya estoy bien», que le murmura Sachi a la espalda de su preocupado tío durante un viaje en moto; hasta esa gran travesía final de vuelta (¿a casa?). La emoción llega a hacerse real cuando la protagonista se permite moverse, más allá del café en el que trabaja, más allá del hogar que parece haber hecho su refugio. Cuando se permite pintar en grandes lienzos, como performando, el shodō, los caracteres japoneses en tinta negra. O cuando, tímidamente, la oímos cantar al son de la flauta del título. Puede que, en algún momento, sintamos la urgencia de pedirle a la película un cambio de tempo. Pero, como sucede con todos los elementos que conforman Haruhara-san’s Recorder, funciona porque se toma su tiempo, y hay que aceptar que cambiar eso sería romperla. ⁜


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