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    Crítica | Cinco lobitos

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    Crítica ★★★☆☆ de «Cinco lobitos», de Alauda Ruiz de Azúa.

    España, 2022. Título original: «Cinco lobito». Dirección: Alauda Ruiz de Azúa. Guion: Alauda Ruiz de Azúa. Compañías productoras: Encanta Films, Sayaka Producciones Audiovisuales, Buena Pinta Media, RTVE. Distribuidora en España: BTeam Pictures. Dirección de fotografía: Jon D. Domínguez. Música: Aránzazu Calleja. Intérpretes: Laia Costa, Susi Sánchez, Ramón Barea, Mikel Bustamante, Amber Williams, Lorena López, José Ramón Soroiz, Leire Ucha, Elena Sáenz, Asier Valdestilla García, Nerea Arriola, Juana Lor Saras, Justi Larrinaga, Isidoro Fernández. Duración: 104 minutos.

    Antes siquiera de que hayamos podido empezar a conciliar el sueño (algo que, para bien o para mal, es práctica habitual en una sala de cine), un sonido terrible despierta nuestros cinco sentidos; los sobreestimula. Han saltado todas las alarmas, y claro, se ha activado el instinto de supervivencia. El nuestro, por supuesto, pero sobre todo el de esa criatura que solo sabe/puede hacer una cosa: emitir señales de socorro que de ningún modo pueden ser ignorados. Pasar de largo ante esto, es moral y biológicamente imposible. Son los lloros y gritos de un bebé; el llanto de ese ser querido empeñado en poner a prueba, noche tras noche, ese amor que nos une a él. Con esta música infernal sonando de fondo, a la cámara no le queda otra que abrir los ojos. Cuando esto sucede, descubrimos que aún es de día, o sea, que todavía tenemos por delante otra penosa jornada que, muy seguramente, nos llevará al punto del que partimos: hoy tampoco podremos pegar ojo, de ninguna manera. Ahora vemos con claridad: una niña recién nacida berrea desconsoladamente en medio de la calle. Pero por suerte, no está sola, pues los brazos de su madre la acunan; la mecen en un infructuoso intento de calmarla. Pero no hay manera. Una familia que acaba de añadir una nueva rama en su árbol genealógico, regresa al hogar después de haber pasado por el hospital. Hagamos recuento: está el bebé y está su madre, y al fondo está el padre y los abuelos, y ya más lejos, está el Edificio España, que de algún modo se sitúa por encima de las construcciones del pasaje donde nos encontramos, proporcionándoles una especie de sombra protectora. Cuerpos y estructuras relacionadas por el efecto atrayente de los opuestos, en este caso, a través del evidente contraste visual que surge de las comparaciones. Porque es inevitable reparar en la contraposición de envergaduras y edades hermanadas (nunca mejor dicho) en el plano. Lo colosal da cobijo a lo discreto; del mismo modo, la —extrema— juventud establece un pacto de dependencia, igualmente extrema, con esos progenitores que, de repente, no se sienten tan jóvenes. Corte y primer plano de la protagonista de esta historia, una Laia Costa en la piel de Amaia, mujer que acaba de convertir a su madre en abuela. En su cara, cómo no, está marcado el estrés de una vida que, ya antes de este paso crucial, ahogaba.

    El primer largometraje como directora y guionista de Alauda Ruiz de Azúa habla sobre esto: los encajes teóricamente imposibles en un recorrido vital planteado como una carrera de relevos, y de obstáculos: nacemos y morimos; salimos a la calle en cochecito y nos retiramos de ella en silla de ruedas. Dicho de otra manera, al principio nos cuidan; al final nosotros cuidamos de los demás. Esto, evidentemente, es el cemento que une las piezas con las que se construye cada hogar, pero también puede ser la sustancia que derribe la casa, la que sea. Para entendernos, el epicentro del —permanente— terremoto que agita esta función se encuentra en la práctica ausencia de respiros que conceden los elementos a través de los cuales podemos dibujar a Amaia: es hija-de, madre-de, novia-de y, por suerte (o no), trabaja por cuenta ajena. Al final del día, tiene que rendir cuentas con todo el mundo, y claro, ¿qué tiempo le queda a ella, para ella misma? Exacto. Esto, para acabar de contextualizar, transcurre en un presente marcado por la precariedad, por juventudes tan exprimidas que cada día llegan a la cama sintiéndose en la tercera edad, por bajas por maternidad sujetas a las necesidades —insaciables— del mundo empresarial, por dictaduras de la felicidad. «¡Tienes que ser feliz!», le dicen a Amaia; se lo recuerdan, se lo recetan. Y ni falta hace decir que no funciona; en realidad, el remedio no hace más que agravar los síntomas de esta insoportable enfermedad. Lo que pasa, ya se sabe, es que todos estos frentes tensionan; han creado una especie de fuego cruzado que ha pillado a la chica en medio. O sea, que lo que ella creía que iban a ser los mejores años de su vida, en realidad sientan como los peores. Y se siente culpable por ello; fatal, a nivel físico, psicológico y emocional. Y ya no sabe con quién tomarla. A sus ojos, su pareja y sus padres son o cómplices de la tortura o sacos de boxeo con los que desfogarse. Por supuesto, las discusiones no tardan en manifestarse: por banalidades o por obstáculos que realmente importan (y desde luego, pesan)… hasta que a las primeras de cambio, queda claro que los alaridos de la neonata, ese hilo conductor que junta secuencias (y que confirma que los subtítulos no son un complemento, sino más bien una herramienta de primera necesidad), son causa y consecuencia de tan estresante panorama. Del mismo modo, la canción de cuna que pone título a la película, no se sabe si es para apagar el fuego que nos rodea, o el que quema desde el interior.

    Cinco lobitos, Alauda Ruiz de Azúa.
    Sección Panorama de la Berlinale 2022.

    «Con la manera que tiene de avanzar en el tiempo, Cinco lobitos consigue ponerse por encima del día a día por el que dice moverse. Ve más allá de los altibajos que retrata, a lo mejor para vislumbrar y aterrizar en ese abrazo que, milagrosamente, lo pone todo en orden. Porque el hogar es un generador de penas, sí, pero también de esas alegrías que lo compensan todo; porque esta persona que ahora te saca de quicio, es la que en un futuro (con suerte, lejano) vas a echar de menos».


    La narración, planteada como un diario personal en el que, como manda el formato, no sabemos qué ha pasado entre cada una de sus entradas, efectivamente está dominada por las riñas, pero esta proporción no se debe a la voluntad enfermiza de la autora para fustigar a sus personajes, al contrario. Al final, resulta que es cierto aquello de que «el roce hace el cariño». En Cinco lobitos, la confrontación no busca empujar al otro, o no solo esto. En última instancia, siempre intenta acercar posiciones, por mucho dolor que entrañe dicho proceso. Muchas subidas de tensión confirman el clímax dramático con la rotura estruendosa de un objeto que queda pulverizado en mil pedazos. Pero después de esto, llega la calma, el enfriamiento de la sangre… el recomponerse poniendo orden en el estropicio. Hablar para sacar aquello que nos mata por dentro; escuchar para conocer mejor a quien tienes delante: entenderse. Laia Costa, Susi Sánchez, Ramón Barea y Mikel Bustamante son, en este sentido, el apoyo soñado; la familia (de actores) perfecta: capaces de dar sentido —humano— al texto de Alauda Ruiz de Adúa, tanto por separado como interactuando con los demás; fundiendo poco a poco las primeras apariencias con las que fácilmente podíamos encasillarles. La histeria, la afabilidad, la severidad, la proximidad… detrás de cada actitud (o fachada), descubrimos y aprendemos a querer la frágil complejidad de cada persona. Con la manera que tiene de avanzar en el tiempo (a veces mediante saltos a primera vista imperceptibles), Cinco lobitos consigue ponerse por encima del día a día por el que dice moverse. Ve más allá de los altibajos que retrata, a lo mejor para vislumbrar y aterrizar en ese abrazo que, milagrosamente, lo pone todo en orden. Porque el hogar es un generador de penas, sí, pero también de esas alegrías que lo compensan todo; porque esta persona que ahora te saca de quicio, es la que en un futuro (con suerte, lejano) vas a echar de menos.


    Víctor Esquirol Molinas |
    © Revista EAM / 72ª edición de la Berlinale


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