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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Pequeño pez (Little Fish) | Movistar+

    Los peces en el río

    Crítica ★★★☆☆ de «Little Fish» de Chad Hartigan

    Estados Unidos, 2020. 101 minutos. Título original: Little Fish. Director: Chad Hartigan. Guion: Mattson Tomlin, basado en una historia corta de Aja Gabel. Fotografía: Sean McElwee. Música: Keegan DeWitt. Producción: Andrea Stucovitz. Productora: Automatik Entertainment/Black Bear Pictures/Oddfellows Entertainment/Tango Entertainment. Diseño de producción: Caitlin Byrnes. Edición: Josh Crockett. Intérpretes: Olivia Cooke, Jack O'Connell, Soko, Raúl Castillo, Carmen Moore, Chris Shields, Toby Hargrave, Leanne Khol Young, David Lennon, Kwesi Ameyaw, Angela Moore, Mackenzie Cardwell, Katerina Katelieva.

    Un plano medio. Un paisaje marino y nublado. Una persona, de espaldas. La espalda se contrae ligeramente, la persona está llorando. Varios planos detalle: sus ojos, sus labios, la silueta de su cuello, las olas en la orilla, el cielo grisáceo. Entra en escena un perro. Contraplano medio. Es una mujer, sentada en una playa. Habla con el animal y le pregunta quién es. El encuadre se abre y vemos, a los lejos, a otro personaje, un hombre. Se acerca, se enfoca y conversan un poco. Y oímos entonces la voz en over de la mujer, mientras pasamos a la siguiente secuencia: «Estaba tan triste el día que te conocí... No recuerdo por qué».

    Este principio marca el tono posterior de Little Fish (2020), filme que se asienta sobre dos pilares temáticos —el pasado y el amor—, y que, con inteligencia y sensibilidad, los plasma mediante una narrativa elíptica, cimentada en los silencios, la música extradiegética, los planos detalle, los encuadres oblicuos, los gestos, los pensamientos superpuestos de la protagonista. De hecho, lo más interesante de este quinto largometraje de Chad Hartigan —por cierto, el primero que no cuenta con su participación en el guion— es justamente su capacidad de contarnos una historia tan antigua como la humanidad misma bajo una perspectiva nueva, de ahí el empleo de la ciencia ficción como marco genérico. ¿Y qué historia es esa? Ni más ni menos que el temor de Emma (Olivia Cooke) de perder a los que ama, y especialmente a su marido, Jude (Jack O'Connell), a manos de una enfermedad que borra la memoria.

    Hay algo extrañamente inquietante en una película que completó su rodaje en el año 2019 y que sabe retratar con un gran verismo las consecuencias que para la cotidianidad del ciudadano de a pie tiene una pandemia a escala mundial. Como si Aja Gabel y Mattson Tomlin —responsables de la historia de partida y del guion, respectivamente— hubieran sabido prever la inminente crisis global de la COVID-19, la cinta describe la manera sutil y persistente en la que el virus se infiltra en la rutina diaria de Emma, Jude y los suyos, primero trastocando pequeños hábitos, y luego dando un vuelco radical a sus vidas. Y, de telón de fondo, los problemas socioeconómicos globales, los tratamientos innovadores solo accesibles a unos pocos, la paulatina conversión de las calles en un estado policial, las protestas violentas, los individuos que vagan completamente perdidos, el censo para determinar quién es quién ante la progresiva y generalizada pérdida de identidades... Sin grandes aspavientos ni grandes dramatismos, con la delicadeza, el descuido y la inevitabilidad con que transcurre nuestra existencia.

    No es casualidad que el agua juegue un papel central en el relato, ya que es en un parque de atracciones acuático en donde los protagonistas se conocen, mientras que, ante varias peceras de una tienda de mascotas se prometen, y en una playa invernal será donde se pierdan y se reencuentren. La propia armazón del discurso, en puridad, se hace eco de la simbología del agua en tanto correlato del fluir del tiempo, en un montaje deslavazado, que funciona a base de analogías y asociaciones, de detalles repetidos y/o levemente modificados, con continuas analepsis y prolepsis, aunque siempre encauzado hacia un final (¿o hacia un principio?), como los pensamientos, los sueños, las evocaciones, los déjà vu o los cursos de los ríos. La propia Emma así lo constata, al declarar que no se puede vivir hacia atrás, sino únicamente hacia adelante, o al reflexionar sobre el hecho de que la esencia de nuestros recuerdos radica en los detalles, idea que se ve ilustrada en los ejercicios mnemotécnicos a los que un ya contagiado Jude es sometido, y que sobre todo pretenden avivar esos pequeños fragmentos borrados: qué tiempo hacía, dónde estaban, qué bebían, qué ropa llevaban...

    Little Fish, Chad Hartigan.
    No recordar el olvido.


    «La propuesta que nos ocupa redunda en lo que de genuino, por experiencial y humano, posee su peripecia, y en vez de poner el foco en nuestro empecinado deseo de enamorarnos y seguir buscando un ideal amoroso posiblemente solo factible en nuestra imaginación, la película llega a una conclusión tal vez acientífica, pero exaltadamente romántica: la del amor verdadero como una fuerza capaz de sobrevivir, incluso a nosotros mismos».


    Instante, transitoriedad, presente: estos tres sustantivos definen la sustancia que conforma realmente nuestra existencia, a pesar de esa cualidad, tan milagrosa como sobrecogedora, que poseemos las personas, la consciencia, la cual nos permite reconocer patrones, atesorar experiencias e imaginar posibles desarrollos. El contraste que Little Fish establece entre los seres humanos y los animales (v. gr. el trabajo de veterinaria de Emma, el amor de Jude hacia su perro, el pececillo que se regalan por su compromiso...), no sirve solamente para evidenciar la incapacidad de los primeros de aprehender del todo el momento, frente a la naturalidad con que sí lo hacen los segundos, sino también para incidir en el peso de la memoria en la configuración de nuestra identidad, entendida esta en la estela de Erikson, por tanto en relación con las diferentes etapas diacrónicas de nosotros mismos, con aquellos que nos rodean y con nuestro entorno.

    Y si en la sociedad actual se ha convertido en un lugar común el concepto de «memoria de pez» para hablar de la desmemoria o de la brevedad con la que calan en nuestro ánimo los sucesos colectivos o individuales, Hartigan emplea esta imagen —más allá de lo exacto o inexacto que, científicamente hablando, sea la misma— como elemento vertebrador del filme, tanto por el paralelismo con el virus que borra el pasado como por la oda última que erige la obra a la necesidad de sumergirnos en la vida con la presencia absoluta, flexible, adaptable y plena de un «pequeño pez» en una corriente, en un océano o en una pecera. No es casualidad que un Jude cada vez más olvidadizo, (re)descubra los tatuajes a juego que tienen él y su esposa en el tobillo de un pececito cuando se están tomando un baño juntos. De nuevo, agua, afluyente, Heráclito, fugacidad, tiempo y espacio, circularidad, Nietzsche, instinto, vida.

    En definitiva, por su minimalismo, su factura visual y su empleo de una trama de sci-fi de tono melancólico e intimista, Little Fish guarda muchos puntos de contacto con los universos de Zal Batmanglij, Brit Marling, Mike Cahill o Shane Carruth, todos ellos auténticos expertos en hacer del cine indie el campo idóneo de la ficción especulativa de raíz más humanista y, por consiguiente, más poética y apegada a una materialidad de corte existencial. Junto a ello, y dada su reflexión sobre la importancia capital del amor y del pasado en nuestras vidas y en nuestra personalidad, casi se diría que estamos ante un remake en clave realista de ¡Olvídate de mí! (2004). Pero hay que insistir en este «casi», puesto que Little Fish carece de humor negro y rehúye la voluntad del clásico de Gondry y Kaufman de revelar su carácter de artificio para forzar los límites de la verosimilitud narrativa. Por el contrario, la propuesta que nos ocupa redunda en lo que de genuino, por experiencial y humano, posee su peripecia, y en vez de poner el foco en nuestro empecinado deseo de enamorarnos y seguir buscando un ideal amoroso posiblemente solo factible en nuestra imaginación, la película llega a una conclusión tal vez acientífica, pero exaltadamente romántica: la del amor verdadero como una fuerza capaz de sobrevivir, incluso a nosotros mismos.


    Elisenda N. Frisach |
    © Revista EAM / Barcelona


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