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    Crítica | Lamb

    Duelo materno

    Crítica ★★★★☆ de «Lamb», de Valdimar Jóhannsson.

    Islandia, Suecia, Polonia, 2021. Título original: Lamb. Dirección: Valdimar Jóhannsson. Guión: Valdimar Jóhannsson, Sjón Birgir Sigurðsson. Compañías productoras: Black Spark Film & TV, Film I Väst, Go to Sheep, Madants. Fotografía: Eli Arenson. Música: Þórarinn Guðnason. Diseño de producción: Snorri Freyr Hilmarsson. Vestuario: Margrét Einarsdóttir. Producción: Hrönn Kristinsdóttir, Sara Nassim, Piodor Gustafsson, Erik Rydell, Klaudia Śmieja-Rostworowska, Jan Naszewski. Reparto: Noomi Rapace, Hilmir Snær Guðnason, Björn Hlynur Haraldsson, Ingvar Sigurdsson, Ester Bibi. Duración: 106 minutos.

    Poseído por la ira, John Wayne se abalanzaba sobre Natalie Wood en el impactante clímax de Centauros del desierto (The Searchers, 1956). Su promesa de muerte consistía en asesinar a Debbie, la joven secuestrada por los comanches después de la tragedia perpetrada en la granja de la familia Edwards. Sin embargo, en el último momento, Wayne agarraba a la muchacha y la alzaba bien alto en un gesto de pura redención. Como suele suceder con John Ford, la película ha servido de inspiración para numerosas revisiones, pero conviene situarnos en un presente donde el cine ha mutado lo suficiente y la sociedad ha tomado una conciencia ecológica tan pertinente que al pistolero xenófobo y la colona adoptada por los indios no les queda más remedio que cambiar de máscara. De una ficción a otra. No resulta extraño que ahora —en plena contemporaneidad— quien empuña el rifle de la amenaza no sea un Wayne cabreado con el mundo, sino un ex roquero con barba à la mode y chaqueta de cuero; mientras la persona que nos encoge el corazón, en vez de la joven Woods, es un niño angelical con cabeza de animal. La escena pertenece a Lamb (2021), la historia de una pareja que, frente la tragedia de una pérdida, acepta como hija a una criatura de apariencia onírica. Algunos y algunas han querido ver en ésta la reescritura posmoderna de una obra que ya lo era: Otesánek (2000) de Jan Švankmajer. Hecha la comparación, está claro que el primer largometraje de Valdimar Jóhannsson transita en otra dirección. Tan estimulante en el dominio de una intriga que hunde sus raíces en la mística del folclore islandés como descompensada a la hora de engranar todas sus partes.

    Lamb empieza con una introducción de resonancias biográficas —recordemos que los abuelos de Jóhannsson eran granjeros— para contarnos las rutinas de campo de Maria e Ingvar, una joven pareja interpretada por Noomi Rapace y Hilmir Snær Guðnason. Cada mañana, asisten a su principal fuente de ingresos: un rebaño de ovejas. Un día, se obra el milagro. La granja les ofrece una hija en forma de inquietante híbrido. La criatura, de naturaleza imposible, no es suya. Ni es exactamente niña. La llaman Ada —igual que la hija que perdieron— y su madre biológica la reclama por las noches, balando sin parar; lo que desatará una espiral de celos, venganza y redención que teñirá el relato de oscuridad. La premisa es fértil para la superstición. En época de parto de corderos, en los meses de noches cortas del norte de Europa y cuando el sueño brilla por su ausencia y acecha en cada horizonte, la mitología puede irrumpir en plena actualidad. Un contexto idóneo para levantar una modulación nórdica del folk horror. Sin embargo, en ocasiones, lo que palpita con mayor fuerza bajo este debut con facultad para lo kafkiano parecen más las claves del western que las formas de la fábula. Una herencia que se manifiesta con extrema concisión. Más atenta al cálculo que al gran despliegue. A veces, incluso, más que un western, la película parece un reflejo distante del mismo. De hecho, aunque el director abra la puerta a considerarla un título de género, prefiere hablar de ella como «un poema visual».

    Lamb, Valdimar Jóhannsson.
    Un Certain Regard del Festival de Cannes & Oficial Fantàstic Competición del Festival de Sitges.

    «Lejos de contemplar Islandia como un beatus ille, nos adentramos en las neblinas de un sólido thriller sobre los pecados de la maternidad. Basta la mirada temblorosa de una oveja para que el drama alcance cotas de admirable intensidad. En este sentido, Lamb es pura metonimia preñada de significado».


    Jóhannsson —que ha trabajado como técnico de efectos especiales en Hollywood y este año ganó en Cannes el Premio a la Originalidad— ha dirigido y coescrito su ópera prima junto al compositor de Björk y libretista de Lars von Trier en Bailar en la oscuridad (Dancer in the Dark, 2000): Sjón Sigurðsson. El resultado es un cuento donde las sombras de la memoria fílmica se funden con las costumbres rurales en forma de actualización delirante. Asimismo, la apuesta de Lamb por lo concreto es firme. Una granja, una familia, un milagro y un intruso. Ahora bien, ni la película es tan sintética como promete ni logra trascender del todo lo que quiere contar. Prueba de ello es la derivación que toma a través del personaje de Pétur, el hermano del padre, que encarna Björn Hlynur Haraldsson. Un forastero urbanita que sirve de contrapunto a la ilusión pastoril de la pareja y cuya hostilidad inicial hacia su hija conecta con los centauros de Ford. La escena en que Pétur apunta a la pequeña criatura en un lugar perdido, lejos del calor de la granja, permite invocar fantasmas —como la eterna tensión entre la xenofobia de Wayne y la fragilidad de Wood— gracias a la sofisticada narrativa del filme, que da pie a un sugerente juego de espejos. El problema es que toda la carga dramática que Jóhannsson había acumulado —gracias al triángulo que integran Rapace, la criatura y la oveja que la concibió— pierde fuerza con la llegada de Pétur.

    En cualquier caso, el filme atesora virtudes de primer orden —como el manejo de la dimensión surrealista— dosificando el recurso digital —con planos detalle de sutileza miniaturista— a través de un inteligente uso del fuera de campo. En una de las mejores escenas, descubrimos que Maria —la figura angustiada y territorial que encarna Rapace— ha desarrollado tanta sobreprotección hacia la pequeña Ada que toma la contundente decisión de coger la escopeta, plantarse delante de su madre biológica y apuntar a la sien. El responsable de Harmsaga (2008) —el espléndido corto anterior a su ópera prima— opta aquí por una decisión de puesta en escena simple y cargada de gravedad. Mediante la combinación de un plano general y un exquisito juego de planos y contraplanos, la cámara deja de captar a un personaje apuntando a otro para revelar a una madre a punto de matar a otra madre. Es aquí donde Jóhannsson crece y se hace grande. Lejos de contemplar Islandia como un beatus ille, nos adentramos en las neblinas de un sólido thriller sobre los pecados de la maternidad. Basta la mirada temblorosa de una oveja para que el drama alcance cotas de admirable intensidad. En este sentido, Lamb es pura metonimia preñada de significado.


    Carles M. Agenjo |
    © Revista EAM / Barcelona


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