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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Zombi Child

    Cómo hacer cine político sin que lo parezca

    Crítica ★★★★☆ de «Zombi Child», de Bertrand Bonello.

    Francia, 2019. Título original: Zombi Child. Director: Bertrand Bonello. Guion: Bertrand Bonello. Fotografía: Yves Cape. Música: Bertrand Bonello. Montaje: Anita Roth. Productores: Judith Lou Lévy, Bertrand Bonello. Productora: arte France Cinéma / Les Films du Bal / My New Pictures. Diseño de producción: Katia Wyszkop. Diseño de vestuario: Pauline Jacquard. Intérpretes: Louise Labeque, Wislanda Louimat, Adile David, Ninon Francois, Mathilde Riu, Bijou Mackenson, Katiana Milfort. Presentación oficial: Festival de Cannes 2019. Duración: 103 minutos.

    Hay en Bonello, y su cine, un afán constante de progresar sin perder de vista sus señas identitarias. Su cortometraje Sarah Winchester, opéra fantôme, ya se atrevía a indagar en el fantástico para hablar de lo que todo su cine ha sabido expresar olvidando el género en el que se pueda querer encasillar. Zombi child utiliza la excusa del género para dirigir su mirada hacia múltiples caminos, que se separan del relato de terror o de ciencia ficción, sin dejar de apoyarse en la excusa argumental del muerto viviente. Conviene advertir, para cuando se estrene, si es que lo consigue en este país, donde el cine de Bonello apenas ha podido verse (otra de esas lamentables pérdidas que sólo el cinéfilo apasionado trata de subsanar como sea), que nadie acuda a las salas pensando que asistirá a una ración de supervivencia, sangre, vísceras, conversiones, decrepitud corporal. Bonello utiliza la figura del zombi para hablar del origen de una familia y su secreto inconfesable, pero también le sirve para hablar del pasado colonial, de la explotación laboral, de las inmerecidas élites que gobiernan Francia por el simple hecho de ser herederos genéticos de hombres y mujeres del pasado glorioso del país, y sobre todo le sirve para construir una (o dos) hermosa historia de desamor no aceptada por una de las protagonistas, la que encarna Louise Labéque como Fanny, y a la que su amistad con Melissa (Wislanda Louimat) le abre una posibilidad de recuperar lo que ha perdido olvidando la voluntad ajena.

    La película, como lo es la propia religión animista de Haití, se convierte en un ejercicio de sincretismo donde ficción y realidad corren paralelos, donde el tiempo fluye del pasado al presente sin que la distancia temporal rompa la unidad del relato, algo que, desafortunadamente, suele demoler la estructura interna de muchas películas cuando la historia no se desarrolla linealmente, y como en este caso, el escenario geográfico cambia por completo. La película se estructura en dos tiempos y en dos países. El tiempo del presente en Francia, en un específico internado para chicas de la élite francófona cuyas familias tengan, o hayan tenido, la legión de honor en alguno de sus miembros; y el tiempo del pasado en Haití, concretamente en un periodo que abarca de 1962 a 1980 pero con una enorme elipsis entre ambas fechas. Es el segmento haitiano el que proporciona sustantividad propia al francés y el que contiene la más contundente crítica política no expresa de la película, pero uno y otro espacio y tiempo se necesitan para construir, con el ritmo propio de Bonello, esa idea de trascender más allá de lo local que se advierte en la obra.

    Resulta curioso observar cómo hasta las escenas que parecen banales, consiguen consolidar las bases del relato, como esa clase de historia que no hace sino cuestionar el devenir de la Revolución Francesa por la traición a sus propios principios justo con la figura de Napoleón, artífice del triunfo de la misma y de su posterior demolición, personaje que, además, se encuentra en el origen del colegio femenino donde se desarrolla la acción francesa. El director cuestiona así cómo, dos siglos después, los principios de igualdad, legalidad y fraternidad han saltado por los aires en favor de la tradición, de la herencia y “pour le mèrite”, que no deja de ser el reconocimiento de un derecho historicista a colocarse en primer lugar de la línea de salida por ser hija, nieta o bisnieta de alguien destacado para la República; todo ello en el seno de una institución tan caduca, tan antigua y tan poco igualitaria como la del internado para señoritas, un espacio que hace de Zombi child una aventura exclusivamente femenina en Francia y exclusivamente masculina en Haiti, atravesadas ambas, por la figura del sexo opuesto, que funciona como demiurgo de la acción, porque es la necesidad de reencontrarse con el amor perdido la que dirige sus acciones.

    Zombi Child, Bertrand Bonello.
    La última maravilla de Bonello, presentada en la Quincena de Realizadore de Cannes, la estrenará en España Flamingo Films.

    «Bonello cierra las historias con el apasionante fuera de campo de la incógnita, el futuro no es importante ni se puede mostrar, pero en gran parte viene determinado por el pasado y el presente que sí vemos... Tras su visionaria y monumental Nocturama, con Zombi child demuestra mantener su pulso romántico revolucionario en plenitud de facultades».


    La figura del zombi permite cuestionar el nuevo modelo de relaciones laborales en el mundo occidental. Si ya Jarmusch ha venido utilizando el concepto para referirse a las nuevas sociedades capitalistas, donde consumo y tecnología han sustituido a las relaciones humanas, transformando al género humano en seres dependientes de pantallas que piensan por ellos, Bonello viene a demostrar que en el sustrato del zombi no circula la idea de resucitar a los muertos, sino la de transformar al vivo en un aparente muerto que no es sino un esclavo que trabaja incansablemente sin necesidad de comida ni de sueldo, aunque sea miserable, o como en el caso de Fanny, en un esclavo amoroso. El zombi de Bonello, materializado en un haitiano víctima de un odio fratricida, se transforma en otro ser de la noche a la mañana víctima de una pócima en sus zapatos, que después necesitará dosis de recuerdo para mantener esa pérdida de voluntad. La recuperación de la memoria, de forma casual y graciosa, le transforma en un hombre errante, obsesionado por la idea de reencontrase con su amor interrumpido, al que cuidará y vigilará desde la distancia hasta que quien le embrujó desaparezca naturalmente, desapareciendo los obstáculos del tabú que le impedían rehacer su vida pasada. El zombi es también el empleado del minijob, del empleo basura, de jornadas de 12 horas a cambio de 700 euros. El zombi es el producto del colonialismo, que no es sino una variante del capitalismo, porque el trabajo incansable del esclavo sin voluntad, ni memoria para rebelarse, lucra a las grandes corporaciones azucareras. Bonello se hermana así con Tourneur y su Yo anduve con un zombi cuando coloca al protagonista haitiano en medio de las plantaciones de caña de azúcar por las que deambula presionado para mantener el ritmo de recolección, con colores entristecidos por la falta de luz natural, en una especie de ocaso constante del que no puede desembarazarse hasta que recupera su libertad mental.

    Esta aventura insular conecta con el internado a través del personaje de Melissa, la chica reservada y enigmática aceptada con las reservas propias del desconocimiento, aumentadas por la diferente cultura y raza en un espacio eminentemente blanco y conservador. El aire melancólico, cohibido, poco comunicativo de Melissa, atrae a Fanny (nombre de resonancias románticas y decimonónicas), quien en ese momento vive una ensoñación amorosa recién finalizado el verano con el recuerdo de Pablo, el arquetipo del macho del que Bonello también se ríe en el par de escenas donde le vemos, y que provocará la desesperación de la joven cuando éste de por finalizada la relación mantenida epistolarmente desde el colegio. Ese espacio, bellamente utilizado por Bonello para generar inquietud y desasosiego mediante los altos techos, los pasillos interminables, la penumbra de la noche que acerca la historia al terror gótico. Un espacio donde las reuniones de una hermandad de chicas en la que es admitida Melissa, en las antípodas del prototipo estúpido de El club de los poetas muertos, permite acercarse al secreto de Melissa y conecta la revelación del pasado de la haitiana con los deseos de Fanny, que cree que los ritos del vudú servirán para recuperar a un Pablo distante, aunque sea mediante su transformación en zombi, buscando, así, un nuevo esclavo, una nueva colonización, aunque sea amorosa.

    La apropiación de manifestaciones culturales ajenas no deja de ser un error propio del recién llegado con espíritu de superioridad, y ya lo anuncia el poema de apertura que, cíclicamente, irá apareciendo en la película para dibujar al personaje de Melissa, «Escucha, blanco mundo/ Los salves de nuestros muertos/ Escucha mi voz de zombi/ En honor de nuestros muertos». Despestre, escritor comunista haitiano (éste es otro de los enlaces por los que sostengo que la película tiene una interesante carga política, como la citada clase de historia, o las reverencias inversas con que las alumnas muestran respeto a la dirección), con su poema está advirtiendo al hombre blanco, al hombre de la legión de honor, al capitalista desalmado y amoral, y le está compeliendo a que escuche y comprenda, que respete y no invada. Traspasar determinadas líneas, como le ocurre a Fanny, no trae sino destrucción y caminos equivocados para soluciones imposibles. Bonello cierra las historias con el apasionante fuera de campo de la incógnita, el futuro no es importante ni se puede mostrar, pero en gran parte viene determinado por el pasado y el presente que sí vemos. El resultado: una gran película política cuyo envoltorio parecería indicar otra cosa. Con elegancia, sutileza, vaporosidad de las imágenes; con Suspiria como basamento para crear el ambiente pero sin perder nunca la identidad. En horas bastante bajas Dumont y Assayas, siempre es gozoso observar cómo Bonello permanece fiel a sí mismo. Tras su visionaria y monumental Nocturama (cómo el presente se está acercando peligrosamente a las imágenes de esta película debería hacer reflexionar a todos aquellos que la denostaron en su momento, incluidos los que han secuestrado su estreno por todo el mundo), con Zombi child demuestra mantener su pulso romántico revolucionario en plenitud de facultades | ★★★★☆


    Miguel Martín Maestro |
    © Revista EAM / Valladolid


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