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    Artekino 2021 (I) | Críticas: «Nocturnal», «Sami, Joe and I», «Uppercase Print» & «Oasis»

    ARTEKINO 2021 (I)

    Primera crónica de la 6ª edición del Artekino Festival.

    ▼ Críticas
    «Nocturnal», Nathalie Biancheri (Reino Unido).
    «Sami, Joe and I», Karin Heberlein (Suiza).
    «Uppercase Print», Radu Jude (Rumanía).
    «Oasis», Ivan Ikić (Serbia).

    Sami, Joe and I, Karin Heberlein.
    Imagen de la sexta edición de ArteKino.

    Tres promesas en la dirección y una realidad componen la primera crónica de nuestra cobertura a la sexta edición del ArteKino Festival, un certamen disponible online para el público europeo en el que tienen cabida propuestas que ofrecen diferentes perspectivas de la realidad del continente, abordando la contemporaneidad, incluso desde el pasado. Es el caso del penúltimo filme del ganador del Oso de Oro Radu Jude, Uppercase Print, un problemático retrato sobre la parálisis gubernamental en la Rumanía de Ceaucescu. Un trabajo satírico en consonancia con el resto de su rica y compleja filmografía. Un punto en una carrera al que aspiran Nathalie Biancheri, Ivan Ikic y Karin Heberlein. La primera ha estrenado este año su segundo filme, Wolf, protagonizado por George MacKay; una de esas joyas de género que, como su ópera prima, han pasado injustamente por festivales y carteleras. Su debut, Nocturnal, habla de las relaciones paterno-filiales dibujando el oscuro panorama para las últimas generaciones de ingleses en la Inglaterra preBrexit. Con pulso, la joven directora formada en la BBC alcanza una emoción contenida con este largo que hereda el espíritu del Free Cinema. De la misma manera, Ivan Ikic no es un recién llegado. Ya destacó en 2014 en East of the West de Karlovy Vary con Barbarians, cinta sobre los fanatismos futbolísticos que extrapola la tensión y deriva de la juventud balcánica tras la guerra en la península, una de las últimas grandes vergüenzas del viejo continente. Con Oasis prosigue con la descripción de ese universo estanco posbélico; habitado por tres jóvenes pacientes de un centro de capacidades especiales de Belgrado. La cámara de Ikic perseguirá su cotidianidad, también su frustración por un presente monocorde. Mucho más ligera es la apuesta de la helvética Karin Heberlein, un coming of age que centra su mirada en tres amigas que anhelan la llegada del verano como momento de disfrute pero también como espacio de cuestionamiento de su futuro inmediato. Claro está, nada saldrá según lo planeado.

    NOCTURNAL

    Crítica de «Nocturnal», Nathalie Biancheri, Reino Unido.

    ▼ Raúl Álvarez.
    Puntuación: ★★★☆☆.

    El reciente estreno en Estados Unidos de Wolf, la segunda película de Nathalie Biancheri, ha coincidido con la afortunada recuperación de su ópera prima en la programación del festival ArteKino. A partir de la ambigua relación que se establece entre la adolescente Laurie (Lauren Coe) y un pintor de brocha gorda, Pete (Cosmo Jarvis), en una localidad portuaria británica, Nocturnal dibuja un complejo mapa de los afectos que sorprende por su capacidad para poner en evidencia el modo en que se construye el significado de una historia y cuál es la naturaleza y la moral de sus protagonistas. En definitiva, y no es una cuestión sencilla de tratar visualmente, en qué medida el público participa de una narración y le otorga sentido a través de sus propias filias y fobias; de ese imaginario particular donde los prejuicios, las suspicacias y los estereotipos se imponen a menudo a la mirada de un cineasta. Condicionamientos de la vida frente a condiciones de la ficción.

    En este caso, en la manera de presentar y desarrollar la relación entre Lauren y Pete no media un ejercicio de diversión narrativa al estilo, por ejemplo, del primer Shyamalan, que cambiaba el signo de una película traicionando los sobreentendidos, sino que Biancheri deja en manos del público una primera interpretación de lo que ocurre. Basta que Pete sea mayor que Laurie, no tenga estudios, viva una vida en los límites de lo normativizado, y fume y beba con regularidad, para que prácticamente cualquier espectador medio sospeche de sus intenciones hacia una muchacha menor de edad. Y lo mejor de esta tesis: que cuando todo entre ellos está claro, siga latente la tentación de pensar mal. ¿Por qué? Porque Pete parece, tiene que ser un «bicho raro». Por ese territorio de lecturas equívocas que resultan de meras apariencias se mueve una película que habla con acierto y mimo del pasado como trauma, los pecados de juventud, los lazos de sangre y la rebeldía con causa de las inocencias interrumpidas. Al fondo, como un fantasma de luz, hierro y vapor, Biancheri sitúa un paisaje industrial que funciona como terrible metáfora de la alienación contemporánea y, acaso también, de la de un país que huye hacia adelante aferrado a las nuevas formas del pensamiento mecanicista de la revolución industrial. Acción-reacción sin matices. Laurie y Pete buscan cielos azules, pero en su lugar encuentran solo nubes de humo que por la noche son aún más visibles. Así es como Nocturnal se funde con Tennyson.

    Reino Unido, 2020. Dirección: Nathalie Biancheri. Guion: Olivia Waring, Nathalie Biancheri, basado en la historia original de Olivia Waring. Producción: Rickshaw Entertainment, Cas-Mor Productions, Resolve Media. Fotografía: Michal Dymek. Música: Aaron Cupples. Reparto: Cosmo Jarvis, Laurie Kynaston, Sadie Frost, Amber Jean Rowan, Yasmin Monet Prince, Amy Griffiths, Lauren Coe, Ella-Grace Gregoire, Jonathan Milshaw, Patrick Connolly, Ethan Wilkie, Daisy Farrar. Duración: 86 minutos.

    SAMI, JOE AND I

    Crítica de «Sami, Joe und ich», Karin Heberlein, Suiza.

    ▼ Miguel Muñoz Garnica.
    Puntuación: ★★☆☆☆.

    Es la adolescencia un videoclip? Ritmos de hip-hop y electrónica que acaparan la banda sonora, estampas suburbiales de Zúrich enlazadas por cortes de plano tajantes, cámara en mano nerviosa que sigue el movimiento impulsivo de las protagonistas… La ópera prima de Karin Heberlein arranca como si buscara zambullirse en un sentir vital acorde a este despliegue estético. Esto es, la despreocupada sobreestimulación del experimentar todas las cosas como si fueran nuevas, frescas, como si todos esos estímulos pudieran abarcarse de a una en un estado de euforia permanente. No por nada Sami, Joe and I comienza en el primer día de las vacaciones de verano, el punto álgido del año para creer en las mejores promesas que nos ofrece el mundo.

    Pasada una media hora de metraje, la estética de videoclip se deshace y podemos localizar el punto de inflexión en un plano muy concreto de la película. Joe, una de las tres adolescentes protagonistas, sale de un trabajillo que ha conseguido como moza de inventario. El plan parece prometedor. Acabada la jornada entre pasillos de infinitas estanterías metálicas y luces artificiales lúgubres, toca respirar en el pequeño paraíso que las muchachas han encontrado en su rincón del parque, aunque sea entre pilas de escombros y sofás desechados. El plano medio sigue a Joe de espaldas, cámara en mano, y el hip-hop que escucha a todo trapo en sus cascos inunda la imagen. A un lado atisbamos a un tipo sentado, fuera de foco: inadvertido hasta que reclama la atención de Joe. Súbitamente, la música se corta cuando ella se retira los cascos, la cámara se detiene y cambiamos a un plano general de la muchacha frente al hombre, ahora sí plenamente enfocado. Las asperezas del mundo truncan la construcción videoclipera de la imagen y nos lanzan un primer aviso, en este momento inadvertido pero devastador cuando, un poco más adelante, ese hombre dé cuerpo a ciertos males sociales que arrojarán a Sami a la violencia y los abusos del «mundo adulto».

    La propia directora, al hablar de la música en la película, cuenta que quiso que representara dos cuestiones: «Por un lado el sentimiento del verano y la frágil sensación de estar al límite, y por otro lado la música como una expresión muy subjetiva de cada una de las actitudes de las chicas». La adolescencia de una chica como Joe, entonces, tan vulnerable a dinámicas de exclusión social y machismo estructural, se destapa dolorosamente como la euforia de una canción cortada en su punto álgido. Lo que termina por plantear Heberlein no es que la adolescencia sea un videoclip, sino el drama de que no se le permita serlo. Que el verano acabe tan poco después de su primer día.

    Suiza, 2020. Director: Karin Heberlein. Guion: Karin Heberlein. Producción: Abrakadabra Films, Schweizer Radio und Fernsehen. Fotografía: Gabriel Lobos. Música: Aaron Cupples. Reparto: Astrit Alihajdaraj, Karim Daoud, Anja Gada, Rabea Lüthi, Jennifer Perez, Jana Sekulovska. Duración: 94 minutos.

    UPPERCASE PRINT

    Crítica de «Tipografic majuscul», Radu Jude, Rumanía.

    ▼ Yago Paris.
    Puntuación: ★★☆☆☆.

    La cinta se divide en dos líneas de narración. Por un lado, se recrean los diferentes aspectos del archivo policial; por otro, se muestran fragmentos de la programación televisiva que ofrecía la televisión estatal rumana en aquella época. En ambos casos se habla sobre el pasado, pero mientras que en el primer caso se exponen unos hechos secretos, solo conocidos tras la caída del régimen comunista, en el segundo se aborda la versión oficial, la idea ficticia de la sociedad rumana que el gobierno quería transmitir a su población. Los dos modos narrativos se basan en la reconstrucción de la realidad, algo que se explicita como tal tanto por la manera en que los fragmentos se estructuran —al colocar de manera sucesiva una escena de la reconstrucción del archivo seguida de un fragmento televisivo, la ruptura de la continuidad narrativa es constante—, como por el contraste que genera la combinación de ambos y por la puesta en escena de los fragmentos rodados para la película. Jude acude al teatro brechtiano para impedir cualquier intento del público por sumergirse en la ficción. Actores que se comportan como modelos bressonianos miran a cámara e interactúan entre ellos con una evidente falta de emotividad, a lo que se suma una planificación de las escenas basada en la estricta simetría de los encuadres y el uso de escenarios teatrales. La suma de los diferentes factores ofrece una contundente sensación de manipulación, de recreación, donde la audiencia es alertada a cada instante de que lo que ofrecen los segmentos rodados por el cineasta están tan manufacturados como los fragmentos de propaganda estatal en formato televisivo, y que por tanto debe sospechar de ambos. En última instancia, aunque mediante métodos narrativos y estéticos en las antípodas de la Nueva Ola Rumana, Radu Jude ofrece un ejercicio que llega a la misma conclusión: resulta imposible acceder con claridad al pasado, y mucho menos reconstruirlo en condiciones.

    La reconstrucción como ejercicio para la manipulación se combina con la de la farsa, puesto que otra de las evidentes intenciones de Jude a la hora de mostrar tal grado de artificiosidad en los fragmentos que rueda es poner de manifiesto que todo lo que se expone es ridículo. Mediante una aproximación sutilmente humorística, que nace de una exagerada rigidez formal, el cineasta denuncia hasta qué punto se perdía el tiempo y se invertían altas dosis de energía en aspectos irrelevantes. Es dramático que un adolescente fuera sometido a semejante presión policial, hasta el punto de que se acabó con su vida por temor a que fuera un enemigo del Estado, pero es ridículo que todo esto ocurriera por unas simples pintadas con tiza. Al mismo tiempo, es dramática la manipulación propagandística que se servía en los hogares rumanos a través de la programación televisiva, pero es ridícula la manera en que se trataba de vender una idea de sociedad idílica cuando a la Rumanía de Ceaucescu se la conoce como la más opresora de las repúblicas socialistas de la esfera soviética, lo que explica que fuera el único caso donde la transición del comunismo al capitalismo derramó sangre en el proceso. El propio Jude refleja dicha transición de manera simbólica en su filme, en una escena que a la postre ofrece la idea visual más sugerente del conjunto. Tras haber dividido la cinta en las dos citadas líneas narrativas, al final del metraje el cineasta saca la cámara a las calles para mostrar lo que se entiende que es la Rumanía actual. Mientras todavía se escucha la banda de sonido de la escena previa —miembros de la policía secreta justificando sus actitudes y decisiones en torno al caso de Calinescu—, la imagen muestra la panorámica de un no-lugar urbano, donde la vida moderna —tráfico, bullicio, progreso tecnológico—, asentada en la Rumanía actual, se ve estrechamente ligada al capitalismo, lo que se observa en la gran cantidad de carteles y anuncios —la propaganda capitalista— que se puede observar en las diferentes superficies de la localización, a lo que se suma la presencia de una catedral —el reciente auge del extremismo religioso en Rumanía, que tan bien retrataba Cristi Puiu en Sieranevada—. La escena se puede entender como la confrontación del oscuro pasado con un presente que no parece precisamente ideal. Algo muy similar sucedía en Motherland, la cinta del lituano Tomas Vengris, donde se señalaba que la transición del régimen soviético al sistema capitalista, lejos de solucionar todos los problemas del pasado y ofrecer una sociedad mejor, había dejado el país a merced de la ley del más fuerte. Tras dos horas de tedioso metraje, donde Radu Jude invierte todo su esfuerzo en desarrollar una propuesta que, a pesar de lo mucho que profundiza en el caso de estudio, en realidad ofrece conclusiones muy básicas —lugares comunes de las ficciones que abordan los males del Estado comunista—, el autor acierta al ofrecer un panorama actual que dista de ser la sociedad idílica que toda Europa del Este esperaba con la caída del comunismo, una reflexión especialmente relevante si se tiene en cuenta lo poco habitual que es encontrarla en las narrativas de los cines de estos países.

    || anexos
    Crítica completa de UPPERCASE PRINT.
    RETROSPECTIVA a Radu Jude.

    Rumanía, 2020. Título original: Uppercase Print. Director: Radu Jude. Guion: Radu Jude, Gianina Carbunariu. Productores: Carla Fotea, Ada Solomon. Productoras: Microfilm, TVR. Fotografía: Marius Panduru. Música: -. Montaje: Catalin Cristutiu. Reparto: Serban Pavlu, Alexandru Potocean, Ioana Iacob, Constantin Dogioiu, Silvian Vâlcu, Bogdan Zamfir, Serban Lazarovici, Doru Catanescu.

    OASIS

    Crítica de «Korisnici (Oaza)», Ivan Ikic, Serbia.

    ▼ Carlos Cruz Salido.
    Puntuación: ★★★☆☆ ½.

    «El mundo está lleno de fealdad, y aún habría más si el hombre apartara la mirada»,
    La casa es negra (Forugh Farrokhzad, 1963).

    El prólogo de Oasis viene presidido por material de archivo en 16mm donde un locutor narra la inauguración, en Belgrado, del primer centro para personas con discapacidad intelectual a finales de los 60. El objetivo es que, con la atención y preparación suficientes, los usuarios puedan desarrollar una vida normal en el futuro. A pesar de su clara vocación propagandística, el granulado también deja entrever cierta esperanza por los parias de la sociedad que «en la Antigüedad se los ahogaba en el mar». Las similitudes con aquella maravilla iraní rodada en los corredores de una leprería y titulada La casa es negra son palpables, pero el tercer largometraje del serbio Ivan Ikic ni está bendito —por poco— por la poesía maldita de Farrokhzad ni es un documental. Tras una abrupta interrupción, el optimismo infundado del footage da paso a la cruda ficción, ambientada en esa misma institución a día de hoy. El filme dedica sendos capítulos a Marija, Dragana y Robert, tres internos que protagonizan un retorcido triángulo amoroso intoxicado por los celos. La disfuncionalidad que sobrellevan, responsable del ostracismo al que han sido condenados, pronto se ve relegada a un segundo plano en favor de su miseria, tan individual en el padecimiento y, sin embargo, tan compartida en la causa. ¿Hay un límite para la tristeza que un ser humano es capaz de tolerar? ¿Puede la existencia pesar?

    Los cortes con cuchilla en el antebrazo y los anhelos suicidas responden a estas pesquisas a medida que la tragedia se fragua. En una escena dolorosamente explícita llegamos a la comprensión de que el oasis que referencia el título no es ningún vergel de este mundo, sino el paraíso que podría existir, ojalá, al abandonarlo. La necesidad visceral de escapar no difiere en mucho de la de Luka, aquel hooligan de Barbarians (2014) sumido en una espiral de violencia y radicalización. El impulso autodestructivo, quizá inherente a nuestra especie, orbita en ambas obras más cerca de la sociología de Durkheim que de la pulsión de muerte de Freud, y surge la cuestión de si centros ocupacionales como el de Oasis conducen a la salvación o a la aniquilación. Y es cierto que el ojo de Ikic registra la pausada pero impostergable evasión de la tríada con un estilo espartano y prácticamente silente, imponiendo las expresiones hieráticas, deformadas perpetuamente por el dolor, a los gritos. ¿Por qué entonces los planos parecen aullar, no sabemos si suplicando auxilio o simplemente plañendo?

    Serbia, 2020. Título original: «Oaza» Dirección: Ivan Ikic. Guion: Ivan Ikic. Compañía productora: Kepler Creative, Les Films d'Antoine, SENSE Production, Tramal Films. Dirección de fotografía: Milos Jacimovic. Montaje: Dragan von Petrovic. Producción: Marija Stojanovic, Milan Stojanovic. Intérpretes: Goran Bogdan, Marusa Majer, Marijana Novakov, Tijana Markovic, Valentino Zenuni, Milica Djindjic, Sasa Strugar. Duración: 123 minutos.

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