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    Crítica | Yellow Cat

    Maullidos posmodernos

    Crítica ★★★☆☆ de «Yellow Cat», de Adilkhan Yerzhanov.

    Kazajistán, Francia, 2020. Título original: Zheltaya koshka. Dirección: Adilkhan Yerzhanov. Guion: Inna Smailova, Adilkhan Yerzhanov. Producción: Zerde Films (Kanat Bitemirov, Yerbol Toibayev), Assel Sadvakassova, Short Brothers (Serik Abishev, Olga Khlasheva), Kazakhfilm, Arizona Productions (Guillaume de Seille). Fotografía: Yerkinbek Ptyraliyev. Montaje: Adlikhan Yerzhanov. Diseño de producción: Yermek Utegenov. Música: Alim Zairov, Ivan Sintsov. Sonido: Ilya Gariyev. Intérpretes: Azamat Nigmanov, Kamila Nugmanova, Sanjar Madi, Yerzhan Zhamankulov, Yerken Gubashev, Nurbek Mukushev. Duración: 90 minutos.

    Es de sobra conocido: hoy hay tantísimas razones para creer en el cine como un arca donde coleccionar y clasificar filias, lugar donde encerrarnos —confort de saberse en el centro— para sobrevivir al maremágnum que nos espera «fuera». Hoy vemos en las películas horizontes infinitos, paisajes imposibles en tiempos de encierro domiciliario. Nuestra cineteca mantiene sus ecos incluso cuando la pantalla queda finalmente en negro: los ojos rebosan ya de un acervo de referencias, y quizás ahora no nos sintamos tan desamparades. Recogemos un hilo de Ariadna que anuda títulos, unos con otros, y que nos promete —algún día— una salida a todo este embrollo. Pero el mundo sigue ahí, y formarnos alrededor de una cinefilia que «cree en la imagen», pero no en la realidad (Bazin, como siempre, tendría razón), nos condena irremediablemente a otro tipo de ceguera. Cercamos universos diegéticos, plantamos hitos, colonizamos imaginarios, países de sombras. Es precisamente un cinéfilo, Kermek (Azamat Nigmanov), quien aparece al inicio del último film de Adilkhan Yerzhanov: un hombre plagado de sueños que pasea con gabardina y sombrero por la estepa kazaja. En 2019, Yerzhanov ya había polarizado la crítica con A Dark-Dark Man, título en sección oficial del festival de San Sebastián que, por su naturaleza oblicua, estaba predestinado a servir, en la palestra festivalera, de banquete intelectual y de siesta a partes iguales.

    Quizás encontramos aquí la mayor virtud del director kazajo: superar —sus detractores dirían «obviar»— cualquier intento de comprensión de la realidad que se presenta ante su mirada, juguetona, para ordenarla, en su lugar, bajo fuerzas gravitacionales totalmente desconectadas de cualquier lógica verista. En la estepa se arremolinan comunidades-sistema que dan sentido a los caracteres que las habitan, siempre que estos mantengan su posición respecto del centro que los une: el supermercado, el prostíbulo, el árbol, el coche de policía. Nunca nadie se mueve: más allá de estos microuniversos en abyme no habrá tampoco sitio a donde ir. Lo estático planea sobre todo el film, cargándolo a su vez de una energía que le imbuye un timbre determinado: desde las interpretaciones desnaturalizadas a la ordenación de la trama por capítulos, pasando de forma más evidente por la primacía absoluta de los personajes-tipo, que se naturalizan entre las bambalinas de sus códigos genéricos (los policías-patanes, el padrino cruel y carismático, la madama Gulka). La idea de una road-movie caótica y desordenante se nos aparece, en todo caso, como la oportunidad de atacar el corazón del cine de lo desértico, colonizado desde hace años por el imaginario del viaje al Oeste americano y que ya ha sido cuestionado por figuras como Emir Baigazin o Wang Quan’an. Una ocasión perdida a favor del juego referencial con los mismos signos que vertebran las constelaciones míticas de la carretera, un gesto que no trasciende su propia vacuidad.

    Zheltaya koshka, Adilkhan Yerzhanov.
    Premio al mejor actor en la sección Orizzonti del 77º festival de Venecia.

    «No habrá concesión alguna para unes protagonistas que acabarán obedeciendo, casi movides por un impulso mimético, a la misma violencia seca que arbitra entre la gente del desierto. Es fácil caer en la cuenta de que Yerzhanov ama más a las leyes que vertebran su particular universo que a los caracteres que propiamente lo habitan».


    Si atendemos a estos códigos de lo posmoderno —de ahí el regusto demodé, a destiempo, de sus imágenes—, no sorprende encontrarnos con que el protagonista, Kermek, haya encarado su vida y todas las caras de su metafísica particular a un centro tan absurdo e hiperreferencial como el de sus conciudadanes (las prostitutas, los matones). A Kermek le ocupa, en efecto, el fiel homenaje a El silencio de un hombre (Le Samouraï) de Jean-Pierre Melville, cinta que ama pero cuyo final nunca vio. También el joven idealista operará como burbuja de sentido (eso sí, móvil) al entrar en contacto con otra soñadora, Eva (Kamila Nugmanova), de quien se enamora. Desdoblando el Cándido de Voltaire, la pareja revolverá con su optimismo el orden de los emplazamientos por donde pasen, revelando el vacuo horror que se esconde entre muros de piedra. Al lado de Eva, Kermek subvertirá la delicada jerarquía vertical que impera en el lugar, gobernado por gánsteres y policías corruptos, con el fin de partir hacia algún sitio —más allá del horizonte— donde ambes puedan abrir un cine. Parábola argumental tocada por un romanticismo embelesador, que apunta directamente a la redención o, en todo caso, a un posible estado de excepción para la pareja protagonista. Aunque, igual que en la anterior cinta del kazajo (entre sus paisanos el más godotiano), primará una sola idea: todo es vacío y nada importa. Introducido el gen existencialista, no queda salida posible para el sueño. Finalmente, pues, no habrá concesión alguna para unes protagonistas que acabarán obedeciendo, casi movides por un impulso mimético, a la misma violencia seca que arbitra entre la gente del desierto. Es fácil caer en la cuenta de que Yerzhanov ama más a las leyes que vertebran su particular universo que a los caracteres que propiamente lo habitan: al fin y al cabo, no hay diferencia alguna entre cómo pone en escena a la pareja de misfits y a cualquier otro de sus personajes; son todes piezas desatornilladas dentro de los márgenes incólumes de un enorme tableau vivant.

    Bailan, entre los bastiones de una cinefilia bien formada, al ritmo de la referencia: las maneras deconstruidas de Alain Delon, el humor descarnado y rural de Bruno Dumont, la juguetonería de Takeshi Kitano, el carácter meta-espectatorial de Quentin Dupieux… La lista es larga, el estilo tupido. Por otra parte, a pesar de que nunca sean los gajes posmodernos merecedores de crítica por sí mismos, debemos reconocer en su ir y venir, constante, una cierta estrechez de miras; algo paradójico, si tenemos en cuenta que esta es una película de grandes paisajes. ¿En qué momento pasa el cine de ser ventana a una suerte de caleidoscopio? ¿Cuándo abandona la cinefilia toda trascendencia teleológica para devenir parodia amanerada? Todas ellas son cuestiones que Adilkhan Yerzhanov podría haber situado en el centro de su film para que su particular homenaje al mundo del cine aportara con su duda un enriquecimiento real del séptimo arte. Quede, pues, para la posteridad.


    Mariona Borrull |
    © Revista EAM / 77ª Mostra de Venecia


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