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    Crítica | La isla de Bergman

    Una imagen, su reflejo

    Crítica ★★★☆☆ ½ de «La isla de Bergman», de Mia Hansen-Løve.

    Francia, Alemania, Bélgica, Suecia, 2021. Directora: Mia Hansen-Løve. Guion: Mia Hansen-Løve. Producción: arte France Cinéma, CG Cinéma, Dauphin Films, Neue Bioskop Film, Piano Producciones, RT Features, Scope Pictures, Film Capital Stockholm, Plattform Produktion, Swedish Television. Fotografía: Denis Lenoir. Reparto: Mia Wasikowska, Anders Danielsen Lie, Tim Roth, Vicky Krieps, Joel Spira, Oscar Reis, Jonas Larsson Grönström, Clara Strauch, Wouter Hendrickx, Gabe Klinger, Teodor Abreu, Felix Berg, Grace Delrue, Matthew Lessner, Kerstin Brunnberg. Duración: 105 minutos.

    En 1713, el violinista Giuseppe Tartini soñó. En el sueño apareció el Diablo y un pacto fue hecho. A cambio, Tartini fue obsequiado con una melodía cuya complejidad sigue maldiciendo a intérpretes actuales. El compositor italiano crearía La Sonata del Diablo, pero, en sus propias palabras, esta sonata era un pálido reflejo de la melodía que llenó su sueño con la idea del amor puesto en sonido. La búsqueda de un principio que armonice la idea personal del amor siempre ha castigado a cualquiera. Hubo una vez en la que el amor se manifestó y, desde entonces, todo es reflejo. Una búsqueda de una idea original que consiste en buscar en lo ajeno lo propio: reconocer el reflejo apagado de lo que una vez significó.

    Mia Hansen-Løve busca su principio artístico en Ingmar Bergman; sin embargo, La isla de Bergman no es ningún homenaje al cineasta sueco. Funciona, como todos los reflejos, en la sencillez con la que disimula la apariencia original de la idea. Una cineasta en crisis como Chris no encontrará su principio amoroso y creativo en Tony, un director cimentado en el enamoramiento por el cine que le convierte en un psicótico con demasiadas certezas. Tampoco lo encontrará en la obra de Bergman, una figura presente en su mente que le hace sentir como una hija menor de un Dios indiferente. Quizá Chris encuentre su principio construyendo una idea personal del amor y el arte cuyos reflejos conformen un nuevo ideal, y no lo desmonten. Así, Hansen-Løve pone en escena una sencilla retahíla de reflejos del cine del sueco, de pequeños universos personales —el miedo a la irrelevancia y la cuestión de la otredad femenina— y de evocaciones de una idea original que le acecha —una génesis romántica escondida en capas metacinematográficas y espejos de subtramas—. Quiere pensar que el juego de reflejos construirá un espejo que le devuelva una imagen sanadora. Como Chris, encuentra un placer en la discreta aniquilación de una misma: los diálogos languidecen cuando la cámara los cercena y se detiene en encuadrar, una y otra vez, el rostro asustado por la certeza de no saber quién se es cuando el otro ya no está ahí para decirlo. En la isla de Fårö Bergman jugó a poner en crisis la representación de la propia vida, pero a Hansen-Løve eso le da igual. Las evocaciones de los registros del cine sueco son cacofonías porque quieren ser discordantes, anómalas, fuera de lugar.

    Era Godard quien dijo que ojalá poder asomarse detrás de las imágenes para ver el reverso de la pantalla y darle la vuelta. Probablemente, esta cita funcione mejor con Hansen-Løve. Chris mira detrás de las imágenes de Bergman y no encuentra nada. Eso está bien, porque en el juego de álter egos, de tramas espejo y reflejos que mueren en una noche que nunca será memoria se disimula la idea original de La isla de Bergman: olvidar la idea de amor para hacerla todavía más presente. Nadie puede saber qué siente Hansen-Løve, sí se puede saber que esto es un reflejo de un sentimiento volcado en un lenguaje extraño y errático inspirado por el Diablo que punza la memoria y el recuerdo. Por qué es un lenguaje extraño es una afirmación que descansa en el hecho de que Hansen-Løve descarta la elipsis y la digresión, el juego con el tiempo del relato. Lo que había sido una constante en su obra desaparece en pos de la importancia del espacio. La cineasta francesa cree que el amor ocupa un espacio y que el arte se limita a evocarlo. Como no podía ser de otra forma en su obra, es la palabra la generadora de una nueva realidad que mueve el espacio: amar es firmar un espacio apócrifo hasta que se llene de uno mismo. Cuando la palabra no es suficiente, la cámara puntúa ferozmente con un reencuadre o un cabeceo frenético. En estos instantes de ruptura en los que confluye la historia de Chris y Tony y la de los jóvenes Amy y Joseph el reflejo se convierte en la idea original del amor y el arte: la fusión entre un saber dramático que nos hace sentir humanos y un saber filosófico que nos hace sentir trascendentes.

    Bergman Island, Mia Hansen-Løve.
    Sección oficial de la 18ª edición del Festival de Cine Europeo de Sevilla.

    «Hansen-Løve dibuja su mundo, crea espacios llenos de imágenes propias y ajenas, de pasados que vuelven con un solo gesto, de sonrisas que firman lágrimas, de cine que nunca le sanó».


    Por lo tanto, este es el conflicto de La isla de Bergman y, por qué no, también de Hansen-Løve: enfrentar la belleza enigmática e indescifrable del drama más humano y la belleza armónica y unitaria de la filosofía que busca explicar ese drama. El Diablo está escondido en la mitología personal de la cineasta, deformando ese conflicto y convirtiéndolo en un equilibrio imposible de reflejos, certezas e intenciones artísticas. Hansen-Løve dibuja su mundo, crea espacios llenos de imágenes propias y ajenas, de pasados que vuelven con un solo gesto, de sonrisas que firman lágrimas, de cine que nunca le sanó. Finalmente, ese laberinto de imágenes e instantes traza la imagen de su yo, con la palabra firmando lo que bien podría ser el Epílogo escrito por José Luis Borges.

    Dicen que Platón quemó sus tragedias para dedicarse a la filosofía. Aquí hay una cineasta que trabaja con las cenizas de sus tragedias para intentar reanimarlas con una filosofía artística. Hay dolor, y amor, y cine, y espacios fantasmagóricos, y memorias. Hay un algo de despedida en la película que convierte a los personajes de Hansen-Løve en individuos cuya identidad se volvió anónima cuando aprendieron que decir adiós es, quizá, el principio de la idea de amar. Como en el sueño de Tartini, al despertar del adiós nada será igual. Pero hay veces en las que ese alguien se tiene que ir, es así.


    Javier Acevedo Nieto |
    © Revista EAM / 18ª edición del Festival de Sevilla


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