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    Crítica | Isabella, de Matías Piñeiro

    Mis palabras son mi meta

    Crítica ★★★★★ de «Isabella», de Matías Piñeiro.

    Argentina, 2020. Director: Matías Piñeiro. Guion: Matías Piñeiro. Compañía productora: Trapecio Cine. Productora: Melanie Schapiro. Fotografía: Fernando Lockett. Música: Santi Grandone, Gabriela Saidon. Montaje: Sebastián Schjaer. Reparto: María Villar, Agustina Muñoz, Pablo Sigal, Gabi Saidón, Ana Cambre, Guillermo Solovey, Tom Cambre Solovey, Alberto Suárez. Presentación Oficial: Berlinale 2020. 81 minutos.

    Pueden tomárselo como un homenaje al espíritu de work-in-progress de la nueva película de Matías Piñeiro, o incluso como una invitación a aceptar las limitaciones de la crítica en tiempos de festival; en todo caso, en lugar de un acercamiento exhaustivo, metódico, les propongo dejarnos llevar por la intuición a través de tres imágenes que nos permitan atisbar algunas dimensiones de la cinta argentina más poliédrica y estimulante de esta última temporada.

    Imagen uno. Dos mujeres jóvenes caminan por un sendero rocoso al pie de una montaña. Van hablando, enfrascadas en una discusión amable sobre de si una de ellas, Mariela (María Villar) debería presentarse a un casting para el rol de Isabella en la comedia de Shakespeare Medida por medida. A pesar de su formación y talento como actriz, Mariela se muestra reticente: dice que su constante mala suerte puede volver su candidatura una enorme pérdida de tiempo y que, en caso de conseguir el trabajo, sería únicamente con el fin de devolver la importante suma de dinero que pretende pedir ese mismo día a su hermano, con quien ya no se habla. Como en los monólogos iniciales de Isabella en la obra de Shakespeare, y a pesar de la fatigada insistencia con que expresa su rechazo, las verdaderas intenciones de Mariela permanecen ocultas. ¿Será por el vacío que se oculta detrás de sus palabras? Este blanco interpretativo no admite en su seno inflexión alguna y ordena una falta de pasión casi bressoniana en la declamación de los diálogos. En el culmen de la secuencia, Luciana (Agustina Muñoz), la interlocutora de Mariela y amante de su hermano, tiene una revelación: «Quedate en casa, no creo que venga hoy». El hombre al que esperan ambas no va a presentarse, Luciana simplemente lo sabe. Sin embargo, esta chispa queda suspendida en el aire, enlatada en monotonía, como dispuesta a ser olvidada en un instante.

    Será porque nada de lo que se dice en Isabella tiene una única salida o interpretación posible. Todos los caminos son posibles y, quizá por eso, los personajes se contradicen a menudo o sus acciones los desmienten. Por si en la secuencia anterior quedaba aún algún rastro de pathos, las repeticiones mecánicas movimientos clave (el ir y venir de Mariela a la pileta, las constantes subidas y bajadas de las escaleras del estudio) acaban por reducir a los caracteres humanos a solo eso: caracteres, signos con los que jugar desde la ingravidez dramática que se desprende del distanciamiento. En el fondo, nada importa. Nada, excepto los cuerpos de ellas dos, que copan el plano y convocan la cámara con el barrido de sus pasos. ¿Qué sería de la imagen si no fuera por sus figuras en movimiento, por sus rostros impávidos? Ante una realidad en fuga, Piñeiro encuentra un punto de agarre en la verdad actoral más básica.

    Isabella, Matías Piñeiro
    Presentada en el D'A Festival 2021.

    «Isabella se compone toda de recovecos, y más que un rompecabezas es una película-laberinto… Un laberinto del que solo saldremos si aprendemos a mirar en estricto presente».


    Imagen dos. Mariela sale del casting, oye a alguien que ensaya en la sala contigua y se acerca a observar de quién se trata. La mujer se aproxima a cámara, desde una puerta al fondo del plano, y mira a la derecha, hacia la voz. Pronto sus ojos quedan completamente desorbitados, aunque en su mutismo podemos adivinar curiosidad, recelo, inquietud… Jadea levemente, su busto se tensa. Y, de repente, sin que ella haga señal de percatarse, toda su figura empieza a desaparecer. Su cara se vuelve traslúcida, como si pudiera tener entidad solamente cuando coge aire. A esta forma brillante de retratar la ansiedad se le superpone lo que podría ser una declaración de principios acerca del código expresivo de la propia película: en Isabella, todo lo interior es inmanente. O, lo que es lo mismo, lo trascendente discurre por la superficie.

    Resulta difícil sostener tal afirmación ante una propuesta que se refugia en el rompecabezas y el silencio de lo explícitamente narrativo. Mas, desde el primer minuto, lo plástico monopoliza el plano. Tras los créditos iniciales, aparecen en pantalla unos rectángulos liliáceos, que cambian ligeramente de color entre ellos. Será puro Rothko, pero reza una voz en off que aquellos márgenes de color pueden predestinar, en última instancia, nuestro futuro: «Su luz, la luz púrpura, [es] una oportunidad para tomar decisiones». Solo bajo la «luz púrpura» puede realizarse el ritual de las doce piedras, aquel que permite actuar con mano férrea en cruces de caminos complejos. De forma similar, el tiempo diegético, estancado en bucles de repetición con variaciones, solo puede avanzar tras la aparición de intersticios de color puro —magenta, verde, rojo, amarillo, en ocasiones combinados—. En un giro baziniano, la materia plástica desnuda, lo estrictamente visual, se adelanta y moviliza lo narrativo.

    Imagen tres. Mariela y Luciana saben que, si el hermano finalmente llega, solo puede pasar por un tramo de carretera en concreto, así que van a esperarlo allí. Se quedan un rato hablando, mientras miran las vueltas de la carretera, que suben la ladera de la montaña, riendo acerca de las circunstancias increíbles que las han llevado a encontrarse: que Mariela urdiera un plan para encontrarse con la amante de su hermano, que la amante resulte ser su amiga, que esta a su vez quiera también el papel de Isabella… La cámara, junto a ellas, encuadra la ladera. Pasados unos segundos, un coche blanco aparece del extremo inferior del plano, siguiendo la línea de la carretera. El automóvil cruza el cuadro, lejano, hasta que, de repente, un corte de montaje nos cambia el avance del vehículo por el movimiento análogo, ahora en primer plano, de unas chicas subiendo unas escaleras mientras acarrean un cartón aparatoso, con piedras encima. Este match-cut, creo, puede darnos una clave acerca de cómo afrontar nuestra relación para con la película de Matías Piñeiro. Se trata de una invitación a abrir tanto los ojos que dos realidades completamente opuestas puedan concatenarse. Una puerta abierta a no esperar congruencia narrativa alguna entre cortes de montaje: ¿quizás sea esta una mirada liberada? Lo que también podría entenderse como una falta de responsabilidad diegética funciona, a la vez, como una llamada a agudizar la atención. Isabella se compone toda de recovecos, y más que un rompecabezas es una película-laberinto… Un laberinto del que solo saldremos si aprendemos a mirar en estricto presente.


    Mariona Borrull |
    © Revista EAM / Barcelona


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