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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Wendy

    Crecer sin perder el sentido de la aventura

    Crítica ★★★☆ de «Wendy», de Benh Zeitlin.

    Estados Unidos, 2020. Título original: Wendy. Dirección: Benh Zeitlin. Guión: Benh Zeitlin, Eliza Zeitlin. Productora: Becky Giupczynski. Música: Dan Romer y Benh Zeitlin. Fotografía: Sturla Brandth Grøvlen. Montaje: Scott Cummings, Alfonso Gonçalves. Director de segunda unidad: Jonas Carpignano. Compañías Productoras: Cinereach, Department of Motion Pictures, Court 13 production. Actores: Devin France, Gage Naquin, Gavin Naquin, Yashua Mack, Shay Walker, Tommie Lynn Milazzo, Lowell Landes, Ahmad Cage, Romyri Ross. Presentación en el Festival de Sundance 2020. Duración: 112 min.

    Los primeros planos de Wendy de Benh Zeitlin descubren las cartas desde un primer momento. La maternidad y la idea del mundo platónico de las categorías, esa esencia inmaterial que configura la realidad del mundo sensible. Una idea como unidad indivisible que, sin embargo, se materializa en el mundo tangible. Por eso el concepto de la madre se concreta en la realidad de las madres de todos nosotros, y en especial la de todo el repertorio de niños que dejaron de crecer con la que Zeitlin recrea su peculiar visión del mundo de Peter Pan. Esos planos iniciales de pequeñas manos, cabeza recostada sobre el regazo de un adulto, ojos abiertos para los que todo es una aventura y una novedad, recuerdan ideas estéticas similares al estilo Malick, pero solo es un amago, la película toma otra ruta inmediatamente alejándose de misticismos estériles. Idea y concreción de maternidad marcan el desarrollo de esta singular precuela-secuela del clásico de James Barrie, en la que siempre se busca marcar una distancia con el referente para no mimetizar lo que forma parte del imaginario colectivo y que haría inútil la propuesta del director.

    Lo que le ocurre a ésta es que, por querer buscar nuevas lecturas al mito del niño que se niega a crecer, separarse del patrón original para no caer en la redundancia de muchas obras que se limitan a copiar, sin añadir ni un solo gramo de novedad, ante la aparente exigencia en el cine de volver una y otra vez a las mismas historias, termina incurriendo en, lo que puede ser su mayor hándicap, que es copiarse a sí mismo. Director de un solo largo, en 2012 Zeitlin llamó la atención con su sorprendente, ágil, fresca, directa y libérrima Bestias del sur salvaje. A aquella experiencia ahora se le suman veinte minutos más de metraje que no le sientan nada bien, utiliza nuevamente los paisajes pantanosos y rurales de Louisiana (aunque para recrear la isla de los niños perdidos se vaya al Caribe anglosajón, más propicio para los piratas) y los niños del grupo, una vez que Wendy y sus hermanos se junten con Peter y sus amigos, se comportan igual que aquella magnética Hushpuppy de su anterior filme. Así, si el director consigue que nos olvidemos en gran parte de la Disney, de Spielberg, de Wright o de Hogan, lo que no consigue nunca es que nos olvidemos de él mismo, y no por cuestiones de estilo más o menos reconocibles, sino por retroalimentarse constantemente hasta el punto de parecer más una secuela de Bestias del sur salvaje que una revisión de una historia archiconocida, en la que, además, la demasiado evidente banda sonora por momentos se parece sospechosamente a la también creada para la película de 2012, lo que aumenta aún más la confluencia de coincidencias entre ambas.

    A favor de Wendy hay que destacar el cambio de punto de vista al contar la historia. Peter deja de ser el demiurgo y el catalizador de las aspiraciones infantiles para encontrarse ante la racionalidad de una niña que ha huido del hogar materno no por necesidad vital, sino por necesidad de aventura, buscando no convertirse, o retrasar el momento, en la camarera que le predestina su existencia y que representa su madre. No renuncia a ella ni al amor de ésta, siempre presente en su comportamiento, frente a la posición de Peter y los niños perdidos, para quienes las razones de su llegada a la isla de Nunca Jamás se mantienen desconocidas, pero que han transformado en «madre» a un ser mitad ballena, mitad medusa, ente protector de la naturaleza que habla mediante la voz de un volcán. Así, es Wendy quien nos cuenta la historia y su intención al negarse a crecer, al menos de manera temporal, como un grito de protesta ante el porvenir que le espera en el «bayou». Ya no son tiempos para que los niños vuelen, ni hadas mágicas proporcionen los polvos necesarios para que estos remonten. A la isla de nunca jamás se llega en barca después de haber tomado a la carrera un expreso nocturno con el que Peter va reclutando espíritus inquietos y disconformes con lo que ven a diario en el mundo de los adultos. Los niños de Peter, incluida Wendy y sus hermanos mayores (al revés que en el libro original) pertenecen a clases sociales machacadas por el liberalismo o a grupos raciales discriminados de manera permanente. El propio Peter es un niño negro que lidera a este grupo de outsiders que necesita renovación constante porque la esperanza, la creencia en detener el crecimiento, se esfuma de muchos de ellos dando lugar a un creciente número de adultos y viejos que viven en la apatía, la depresión, el abandono. Incluso en el país de nunca jamás el mundo de los adultos rodea a los niños perdidos, recordándoles ese futuro de derrota que sólo la imaginación infantil y el juego constante es capaz de soportar.

    Wendy, Benh Zeitlin.
    Presentada en el Festival de Sundance.

    «Feminismo en el liderazgo y reivindicación racial son las aportaciones de Zeitlin en su nuevo Peter Pan. Sin embargo el problema de Wendy surge cuando se acaba el juego y la historia pretende volverse trascendente. Es cuando el ritmo decae, la narración se estanca pretendiendo tocar todos los cabos de la historia clásica, aunque sea para modificarlos o adaptarlos a una estética personal cuya forma y técnica, por otra parte, no merecen reproche alguno».


    Feminismo en el liderazgo y reivindicación racial son las aportaciones de Zeitlin en su nuevo Peter Pan, más la fábula ecologista de preservación del planeta; lo que unido a invenciones de guion como la figura de la «madre» comunitaria, el origen de Garfio y su amputación, los ecos de Melville y su Moby Dick en la obsesión adulta por eliminar a esa madre común que garantiza la rebeldía de los niños negándose a crecer, aportan ese necesario punto de interés a una historia que decaería si se limitara a redundar en lo ya sabido, incrementando, de esa manera, la pereza de su visionado. El «Jolly Roller» pasa a ser un cochambroso barco pesquero acorde con la decrepitud moral y física del mundo de los adultos, tan cochambroso como el propósito mezquino de su tripulación; al mismo tiempo que entre Peter y Garfio se termina cimentando una amistad eterna basada en el enfrentamiento por el que uno no crecerá y el otro recuperará cierto espíritu de aventura en el duelo, aunque no pueda recuperar la juventud ni el brazo sacrificado. El problema último de Wendy surge cuando se acaba el juego y la historia pretende volverse trascendente. Es cuando el ritmo decae, la narración se estanca pretendiendo tocar todos los cabos de la historia clásica, aunque sea para modificarlos o adaptarlos a una estética personal cuya forma y técnica, por otra parte, no merecen reproche alguno. El relato se extiende más allá de lo que la lógica necesita, entrando en redundancia hasta la conclusión conocida, que no es más que el retorno de Wendy y los niños perdidos, que pasan a ser una familia numerosa unida por el recuerdo de la aventura pero que no habrá evitado que el futuro termine alcanzando a cada uno conforme habían temido al huir en su momento. Al llegar a la edad adulta los deseos son vencidos por la realidad de nuestros cuerpos. Wendy puede echar a correr pero no podrá volver a montarse en aquel tren, para eso hay que renunciar a crecer a su debido tiempo | ★★★☆☆


    Miguel Martín Maestro |
    © Revista EAM / Valladolid



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