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    Crítica | Toda la luz que podemos ver


    De la elocuencia

    Crítica ★★★★☆ de «Toda la luz que podemos ver», de Pablo Escoto.

    México, 2020. Título original: «Toda la luz que podemos ver». Director: Pablo Escoto. Compañía productora: Ríos de Nueva. Productor: Pablo Escoto y Joshua Gil. Fotografía: Jesús Núñez. Montaje: Cat de Almeida, Salvador Amores y Pablo Escoto. Música: Concepción Huerta y Gibrana Cervantes. Reparto: María Evoli, Margarita Chavarría, Lázaro Gabino Rodríguez, Víctor Manuel Hernández, Íñigo Malvido. Duración: 124 minutos.

    Por momentos radiante y sutil, en otros equívoca e irregular, pero —como todo arte generoso— siempre con signos de vida, Toda la luz que podemos ver coloca a Pablo Escoto como uno de los últimos directores realistas del cine mexicano (a mano con Carlos Reygadas). Es imaginable a simple vista su filiación con el paisajismo pictórico; lo que no lo es tanto y valdría la pena divisar, son las diferencias con las obras de pintores como José María Velasco y Dr. Atl. Nuestra hipótesis sería, antes que cualquier cosa, la intermediación humana. Escoto es un realista porque libera al paisaje, lo paradójico es que, en esta película, para que el paisaje sea libre —es decir, independiente de su autor—, exige estar encadenado a la figura y al espíritu humano. Escoto no sucumbe al error de embelesarse con la fastuosidad de las montañas; sus errores, que los tiene, son de otra índole: los que emergen cuando se enlista en el enfrentamiento contra lo que es difícil de entender, o en todo caso, contra lo que es difícil de comunicar. Son imperfecciones propias de esta persecución de la realidad, entendida como el profuso marco al que, entre más nos acercamos, más se aleja (Iris Murdoch). El desenlace de los personajes siempre está en el aire, en las flores, en las nubes. La pasión que falta a los encuentros de los amantes, la aparente ausencia de la tragedia que nos propone el mito inicial, es en verdad una refundación de sus términos: la tragedia como lo que queda por fuera del individuo, esas herramientas desproporcionadas, imposibles de tomar con las manos, pero indispensables para cumplir con el destino que dictan las emociones violentas. Cuando miramos al Popocatépetl y el Iztaccíhuatl enaltecidos, cuyo amor ha quedado sedimentado más allá del tiempo humano, sentimos también que su derrota nos contempla de vuelta, y es esta mirada la que es difícil de sostener porque lo atraviesa todo y lo transforma todo. La decisión del montaje es de una exactitud que entusiasma: cuando un beso está en su cresta, y para apaciguar la colisión, hay un corte hacia las manos de los enamorados apunto de tocarse. No es un salto distraído, es un salto que nos muestra que el abismo y la tragedia no pueden postrarse en los ojos, a simple vista. Porque recordemos: los personajes se anulan para que la contingencia tome forma a través de ellos. Con medios limitados, el campo de fuerza de este plano nos muestra los sentimientos ilimitados.

    Aunque ejemplos como éste los hay en multitud, cada uno prospera por su singularidad. Es una película difícil de sistematizar, sin dos planos iguales o que se parezcan. La fórmula no es otra que la atención, esa actitud tan olvidada en el arte de nuestro tiempo. En la duración de las imágenes lidiamos con la signatura del esfuerzo físico de las personas detrás de la cámara, pero, para nuestra sorpresa, nos encontramos con que estas personas buscan deshacerse de sus personalidades para dar paso a lo demás. También se transparentan las preguntas que se hicieron en cada registro: ¿a qué distancia filmar?, ¿con qué luz?, ¿desde qué inclinación? (basta intuir cuántos atardeceres fueron necesarios para conseguir el entramado lumínico final). El matiz es mínimo: tras la cámara no hay artistas sinceros tanto como artistas que buscan la verdad. Lejos de motivos confesionales, ademanes academicistas, dispositivos previsibles o programas conceptuales, en Toda la luz que podemos ver gana la intuición al discurso y la observación al énfasis. Porque la verdad se encuentra y no es tan aleatoria como nos han hecho creer. Lisa y llanamente la reconocemos cuando estamos frente a ella. Dicho sea de paso, si afirmamos que la belleza es un vehículo de la verdad, Escoto ha logrado entregarnos ramilletes de una belleza antes inexistente; posiblemente apenas destellos contados con los dedos de las manos, que son suficientes. Detallo uno: el árbol de mandarinas que, acariciado por la cámara y sobrepuesto a los resoles del fuego pintados sobre el lienzo de la oscuridad, contaminan la dureza de las cosas. La luz aspira a ser un objeto de la misma manera que los frutos se anuncian como relámpagos. Y siguiendo esa pista concebida desde el título, no sería descabellado describir la película como una historia de la luz que culmina en una noche todavía más luminosa.

    ▼ La mejor película mexicana de 2020.
    «Toda la luz que podemos ver», Pablo Escoto.

    «Los soplos más endebles de Toda la luz que podemos ver están cuando la imagen le gana a la realidad y un actor camina lentamente como modelando la composición lograda, pero los más vitales son los heterogéneos, donde un verso que habla del viento no teme mezclarse con el bufido de un toro, una danza de brazos con el silencio más fúnebre, o cierta postal con una sinfonía de Richard Strauss o una pieza de Silvestre Revueltas. Qué extraño camino hemos tenido que recorrer para mirar, fugazmente, el afable semblante de la realidad».


    Respecto a la voz de los actores podría valer más precisión, pues con sólo escucharlos nos quedamos en un plano dubitativo. Lázaro Gabino Rodríguez sobresale con su capacidad para inyectar sangre y respiración a los retablos en que cada personaje ve condicionado su movimiento, mientras que María Evoli confiere arrebolados gestos satinados de astucia, y gran elocuencia en las facciones que transparenta. La introspección de los personajes, de existir, es llevada a cabo en la intemperie. La épica apunta a lo monumental, aunque es una épica dormida —como el Iztaccíhuatl— que conduce a la armonía. No es de extrañar entonces que los géneros por los que transita la película (aventura, melodrama, suspenso) sean apenas referencias que ni siquiera es necesario recorrer. Hacen acto de presencia como sueños, principios cuyos finales conocemos, quietos como ramas secas que están ahí para hacernos ver los espacios vacíos entre ellas. Todo es parte de una corriente histórica mayor. Si los diálogos están compuestos de varias disertaciones literarias es porque Escoto —como Straub & Huillet— considera el arte como la parte más viva de la historia. En definitiva, los soplos más endebles de Toda la luz que podemos ver están cuando la imagen le gana a la realidad y un actor camina lentamente como modelando la composición lograda, pero los más vitales son los heterogéneos, donde un verso que habla del viento no teme mezclarse con el bufido de un toro, una danza de brazos con el silencio más fúnebre, o cierta postal con una sinfonía de Richard Strauss o una pieza de Silvestre Revueltas (¡nada sería lo que es sin la música que aparece cuando menos se la espera!). Qué extraño camino hemos tenido que recorrer para mirar, fugazmente, el afable semblante de la realidad.


    Rafael Guilhem |
    © Revista EAM / Ciudad de México


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