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    Crítica | Benediction

    Tempus fugit, festina lente

    Crítica ★★★☆☆ de «Benediction», de Terence Davies.

    Reino Unido, 2021. Título original: «Benediction». Dirección: Terence Davies. Guion: Terence Davies. Productores: Michael Elliott, Deborah Aston. Productoras: Emu Films, Creative England, M.Y.R.A. Entertainment, Bankside Films, BBC Films, British Film Institute. Fotografía: Nicola Daley. Montaje: Alex Mackie. Música: Benjamin Woodgates. Diseño de producción: Andy Harris Reparto: Jack Lowden, Simon Russell Beale, Peter Capaldi, Jeremy Irvine, Kate Phillips, Gemma Jones, Ben Daniels, Geraldine James, Joanna Bacon, Anton Lesser, Lia Williams, Thom Ashley, Kellie Shirley. Duración: 137 minutos.

    Sentado en el banco de una catedral, un ajado Siegfried Sassoon (Peter Capaldi) mira hacia la nada. Sabremos, quizás por la sinopsis de la película, que se trata de un poeta de cierto renombre en el panorama británico, un dandy ilustre afianzado en las postrimerías de la I Guerra Mundial. Sin embargo, ante la cámara, su rostro no es más que el de un viejo que mira al infinito con la cabeza en alguna otra parte. Unos planos antes, su hijo acaba de enterarse de que el anciano hace tiempo se convirtió al catolicismo, enorme sorpresa para una familia de profundas raíces judías. Mirada perdida, crisis de fe: pareciera que solo hay un último giro a la vista de alguien que ya ha vivido demasiado. Para el hombre solo quedará camino por delante, pero no para la imagen, eterna procuradora de tiempos. Así, sentado en el banco, la cámara va a rotar alrededor de su rostro inmóvil, mientras este –por la gracia de los efectos digitales– va volviendo atrás, rejuveneciendo hasta devolvernos una última imagen: la del cogote de un veinteañero, el joven Sassoon (Jack Lowden). Con esta transición visual, si bien un tanto torpe (los gráficos poco trabajados discurren por los lindes del valle inquietante), Terence Davies une los dos estados sobre los que se aposenta la trama de su nueva película, en el fondo, un canto a la heteronomía de los tiempos vividos.

    Si por algo se conoció a Siegfried Sassoon, fue por su valentía y convicción como firme opositor del papel de Reino Unido durante la Primera Gran Guerra. Antes que poeta, Sassoon sería objetor de conciencia. Punzantes y ácidos, sus versos orbitaron alrededor de la necesidad constante de defender el derecho a la vida de los soldados, por encima del incuestionable espíritu de la Nación. Por aquel entonces, el peso de la muerte, precoz y acechante, continuo e inasible, era a ojos de los oficiales del ejército solo un daño colateral más dentro de una campaña necesaria, indispensable. God Save The Queen, que el número de muertos en combate sería, en fin, solamente otra cifra. Davies ensaya aquí un manifiesto, una declaración de principios destinada a encontrar, para aquellos al frente y para les que se quedaron en casa, algo de paz. Utilizará la imagen de archivo, primer testigo de la realidad, para ilustrar versos de Sassoon que, narrados con la voz de Lowden, suenan a verdades como puños. Esgrime: solo la paz, el cese de tanta nonsense política, podrá regalar a un merecidísimo descanso a aquelles que perecieron en los campos, así como a todas las familias que aún les esperan. La vida sigue, por lo que el material de archivo va a consistir en la única forma de suspender el tiempo, de congelarlo para que dé sentido a una matanza que no lo tiene. Ilustran las cintas de guerra aquellos terribles alaridos que vociferan cada noche los soldados del hospital psiquiátrico donde Sassoon se aloja, castigado por un consejo militar. Las imágenes ofrecen explicaciones, alargan la mano a hacer las paces con el pasado. No obstante, ante la visión del cuerpo del viejo Capaldi aposentado en el banco de esa iglesia, la paz se nos resiste. No será por la figura de él, que se nos antoja pacífica, eso seguro. Sin embargo, ¿habrá algo más desolador que un anciano completamente encerrado en sí mismo, abandonado dentro de una catedral vacía? La quietud es también antesala de lo decrépito, de la podredumbre.

    Benediction, Terence Davies.
    Competición | San Sebastián 69.

    «Resulta evidente que Davies disfruta con sus caracteres, como si volviera a descubrir los talkies y en ellos se prodigara, partiendo de un humus bien regado a base de química entre los miembros su trup (¡cómo no enamorarse de la cambiante sorna de Lowden para con el personaje a quien da vida Jeremy Irvine, y viceversa!). Así, la cámara abre un espacio para unos cuerpos que hablan y que se quieren, pero que no pueden evitar sucumbir al implacable paso del tiempo».


    Responde a la lucha de Sassoon por tan ansiado reposo su propia condición de navegante sentimental, que de joven lo convirtió en uno de los máximos donjuanes del mundo literario y escénico londinense. En la ciudad, cultiva relaciones (siempre secretas, siempre sentidas) con varios de los caballeros que pululaban por los encuentros culturales a los que se le invitaba como figura de autoridad. Las parejas del poeta se suceden a lo largo de los años, arremolinadas en combinaciones improbables, de forma que durante décadas en una misma casa van a transitar individuos de todas las profesiones e historiales. Mismos pasillos, separados por elipsis que pueden abarcar años. Los hombres que los recorren se interpelan, pronuncian pequeños desafíos sin importancia, se lanzan pullas que podrían convertirse siempre en algo más: ¿será el amor verdadero? De vez en cuando, sucumbirán a la expresión directa del afecto, pero por regla general van a entregarse al juego con las palabras. El lenguaje es preciso, docto y, sobre todo, posee un acento marcadísimo que nace de la médula del espíritu británico (qué smart). En los flashbacks, Sassoon será siempre un busto en plano medio, siempre mirará –y comentará– algo en el contraplano. Resulta evidente que Davies disfruta con sus caracteres, como si volviera a descubrir los talkies y en ellos se prodigara, partiendo de un humus bien regado a base de química entre los miembros su trup (¡cómo no enamorarse de la cambiante sorna de Lowden para con el personaje a quien da vida Jeremy Irvine, y viceversa!). Así, la cámara abre un espacio para unos cuerpos que hablan y que se quieren, pero que no pueden evitar sucumbir al implacable paso del tiempo, a aquellas elipsis que, fulminantes, vuelven amantes a enemigos, y enemigos a amantes. Sin embargo, que los diálogos entre ellos sean capaces de sostener dos horas largas de metraje, eso ya es otro asunto. Nos preguntamos, al escuchar la enésima conversación ocurrente, dónde quedó ese cambio, esa rotación de lo viejo a lo nuevo (también del cambio imparable a la quietud), que sin palabras tanto decía.


    Mariona Borrull Zapata |
    © Revista EAM / 69ª edición del Festival de San Sebastián


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