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    Mañana

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    Columna de opinión de Juan José Ontiveros.

    Observo estos días de parálisis social un interés, yo diría recobrado, por la divulgación cinematográfica. Basta con acceder a las redes sociales para comprobar que no pocos cinéfilos y comentaristas (o profesionales convertidos en youtubers, ya no sabe uno qué fue primero, si el crítico o su representación) intentan reducir el trauma del confinamiento elaborando listas de muy diverso pelaje, en las que abundan las recomendaciones «para pasar un buen rato», las «críticas a la carta» y, también, algún título que en su día quizá pasó inadvertido a ojos del gran público. Claramente son más aplaudidas las listas que incluyen blockbusters, porque nos permiten evadirnos de la realidad sin apenas preocuparnos por su contenido y su forma; y las que dejan espacio a lo que los cursis anglófilos llaman «placeres culpables», modélicas piezas que (in)directamente proscriben a cineastas como Tarkovsky o Béla Tarr, entre otros autores europeos. Predominan, en resumen, las tan necesarias buenas intenciones. El deseo de unirnos en la distancia tecnológica: una paradoja que sentimos natural. Mientras, esperamos la siguiente noticia. Nadie sabe qué vendrá después de la pandemia. Si nos ceñimos a lo que compete a esta revista, el cine, podríamos decir que las recomendaciones culturales son una necesaria anestesia, si bien con una contrapartida preocupante. Pues de establecerse como modelo único de prescripción el del algoritmo simpático, éste supondrá el cierre por abandono del ya moribundo reseñismo crítico.

    Durante este último mes, las plataformas de vídeo bajo demanda se han establecido como surtidores infalibles de productos audiovisuales. Pero, ¿qué vemos en Netflix, HBO, Amazon Prime, Disney+...? ¿Qué ofrecen dichas plataformas? ¿Quién lo analiza en profundidad, más allá de escribir un breve argumento y destacar dos o tres detalles? ¿Con qué intención lo visionamos? Rehúyan los números, la estadística avanzada. ¿Cómo desgajamos esas historias? Más preguntas que me hago desde hace algún tiempo. ¿Recuperarán los multicines la escasa autonomía de que disfrutaban antes de la pandemia? En caso afirmativo, ¿en qué condiciones volverán a prestar su servicio aquellos, sobre todo los de versión original subtitulada, cuyas instalaciones apenas si cumplían el estándar de calidad mucho antes de que el Gobierno declarase el Estado de alarma? ¿Y si el futuro nos depara un distanciamiento físico tal, que elimine de un plumazo la sola idea de pisar asiduamente el cine? Ya sé, ya. Demasiadas preguntas en un mismo párrafo. Pero me gustaría saber qué opinan sobre este asunto los gurús a la carta de Twitter y Youtube.

    Mientras nosotros pulsamos el botón play de nuestro mando a distancia o clicamos sobre el triángulo en la plataforma VOD de turno, el modelo de consumo sigue virando forzosamente hacia la extinción del cine no como templo (evitemos la analogía religiosa), sino más bien como foro comunitario. El debate no es cómo hacerlos coexistir, lo cual ha sucedido con aparente normalidad durante varios años, y sigue sucediendo hoy con sus luchas internas merced al cambio que viene produciéndose en el análisis del público objetivo, que troca la figura semántica de espectador (alguien que espera una revelación) por la de usuario (un consumidor vacilante y más o menos susceptible de ser bombardeado con subproductos). La hipotética conversación, cada vez más apremiante, girará en torno al lugar que ocupa cada uno. También a los mecanismos de protección, ideados desde el ámbito educativo, capaces de generar nuevos espectadores que aprecien las sutilezas del oficio por encima del simple arte empaquetado. La urgencia siempre invita a la crisis nerviosa, pero esa intranquilidad debe ayudarnos a prevenir futuros errores conceptuales. Me explico.


    | ¿Recuperarán los multicines la escasa autonomía de que disfrutaban antes de la pandemia? En caso afirmativo, ¿en qué condiciones volverán a prestar su servicio aquellos, sobre todo los de versión original subtitulada, cuyas instalaciones apenas si cumplían el estándar de calidad mucho antes de que el Gobierno declarase el Estado de alarma? ¿Y si el futuro nos depara un distanciamiento físico tal, que elimine de un plumazo la sola idea de pisar asiduamente el cine? |



    Desde hace un mes, las distribuidoras procuran —mal que bien— exhibir sus filmes en las precarias condiciones que permiten nuestras casas, cuyos medios técnicos son del todo insuficientes incluso para los que disponen de una gran pantalla con sistema de sonido externo, una minoría llamémosla sibarita. Sobra decir que todavía hay películas (al menos las que recurren a la caligrafía del cine, rodadas en dicho formato) concebidas para exhibirse en una pantalla de quince metros. Son las que siguen procurando un sueño inmaterial gracias a la luz. Son un noviazgo inolvidable: existen para morir ahogadas antes de que el barco se hunda sin remedio. En realidad nunca llegamos a conocerlas del todo; de ahí que necesitemos revisarlas de tarde en tarde. Las series, sin embargo, crean experiencias narrativas más esclavas y a menudo desembocan en una falsa subjetivación. Son la pareja perfecta, hasta la temporada en la que el showrunner decide experimentar con sus juguetes. Y ese también fue un gran año, dirán algunos. Conque deberían analizarse desde otro ángulo crítico, por más que haya fans entusiastas y cronistas talludos (un buen ejemplo de esta manera de pensar es la frase mil veces pronunciada por Carlos Boyero, «el mejor cine se hace en televisión», una afirmación torticera que ha calado en el imaginario de aquellos espectadores dispuestos a convertir Netflix en esa «catedral de la cultura universal», como dijo sin asomo de ironía el periodista Javier Gómez) y eventos publicitarios que de tanto en tanto las reubican en una sala de cine con la excusa del puntual fenómeno «seriéfilo», es decir, la venta de funkos.

    Pues bien. Quizá mis preguntas no trascienden una cierta forma retórica, pues no hay respuestas reales. Vivimos en un clima de improvisación política, económica, sociocultural. Pero, a falta de soluciones inmediatas, tal vez podamos elaborar —desde nuestra posición, sea esta cual sea— una tesis que ayude a fortalecer tanto a la pequeña industria como a los medios de comunicación que se encargan de informar sobre sus avatares. Convendría empezar a cuestionarnos nuestro papel, como actores que somos en esta película de terror sin protagonista definido. Plausible es la divulgación amistosa, y necesarios los contrapesos que desentumezcan el discurso crítico.

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