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    Crítica | Sauvage

    La memoria del cuerpo

    Crítica ★★★★★ de «Sauvage», de Camille Vidal-Naquet.

    Francia, 2018. Título original: «Sauvage». Dirección: Camille Vidal-Naquet. Guion: Camille Vidal-Naquet. Productoras: La Voie Lactée / Les Films de la Croisade / CNC. Fotografía: Jacques Girault. Montaje: Elif Uluengin. Música: Romain Trouillet. Reparto: Félix Maritaud, Eric Bernard, Philippe Ohrel, Nicolas Dibla, Marie Seux, Lucas Bléger, Camille Müller, Jean-Pierre Baste. Duración: 97 minutos.

    La conocida como la profesión más antigua del mundo está anclada en el imaginario colectivo a trabajadoras femeninas y clientes masculinos. Pero ni es realmente la ocupación más vieja ni desde luego se ha limitado a tamaña heteronormatividad. Gracias a la creciente visibilidad del colectivo gay, para bien o para mal, la prostitución masculina ha ganado notoriedad, pero sigue envuelta en un halo de misterio derivado quizá de la suma privacidad que suele exigir la clientela a raíz de la homofobia, sea esta externa o interiorizada. Por supuesto, muchos son los hombres que antes o después han pensado en ella, sea para consumirla o para practicarla, entremezclándose en ambos casos el morbo y la ingenuidad hasta idealizarse una realidad sobre la que muy pocos se molestan en reflexionar. ¿Cómo es realmente la vida de un chapero? Las respuestas varían, pero pocos tienen siquiera alguna en la mente. Con su ópera prima, el francés Camille Vidal-Naquet no busca retratar el variopinto universo de los trabajadores del sexo, pero sí a uno de ellos: el sensual pero desarraigado Léo, de 22 años, cuya vida ficticia no debe tomarse de referencia pero sí sirve para ir más allá de la objetivación del cuerpo y hasta el alma que este modo de vida acarrea. Porque si algo logra Sauvage es destruir tópicos para ofrecer una visión humana y desprejuiciada que derribe barreras entre la prostitución masculina (o, al menos, quienes la ejercen) y la sociedad contra la que el propio título se rebela. Léo (Félix Maritaud) es un salvaje que ha optado por una vida que dista de lo que la mayoría consideraría vida siquiera, no pretendiendo la película explicar la motivación del personaje más allá de una evidente necesidad interna e imperante de seguir viviendo del único modo que parece conocer, o sea, de sobrevivir: cualquier salida se antoja inviable, lo que vuelve el visionado tan frustrante como la vida misma. El descarnado y naturalista trabajo fotográfico del también primerizo Jacques Girault sigue al personaje como si de su propia sombra se tratara, retratándolo como un animal herido que, al igual que cualquier perro callejero, tan sólo desea algo de cariño, pero no necesariamente de quien puede granjeárselo. Él es tan generoso con sus sentimientos como con su cuerpo, y eso tiene un precio.

    Bien es sabido que el amor es más unidireccional de lo que debería. Y Sauvage, en el fondo, es una historia de amor. Del que profesa por Léo el bueno de Claude (Philippe Ohrel), cuya absoluta entrega trae a la mente la notable Chicos del Este (2013), donde Robin Campillo retrataba la relación chapero-cliente desde la otra cara de la moneda. Y, sobre todo, del que Léo siente por Ahd (Éric Bernard), su compañero de batallas, otro chapero más fuerte de espíritu que le sirve al tiempo de protector y fuente de desgracia. A diferencia de Claude o el propio Léo, Ahd es heterosexual y por tanto incapaz de amar a otro hombre, lo que en teoría vuelve su trabajo más difícil pero es en el fondo una bendición a la hora de no dejarse arrastrar por él. Léo, entretanto, vive lo mejor y lo peor de una profesión donde cada cliente, como cada ser humano, es un mundo y, por consiguiente, el resultado puede ir desde el masoquismo más cruel ―y tan difícil de contemplar que termina recurriéndose a una elipsis al más puro estilo Magical Girl (Carlos Vermut, 2014)― hasta el achuchón más acogedor; la cinta no se adentra en el incendiario debate en torno a la prostitución, pero sí nos recuerda su labor social más allá de la lujuria a través del cariño con que Léo trata a clientes mayores o discapacitados que difícilmente podrían disfrutar de su sexualidad de otro modo. No hay sin embargo mayor consuelo para el personaje y para la audiencia que el encuentro con esa doctora que, por unos maravillosos minutos, se torna en figura maternal: que Léo se tumbe en la camilla de costado, como si esta fuera la cama que tanto necesita (poco antes ha reconocido no recordar siquiera cuándo durmió por última vez), es un tiernísimo follow-up para el inolvidable abrazo que, con la ingenuidad de un niño, acaba de dar a la mujer. Buena parte de la magia de Sauvage reside, de hecho, en su contrastado protagonista, que no sólo es al tiempo la bella y la bestia del cuento, sino que además tiene la inocencia de quien aún no ha vivido nada y la brutalidad de alguien que ha vivido demasiado. Quizá él, en su afán instintivo por seguir adelante, logre dejar atrás aquello que necesita olvidar, pero su cuerpo es incapaz de hacerlo. Por eso es tan duro, emotivo y revelador cada uno de los momentos en que lo vemos dormir, desde la soledad de un sucio callejón hasta el candor de los brazos de quienes ama y lo aman, felicidad que nunca deja de antojarse efímera.


    «Viendo Sauvage resulta imposible despegar la mirada de la pantalla porque Maritaud la llena con su perfecta mezcla de carisma y vulnerabilidad, y raro será el espectador que no termine un poco enamorado de él y su personaje, perfecto combo que en cuerpo y alma nos arrastra a un universo gélido donde el calor humano lucha por abrirse paso, no siempre con suerte».


    Que Sauvage sea tan impactante y, sobre todo, que conecte tan bien con el espectador desde el primer momento se debe en gran medida a la extraordinaria sensibilidad de la que Camille Vidal-Naquet hace gala tras la cámara, pero sobre todo a la que Félix Maritaud muestra frente a ella. Y es que la sutileza de un guion colmado de silencios fuerza al joven intérprete a darlo todo corporalmente, desde una mirada colmada de significado hasta un cuerpo constantemente maltratado y humillado que no deja de ser la coraza de unos sentimientos aún más descompuestos. No hay un solo plano que el valiente intérprete no devore, lo que justifica los reconocimientos que recibió tanto en el Festival de Cannes como por parte de los Premios Lumière y vuelve incomprensible que los César sólo se acordaran de la que sin duda fue la mejor película francesa del año pasado en la evidente categoría de dirección novel, donde fue nominada pero no premiada (y eso que en la muy moderna Francia sí gozó del gran estreno que difícilmente podrá ofrecerle ningún otro país de un mundo bastante más mojigato y homófobo de lo que quiere reconocer). Curiosamente (o quizá no), los tres títulos que tiene ahora esta joven promesa del cine galo bajo el brazo comparten tanto la excelencia artística como la temática LGTB, siendo los otros dos el reivindicativo 120 pulsaciones por minuto (2017), del ya mentado Robin Campillo, y el provocador Knife+Heart (2018), de Yann Gonzalez. Viendo Sauvage resulta imposible despegar la mirada de la pantalla porque Maritaud la llena con su perfecta mezcla de carisma y vulnerabilidad, y raro será el espectador que no termine un poco enamorado de él y su personaje, perfecto combo que en cuerpo y alma nos arrastra a un universo gélido donde el calor humano lucha por abrirse paso, no siempre con suerte. Por eso es una experiencia tan hermosa y a la vez tan devastadora. Tanto a nivel dramático como desde la perspectiva sociocultural, Sauvage plantea una incógnita tras otra sin pretender despejarlas, dejando la evolución de la trama y los personajes en manos de acciones individuales, sin discursos universales que bien podría llevarse el viento. Y es que, a diferencia de las palabras, el cuerpo no miente. Ni olvida. | ★★★★★


    Juan Roures
    © Revista EAM / Dublín


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