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    Crítica | No mires arriba | Netflix

    El apocalipsis sí será televisado

    Crítica ★★☆☆☆ ½ de «No mires arriba», de Adam McKay.

    Estados Unidos, 2021. Título original: «Don’t Look Up» Dirección: Adam McKay. Guion: Adam McKay. Historia original: Adam McKay, David Sirota. Compañía productora: Hyperobject Industries. Dirección de fotografía: Linus Sandgren. Música: Nicholas Britell. Montaje: Hank Corwin. Producción: Adam McKay, Kevin Messick. Intérpretes: Leonardo DiCaprio, Jennifer Lawrence, Meryl Streep, Jonah Hill, Rob Morgan, Mark Rylance, Tyler Perry, Timothée Chalamet, Ron Perlman, Ariana Grande, Scott Mescudi, Cate Blanchett. Duración: 145 minutos.

    Días extraños nos han encontrado. El poeta Friedrich Hölderlin, precursor de la teotanatología de su tocayo y compatriota Nietzsche, definió el malestar de su tiempo por una indigencia y un vacío en que «los viejos dioses ya se han ido y los nuevos aún no han llegado». La contemporaneidad padece de idéntico síndrome. Las profecías escatológicas mayas y las predicciones zodiacales resultan más verosímiles en el imaginario colectivo que el Armagedón climático pronosticado por científicos y expertos. Asistimos a la debacle del racionalismo ilustrado, donde creencias y supersticiones se han impuesto de nuevo sobre el conocimiento. Tras revisar los cimientos de la crisis económico-financiera en La gran apuesta (2015) y la injerencia yankee en Oriente Medio con El vicio del poder (2018), Adam McKay se aventura a vaticinar el futuro en No mires arriba (Don't Look Up, 2021), una sátira menipea del epítome indiscutible del irracionalismo actual: la América trumpista.

    La premisa, consciente del apocalipticismo secular que sacude nuestra era, gira en torno a un grupo de astrónomos que hace lo imposible por evitar el impacto inminente de un asteroide «destructor de mundos» contra la Tierra. Tan hercúlea epopeya sirve de alegoría para la hecatombe medioambiental que se avecina, negada por unos y preterida por los que más. Armado con un reparto estelar que incluye a la mitad del censo de Hollywood, McKay carga contra todo y todos en una intentona frenética de no dejar títere con cabeza: la Casa Blanca, magnates tecnológicos a lo Steve Jobs, medios de comunicación sensacionalistas, la opinión pública, el espectador —las casi dos horas y media de metraje tenían que justificarse de algún modo. No obstante, el filme peca de exactamente la misma superficialidad y falta de altura de miras que achaca a la masa, cayendo víctima de la frivolidad que trata de caricaturizar. El problema, por tanto, no es que el estadounidense erre a la hora de diagnosticar nuestros trastornos y vergüenzas, sino que sus artificios son tan tópicos que es difícil tomárselo en serio. En cierto punto de su ataque frontal contra el rebaño occidental (materialista, cínico y estúpido), McKay olvidó que formaba parte de él. Personajes como el de la Presidenta Orlean (Meryl Streep), un calco de Donald Trump en versión femenina, son tan faltos de imaginación que rozan el ridículo. El ¿humor? en horas bajas de su hijo y jefe de Gabinete (Jonah Hill) bien merece una crítica aparte (y no tan benevolente como esta, por cierto). Lo mismo podría decirse de las extensiones que le endosaron al antisistema Yule (Timothée Chalamet) en plató, tan chirriantes como él mismo. Más afortunadas son las interpretaciones de Leonardo DiCaprio y Jennifer Lawrence como salvadores de la humanidad adictos al Xanax, y cómo no, la de Cate Blanchett parodiando a la presentadora del canal FOX Megyn Kelly.

    Don't Look Up, Adam McKay
    Protagonizada por Leonardo DiCaprio y Jennifer Lawrence.

    «Porque una sátira no tiene como objetivo primordial la carcajada esporádica, sino una mordacidad capaz de resaltar los vicios que aquejan a una sociedad. Y McKay, pese a todo, consigue que extraigamos una moraleja, mas con total seguridad distinta de la deseada: la próxima vez que quieran asistir a una hoguera de las vanidades que los ponga frente al espejo, descuelguen el Teléfono rojo de Kubrick».


    No mires arriba funciona mejor al considerarla como un producto ergonómico fruto del consumismo voraz que reprueba: hueco y posiblemente insustancial, sí, pero también poderosamente entretenido, y a ratos, hasta ingenioso. Los fenómenos que McKay coloca en su mirilla —el auge del negacionismo, la avalancha constante de fake news, el populismo en política, la crisis de confianza que atraviesa la ciencia— están tan a la orden del día que la película se confunde por momentos con un telediario de sobremesa más dilatado, aunque no más epatante, de lo habitual. El ritmo que le imprime, con un montaje jadeante que apenas da ocasión al parpadeo, recuerda asimismo a la cadencia de un noticiario, si bien aquí prescinde del bombardeo ampuloso de información del que sí adolecía la execrable La gran apuesta. El apartado musical tampoco es ajeno al estrellato del elenco, con la diva del pop Ariana Grande y el rapero Kid Cudi actuando en el último concierto antes de que el mundo se acabe. El dueto que ejecutan se titula Just Look Up, en alusión a los escépticos que niegan la llegada del meteorito, e incluye versos como «escuchad a los malditos científicos cualificados / ahora sí que la hemos jodido / está tan cerca que puedo sentir su calor». La puesta en escena, con Grande flotando sobre un público conmovido que pronto será machacado por el cuerpo celeste, es sin duda uno de los puntos álgidos de la cinta.

    Dice nuestro refranero que quien mucho abarca poco aprieta. Desconocemos si el proverbio cuenta con equivalente al otro lado del Atlántico, pero a juzgar por el cine de McKay, alguien podría argüir que el dicho no consiguió traspasar fronteras. Su ambición enciclopédica, similar a la de un niño tratando de demostrar que ya ha hecho las tareas de todo el curso cuando aún no ha empezado siquiera el trimestre, es diametralmente opuesta a su agudeza. Porque una sátira no tiene como objetivo primordial la carcajada esporádica (la broma de «el final está cerca: ¿habrá Super Bowl?» es tan efectiva como fácil), sino una mordacidad capaz de resaltar los vicios que aquejan a una sociedad. Y McKay, pese a todo, consigue que extraigamos una moraleja, mas con total seguridad distinta de la deseada: la próxima vez que quieran asistir a una hoguera de las vanidades que los ponga frente al espejo, descuelguen el Teléfono rojo de Kubrick.


    Carlos Cruz Salido |
    © Revista EAM / Madrid


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