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    Cineclub by BenQ: El silencio de Lorna (2008)

    Rebeldía de la compasión

    Cineclub by BenQ: «El silencio de Lorna» de Jean-Pierre y Luc Dardenne.

    Bélgica, 2008. 105 minutos. Título original: Le silence de Lorna. Director: Jean-Pierre Dardenne y Luc Dardenne. Guion: Jean-Pierre Dardenne y Luc Dardenne. Fotografía: Alain Marcoen. Productor: Jean-Pierre Dardenne, Luc Dardenne, Olivier Bronckart, Rémi Burah, Denis Freyd et alia. Edición: Marie-Hélène Dozo. Diseño de producción: Igor Gabriel. Diseño de vestuario: Monic Parelle. Intérpretes: Arta Dobroshi, Jérémie Renier, Olivier Gourmet, Fabrizio Rongione, Alban Ukaj, Morgan Marinne, Anton Yakovlev, Grigori Manoukov, Mireille Bailly, Stéphanie Gob, Laurent Caron, Alexandre Trocky, Baptiste Somin.

    El término «inhumano» se suele emplear para calificar los actos más atroces, aquellos que, efectivamente, atentan contra pulsiones propias de la psique de nuestra especie, léase el instinto de cuidado o la empatía. Sin embargo, dicho adjetivo también es adecuado para doctrinas que pretenden suprimir otro tipo de impulsos, en absoluto edificantes, que también anidan dentro del corazón de las personas. Hay, por lo tanto, mucho de «inhumano» en la bella prédica de, pongamos por caso, los Evangelios, puesto que, si bien el perdón no solo es posible, sino hasta recomendable y sano, e incluso más para quien lo otorga que para quien lo recibe, lo de devolver el bien a cambio del mal y amar a nuestros enemigos resulta bastante difícil de digerir. Lo mismo sucede con el sublime imperativo categórico kantiano, que se contiene, grosso modo, en los siguientes extractos de su pensamiento ético:

    «El deber ha de ser una necesidad práctico-incondicionada de la acción; ha de valer, pues, para todos los seres racionales […], y sólo por eso ha de ser ley para todas las voluntades humanas. En cambio, lo que se derive de la especial disposición natural de la humanidad, lo que se derive de ciertos sentimientos y tendencias […] no hubiere de valer necesariamente para la voluntad de todo ser racional. […] [La] filosofía […] debe ser firme, sin que, sin embargo, se apoye en nada ni penda de nada en el cielo ni sobre la tierra. Aquí ha de demostrar su pureza como guardadora de sus leyes, no como heraldo de las que le insinúe algún sentido impreso o no sé qué naturaleza tutora […]. [El] hombre, y en general todo ser racional, existe como fin en sí mismo, no sólo como medio para usos cualesquiera de esta o aquella voluntad».

    Depurada quintaesencia del deber moral, libre de dogmatismos sectarios, la supresión de los premios o los castigos como método para estimular una conducta determinada, la necesidad de obrar correctamente como valor en sí mismo, y además no como impulso sentimental (sin duda voluble), sino por mor de una férrea voluntad, o la imposibilidad de flexibilizar los comportamientos en virtud de fines más elevados (a menudo, engañosos), hacen que las teorías éticas de Immanuel Kant sean tan admirables como complicadas de llevar a cabo. Sobre todo, porque requieren un grado de autocontrol e inteligencia al alcance de unos pocos privilegiados. No deja de ser paradójico, en consecuencia, que el conjunto de la filmografía de Jean-Pierre y Luc Dardenne constituya una especie de puesta en práctica de dicho imperativo categórico bajo un prisma posibilista, digamos que «auténticamente» humano, esto es, no motivado por un análisis racional de aquello que proporciona la verdadera felicidad –y que es una perogrullada señalar que no se limita a la autosatisfacción de los impulsos egoístas–, sino fundado, esencialmente, en los conflictos emocionales que experimentan todos y cada uno de sus personajes en su lucha desesperada por alcanzar dicha felicidad. En cierta medida, el corpus creativo de este tándem supone pasar la moral de Kant –quien también tenía muy claro que el propósito de la existencia era ser felices– a través del tamiz del existencialismo. Tomemos las declaraciones de Jean Paul Sastre sobre la ética que yace en su pensamiento filosófico para aclarar semejante afirmación:

    «Estamos solos, sin excusas. Es lo que expresaré diciendo que el hombre está condenado a ser libre. Condenado, porque no se ha creado a sí mismo, y sin embargo, por otro lado, libre, porque una vez arrojado al mundo es responsable de todo lo que hace. […] No puede ser considerada como una filosofía del quietismo, puesto que define al hombre por la acción; ni como una descripción pesimista del hombre […], puesto que el destino del hombre está en él mismo; ni como una tentativa para descorazonar al hombre alejándole de la acción, puesto que le dice que sólo hay esperanza en su acción, y que la única cosa que permite vivir al hombre es el acto. […] No hay otro universo que este universo humano, el universo de la subjetividad humana. Esta unión de la trascendencia, como constitutiva del hombre […], y de la subjetividad, en el sentido de que el hombre no está encerrado en sí mismo sino presente siempre en un universo humano, es lo que llamamos humanismo existencialista. Humanismo porque recordamos al hombre que no hay otro legislador que él mismo […]; y porque mostramos que no es volviendo hacia sí mismo, sino siempre buscando fuera de sí un fin que es tal o cual liberación, tal o cual realización particular, como el hombre se realizará precisamente como humano».



    «El empleo de una nerviosa cámara al hombro o el hecho de que los personajes se muevan por ambientes repletos de puertas, esquinas, semáforos, escaleras, medios de transporte… –esto es, obstáculos/herramientas– responde a esta idea de adquisición instintiva de la alteridad. Ello asimismo explica la circunstancia de que los primeros trabajos de este dúo en el mundo del celuloide se adscribieran al ámbito documentalista».


    La condena a ejercer irresponsablemente nuestra libertad, el poder definidor de nuestros actos, el obrar como propósito de la existencia humana, el hálito de trascendencia mediante la interacción con el mundo (el espacio y el prójimo)… Se diría que, en esta cita, se sintetizan los rasgos definitorios del comportamiento de los personajes de los Dardenne. Y es precisamente dicho calado filosófico lo que propicia la elección del particular estilo que adquiere su discurso, una suerte de realismo social que, no obstante, se escora hacia la reflexión metafísica y no hacia la denuncia. Ello obedece al hecho de que, en el núcleo temático, pero también formal, de su obra se haya la teoría de Emmanuel Lévinas sobre la ética como primera filosofía, asentada en la idea de que la trascendencia radica en la apertura hacia los otros, mediante un tipo de comunicación que se produce a través del rostro ajeno, donde yace lo inaprensible e infinito, pero que nada tiene que ver con lo místico, sino con un contacto empírico, «cara-a-cara», con la alteridad, y del cual surge el compromiso moral, pues el Otro (el prójimo) termina por devenir parte del Mismo (el yo).

    En esta línea, viendo las obras de los directores belgas, dos evidencias saltan pronto a la vista: en primer lugar, el hondo poso de filosofía que atesoran. Recordemos que Luc cursó estudios en esta disciplina, y es el pensamiento de Lévinas el que parece apuntalar sus temas de fondo (v. gr. «El yo, en tanto que yo, se mantiene vuelto éticamente hacia el rostro del otro: la fraternidad es la relación misma con el rostro en la que se lleva a cabo a la vez mi elección y la igualdad, es decir, el dominio ejercido sobre mí por el Otro»). Por otra parte, y enlazando con lo anterior, es notable la fisicidad de su puesta en escena, porque, de nuevo, es el Otro y su espacio los que se imponen, con su realidad carnal y material, al yo (v. gr. «El discurso condiciona el pensamiento, porque el primer inteligible no es un concepto, sino una inteligencia cuyo rostro enuncia la exterioridad inviolable al proferir el “no matarás”. La esencia del discurso es ética. […] La ética, más allá de la visión y de la certidumbre, esboza la estructura de la exterioridad como tal. La moral no es una rama de la filosofía, sino la filosofía primera»). El empleo de una nerviosa cámara al hombro o el hecho de que los personajes se muevan por ambientes repletos de puertas, esquinas, semáforos, escaleras, medios de transporte… –esto es, obstáculos/herramientas– responde a esta idea de adquisición instintiva de la alteridad. Ello asimismo explica la circunstancia de que los primeros trabajos de este dúo en el mundo del celuloide se adscribieran al ámbito documentalista.

    Hoy por hoy, puede decirse que los cineastas de Valonia son epítomes por excelencia de una determinada concepción del cine, cuya intención básica es la de crear un potente efecto de realidad. Y atención al término «efecto», porque de eso se trata esencialmente, de una sensación, de un «truco», para que el espectador experimente como reales las cuitas que los autores narran en pantalla. Como decía Bazin, «el realismo en el arte no puede proceder evidentemente más que del artificio. Toda estética escoge forzosamente entre lo que merece ser salvado, como lo hace el cine al crear la ilusión de la realidad». No es menester señalar que si Hollywood usa y abusa de historias «basadas en hechos reales» es precisamente con la finalidad de propiciar análogo estado mental en la audiencia; lo que también explica la popularidad de los reality shows. Porque todo lo que venga con el sello de lo auténtico garantiza un nivel mayor de implicación, y hasta de atención, del público. Claro que los Dardenne no recurren a la exposición pornográfica de las propias miserias o glorias como sucede con la telerrealidad, ni tampoco a un relato que en nada se distingue de la ficción más escapista salvo en la advertencia de que aquello expuesto «pasó de verdad». Herederos de una larga tradición de realizadores que han forjado un estilo que pretende diluir las fronteras entre lo real y lo ficticio, se trata de una visión del medio cinematográfico que mezcla lo que Jean Rouch acuñó como cinéma vérité, y que se enriquece del neorrealismo italiano y del free cinema inglés. Todo ello bebe de la labor pionera de Robert Flaherty y Dziga Vertov, y en cuya estirpe se mezclan figuras tan diferentes como Vittorio De Sica, Abbas Kiarostami, John Cassavetes, Lindsay Anderson, Paul Greengrass, Ken Loach, José Luis Guerín o Andrea Arnold, solo por citar a algunos de los más famosos. Objetivos temáticos y estilos de cada uno de ellos aparte, las técnicas narrativas que distinguen este tipo de propuestas pueden resumirse en una premeditada huida de muchos de los recursos de embellecimiento de las imágenes propios del modo de representación institucional. La idea ulterior es hacer que el espectador sienta que no está visionando una filmación, o al menos no una ficticia; un principio rector que cada uno de los diferentes artistas concretará de manera distinta, según, obviamente, sus aspiraciones de fondo.



    «Todas sus creaciones comparten una serie de rasgos comunes que las convierten en una especie de instantáneas, distintas pero complementarias, que configuran un gran fresco espiritual de la Bélgica contemporánea. En puridad, cada una de sus ellas deviene una mixtura, hábilmente trabada, entre el apólogo moral, la narrativa de suspense, la denuncia social y el retrato psicológico de personajes».


    En el caso específico de los hermanos belgas, rehúyen la luz artificial; el montaje a base de plano y contraplano; los encuadres estáticos y centrados de los personajes; la declamación de las interpretaciones; el uso de la steadicam; la continua presencia de diálogos o de música, etc. Conviene decir, en cualquier caso, que a lo largo de su filmografía ha habido una serie de cambios en cuanto a la plasmación visual de sus historias, con lo que el drástico minimalismo formal que llevaron a sus últimas consecuencias en la excelente El hijo (2002) empezó a suavizarse, precisamente, con el filme que nos ocupa, hasta la reveladora participación de intérpretes de renombre en sus últimos trabajos (Cécile de France, Adèle Haenel e incluso la oscarizada Marion Cotillard), o el hecho de que algunos de los protagonistas de los mismos no provengan de una extracción social proletaria. Ello no es óbice para que el conjunto de su trayectoria no posea una impecable coherencia, dado que todas sus creaciones comparten una serie de rasgos comunes que las convierten en una especie de instantáneas, distintas pero complementarias, que configuran un gran fresco espiritual de la Bélgica contemporánea. En puridad, cada una de sus ellas deviene una mixtura, hábilmente trabada, entre el apólogo moral, la narrativa de suspense, la denuncia social y el retrato psicológico de personajes. Sin duda, resuenan aquí las novelas de Fédor M. Dostoievski y el Robert Bresson de Pickpocket (1959) y El dinero (1983), con quien los realizadores valones, además, comparten un análogo gusto por la condensación espacial y/o temporal de sus historias, la abstracción expositiva y el uso de la reiteración visual como elemento simbólico. Asimismo, su fascinación por los pequeños matices del rostro humano bebe de Pier Paolo Pasolini o Carl Theodor Dreyer, mientras que el peso de los actos rutinarios en los que se hayan atrapados los personajes tiene mucho de Roberto Rossellini o Yasujirō Ozu. Como se ve, pues, las cintas de los Dardenne oscilan entre lo trascedente y lo cotidiano; entre el prosaísmo, a menudo profundamente abyecto, de las vidas de sus personajes y los destellos de sublimidad que conectan a sus criaturas con lo divino, entendido este término sin connotaciones teológicas algunas.

    No es El silencio de Lorna (2008) una excepción al respecto; es más, despojada como se haya de algunos de los rasgos de estilo más radicales de sus trabajos anteriores (v. gr. la abundancia de primerísimos planos o del encuadre de espaldas de los personajes), la inherente tensión que se produce entre esos dos impulsos antitéticos a los que se ven sometidos los seres que pueblan sus paisajes –el egoísmo y el altruismo– surge en esta película de una forma más trabada y orgánica. O dicho de otra manera: la exigencia visual del discurso se encuentra supeditada totalmente al argumento, algo que redunda en favor del demoledor final de la propuesta. Y es que nunca como aquí los Dardenne han llevado a cabo una obra tan marcadamente trágica. No es que sus antecesoras fueran precisamente comedias ligeras, pero el sufrimiento de los personajes se veía compensado por momentos de catarsis que le daban un cierto propósito a su dolor. En El silencio de Lorna el dolor se diría que carece de sentido, ya que no sirve al personaje central de la trama ni para madurar como en El niño (2005), ni para empatizar con el prójimo como en La promesa (1996), ni para dotar de sentido a su existencia caótica como en Rosetta (1999); porque todo ello ya lo ha hecho antes de echar por la borda cuanto poseía. Y si empleo este verbo no es por casualidad, puesto que el universo en el que se mueve la protagonista, Lorna (Arta Dobroshi), está indefectiblemente marcado por el valor material, no únicamente de los objetos, sino también de los comportamientos y de las personas. No es baladí que la primera imagen del filme sea precisamente un plano detalle de las manos de Lorna contando unos billetes de euro antes de ingresarlos en el banco. De hecho, a lo largo del relato, el protagonismo del dinero en tanto objeto material, físico, es recurrente. En primer lugar está el arrugado sobre marrón que Claudy (Jérémie Renier) lleva encima de sí, del que saca dinero cada vez que necesita comprar algo y que termina por entregarle a Lorna, y que luego esta gestionará de diferente manera (lo esconderá en el jardín de su trabajo, tratará de dárselo a la madre de Claudy…), hasta emplearlo para abrir una cuenta bancaria a nombre de su futuro hijo. Y en segundo lugar están los dos billetes de 500 euros que Fabio (Fabrizio Rongione) insiste en darle a la mujer a cambio de los quebraderos de cabeza que le ha causado Claudy –a cambio de su silencio–; aunque en primera instancia los rechaza, Lorna acaba por aceptarlos tras la insistencia de Fabio, lo que no impedirá que, finalmente, regresen a manos de su primer propietario. Esta continua exposición de los billetes en pantalla patentiza que es el parné, el «maldito parné», que decía el cuplé, el que dirige los actos de los personajes, y el modo en el que se relacionan con él configura también su psicología: Fabio es calculadamente generoso o parco con el dinero, lo cuenta minuciosamente y lo controla con absoluto desapasionamiento; Claudy lo gestiona con inconsciencia, no le da mayor importancia que el de herramienta para un fin, por lo que, en el gesto de dárselo a Lorna, lo que hace en el fondo es declararle su confianza (su amor); y en cuanto a Lorna, es lo que guía sus actos, presa de una obsesiva huida hacia delante de un pasado que nunca se nos cuenta pero que intuimos dificultoso y repleto de estrecheces, ante su desbordada alegría por adquirir una nueva nacionalidad al principio del metraje y su horror de verse forzada a regresar a su país de origen al final del mismo.



    «Como es habitual en las realizaciones de los Dardenne, en El silencio de Lorna asistimos a un pedazo de vida «sin refinar» de una persona, en este caso Lorna, con lo que la historia se inicia in media res, sin entrar en pormenores en lo que la ha conducido a ser quien es y a codearse con quien se codea; de ahí que el tramo inicial del argumento esté sembrado de una serie de incógnitas que se van desentrañando paulatinamente para crear una atmosfera de inquietud y angustia bajo una aparente normalidad, hasta culminar con la desagradable respuesta a las dos cuestiones que más intrigan al espectador».


    Ello es así porque, como es habitual en las realizaciones de los Dardenne, en El silencio de Lorna asistimos a un pedazo de vida «sin refinar» de una persona, en este caso Lorna, con lo que la historia se inicia in media res, sin entrar en pormenores en lo que la ha conducido a ser quien es y a codearse con quien se codea; de ahí que el tramo inicial del argumento esté sembrado de una serie de incógnitas que se van desentrañando paulatinamente para crear una atmosfera de inquietud y angustia bajo una aparente normalidad, hasta culminar con la desagradable respuesta a las dos cuestiones que más intrigan al espectador: de un lado, cuál es el verdadero signo de la relación que Lorna mantiene con Fabio, un taxista de origen italiano, y del otro, quién es Claudy, un autóctono delgado y nervioso que vive con ella. Ambos enigmas van de la mano; y lo primero que esclareceremos al respecto es que Claudy está destinado a morir. Al contar la pieza con unos diálogos antirretóricos y repletos de realismo, la información se va proporcionando diseminadamente mediante ellos, con lo que, tras conectar los puntos que los Dardenne nos proporcionan, comprenderemos que Fabio no es ni un camarada de penurias ni un mentor de Lorna, sino el líder de la célula mafiosa que la introdujo en Bélgica, mientras que Claudy, que parece un compañero de piso o una amistad superficial, resulta ser su esposo; o más concretamente, el hombre que recibió una suma de dinero de parte de Lorna y de Fabio para casarse con ella y que así pudiera obtener la nacionalidad.

    Por eso el rol de Claudy en este tejemaneje es el de fallecer (de lo que, sobre decirlo, él no es consciente). Fabio no va a invertir en asegurarle el futuro a Lorna si no es a cambio de algo; y ese algo es que, una vez sea viuda y ciudadana, contraiga nupcias con otro mafioso, Andrei (Anton Yakovlev), quien abonará por ello a los implicados pingües estipendios. Lo mejor del caso es que nadie va a tener que mancharse las manos, ya que Claudy es un drogadicto con un pie en la tumba. «Tiene que palmarla, por eso escogimos a un yonqui», le recuerda Fabio a Lorna cuando esta empiece a cuestionarse el plan. ¿Y cuál es el motivo por el que de pronto Lorna se plantee otras opciones que impliquen dejar vivo a Claudy? Que el hombre hace un esfuerzo firme y decidido, por primera vez desde que vive con Lorna, para superar su adicción, hasta el extremo de hacerse ingresar en un hospital. Con este giro imprevisto de las circunstancias, los autores belgas hacen un alarde de sutileza narrativa, porque no solo es un hecho positivo que, sin embargo, desencadena todo el tormento posterior, sino porque contiene más capas de hondura ética, ontológica y psicológica que interminables tratados al respecto. Sin que se llegue a explicitar en ningún momento, y únicamente apelando a la inteligencia y cultura del espectador, se ha de recordar que Lorna y Claudy son dos perfectos desconocidos que, sin embargo, llevan casi tres años –el período mínimo estipulado en Bélgica para hacer efectiva la ciudadanía vía matrimonio– conviviendo bajo el mismo techo.



    «Lorna, sin saberlo, se ha convertido en un Iván en rebeldía contra su dios, que no es el cristiano, sino el que adora la sociedad contemporánea: el dinero. Un dios que, como todos los entes superiores que dictan los destinos de las personas, es cruel y caprichoso, y para que su poder persista se fundamenta, básicamente, en la injusticia y la desigualdad».


    Es verdad que Lorna ocupa buena parte de su tiempo trabajando, y que logra quedar esporádicamente con su novio; pero este trabaja a menudo en el extranjero, así que se ven poco, y todas las tardes y las noches las pasa junto con Claudy. El viejo refrán «Con el roce, nace el cariño» se aplica inevitablemente aquí. Nada o casi nada conoceremos del pasado de Claudy que explique qué lo ha transformado en ese desecho humano, pero sí tendremos pruebas, más adelante, de que su familia le ha dado la espalda. El único ser humano que hay en su vida, aparte de su camello, es, en consecuencia, Lorna. Pero para ella Claudy no es un ser humano, sino un nuevo instrumento con el que alcanzar esa Tierra Prometida de la Europa del Primer Mundo. En realidad, desde su primera interacción en pantalla, se establece la desigual relación que existe entre ambos, de ahí que él se halle sentado (en un plano inferior) y ella, de pie (en un plano superior). Lorna parece no soportar a Claudy: le pone límites en sus movimientos por el piso, le prohíbe que le hable, trata de estar el menor tiempo posible a su lado, se queja constantemente de él a Fabio… En cambio, Claudy «revolotea» todo el rato en torno a Lorna, como si fuera ella el centro de su existencia: le cuenta las nimiedades de su jornada, le propone distraerse juntos, le sugiere irla a visitar al trabajo… Lo irónico del caso es que, mientras el joven belga permanece en esa postura de sumisión respecto a Lorna, esta se limita a despreciarlo; pero, repentinamente, llevado por el dolor y la desesperación que le causa el síndrome de abstinencia, Claudy reclamará de manera taxativa, con una violencia emocional prácticamente imposible de ignorar, la atención de su esposa, y los calculados esfuerzos de la misma por apartarse de él y poder seguir viéndolo como a una cosa se desmoronarán. No deja de ser sintomático que por tres veces Claudy se humille totalmente ante ella, argumental pero también físicamente hablando, al suplicarle de rodillas que le vaya a comprar un medicamento; al abrazarse a su cintura pidiéndole que llame a su médico para que dé la orden de ingresarlo, y al rogarle, sentado y encogido sobre sí mismo, mientras Lorna sigue de pie, que le haga compañía en el hospital hasta que venga el doctor. De hecho, los dos actores no serán encuadrados en una relación de igualdad –es decir, al mismo nivel– hasta que ella lo visite en la clínica y él parezca estar recuperándose satisfactoriamente.



    «En esa existencia aparentemente plácida, al menos en comparación con la de otras heroínas de los Dardenne, como Rosetta o Sandra, que se ha construido a base de mucho esfuerzo, hay un lujo que una superviviente nata como ella no se puede permitir: el de la compasión. Pero ya es demasiado tarde: una vez ese sentimiento se adueña de su ánimo, Lorna queda presa para siempre de él».


    En cualquier caso, empieza a partir de aquí el gran drama de Lorna; inmigrante albanesa, tiene un trabajo fijo, vive en un agradable apartamento, mantiene una relación estable con el sensato Sokol (Alban Ukaj) y está a punto de obtener la ciudadanía belga. Incluso cuenta con ingresos suficientes para ir engrosando los ahorros de su cuenta corriente y poder así realizar su sueño de montar un restaurante. En esa existencia aparentemente plácida, al menos en comparación con la de otras heroínas de los Dardenne, como Rosetta o Sandra, que se ha construido a base de mucho esfuerzo, hay un lujo que una superviviente nata como ella no se puede permitir: el de la compasión. Pero ya es demasiado tarde: una vez ese sentimiento se adueña de su ánimo, Lorna queda presa para siempre de él. Aquí es imposible no evocar las palabras de Albert Camus en relación a Los hermanos Karamazov y el porqué del atormentado ateísmo del mediano de los mismos:

    «El grito más profundo de Iván, el que abre los abismos más conmovedores bajo los pasos del hombre en rebeldía, es el aunque. “Mi indignación persistiría aunque no tuviera razón”. Lo que significa que, aunque Dios existiera, aunque el misterio escondiera una verdad […], Iván no aceptaría que esta verdad se pagase con el mal, el sufrimiento y la muerte infligida al inocente. Iván encarna el rechazo de la salvación. La fe lleva a la vida inmortal. Pero la fe supone la aceptación del misterio y del mal, la resignación ante la injusticia. […] En estas condiciones, aunque la vida inmortal existiera, Iván la rechazaría. […] “Toda la ciencia del mundo no vale las lágrimas de los niños”. Iván no dice que no haya verdad. Dice que si hay una verdad, no puede más que ser inaceptable. ¿Por qué? Porque es injusta. […] Iván, solitario, por tanto moralista, se contentará con una especie de quijotismo metafísico. […] Por añadidura, Iván encarna el rechazo a ser salvado solo. […] Si creyera, en efecto, podría salvarse, pero otros se condenarían. El sufrimiento continuaría. No hay salvación posible para el que sufre la verdadera compasión. Iván seguirá culpando a Dios, rechazando doblemente la fe como se rechaza la injusticia y el privilegio».



    «La cinta se halla muy claramente dividida en dos mediante una de las elipsis más abruptas y dolorosas jamás utilizadas en pantalla. La primera parte relata la desesperada lucha de Lorna por salvarle la vida a Claudy, lo que la conduce a discutirse con Fabio y Sokol, a autolesionarse e incluso a mantener relaciones sexuales con el toxicómano solamente para evitar que recaiga en su adicción».


    Lorna, sin saberlo, se ha convertido en un Iván en rebeldía contra su dios, que no es el cristiano, sino el que adora la sociedad contemporánea: el dinero. Un dios que, como todos los entes superiores que dictan los destinos de las personas, es cruel y caprichoso, y para que su poder persista se fundamenta, básicamente, en la injusticia y la desigualdad. Sabemos que Lorna rendía pleitesía a dicho dios porque, cuando Fabio le recuerda que, si insiste en salvar a Claudy, perderá lo invertido en la «operación», ella declara que por supuesto que quiere su tajada, a lo que el mafioso le responde: «Ahora sí que te reconozco». Por ello el destino final de Lorna es análogo al de Iván: ambos pierden la razón. Por su parte, Claudy, víctima propiciatoria de cuanto sucede, se rebela asimismo contra ese hado en virtud de su enamoramiento de Lorna. Porque es evidente que no hay nada en su vida que lo motive a desengancharse… salvo ella. De ahí que no se implique en absoluto en la insistencia de la mujer por hallar una vía que acelere su divorcio (un divorcio que él cree que forma parte del trato); y menos aun teniendo en cuenta que Lorna pretende lograrlo a través de convertirlo en un maltratador. A pesar de sus defectos, Claudy es incapaz de hacerle daño a Lorna, por mucho que esta se lo pida desesperadamente, consciente de que esa es la única manera de salvarle la vida.

    En este sentido, la cinta se halla muy claramente dividida en dos mediante una de las elipsis más abruptas y dolorosas jamás utilizadas en pantalla. La primera parte relata la desesperada lucha de Lorna por salvarle la vida a Claudy, lo que la conduce a discutirse con Fabio y Sokol, a autolesionarse e incluso a mantener relaciones sexuales con el toxicómano solamente para evitar que recaiga en su adicción. Es esta una de las escenas más conmovedoras de la película, dado que, sin intercambiar palabra alguna, y tras una pelea que llega a lo físico, ambos se desnudan, temblando como dos adolescentes que practicaran el sexo por primera vez, y se entregan el uno al otro con el frenesí de quien se ha liberado de sus cadenas. Se evidencia de esta manera que ambos saben lo que siente Claudy por ella –de hecho, si está a punto de volver a drogarse es porque cree, erróneamente, que ella no aprecia sus esfuerzos– y que Lorna no solo no rechaza dichos sentimientos, sino que le agradan. Y a esta secuencia tan emocionalmente intensa, le sigue un paseo de ambos, que se muestran alegres y relajados, hasta el extremo de que Lorna acepta que él planifique su día en torno al de ella e, incluso, le hace una broma. Es la primera vez en todo el metraje que vemos a la mujer con una sonrisa franca y abierta, que le ilumina el rostro.



    «Con una maestría digna de las mejores plumas –no en vano, el libreto fue premiado al Mejor Guion en Cannes–, los Dardenne hacen, más que partícipes, cómplices a los espectadores de la batalla interior que se libra en el ánimo de Lorna».


    La segunda parte del El silencio de Lorna se inicia justamente tras este momento; sin marca de transición alguna, pasamos de este plano general en exteriores, que se cierra con Lorna respondiendo al gesto de adiós de Claudy, quien se aleja con su bicicleta hacia el fondo de la calle, a un plano medio de la protagonista en el interior de su casa, donde, ataviada de otra forma, está cogiendo ropa de Claudy con un propósito que desconocemos. Pero sabremos en breve que Claudy ha muerto de una sobredosis y que está recolectando las piezas con las que vestir el cadáver para la ceremonia del entierro.

    Semejante giro sorpresivo de guion, que el montaje elíptico de Marie-Hélène Dozo acrecienta, resulta absolutamente inesperado para el espectador y lo conmueve de tal manera que a partir de ese momento se le conduce a un estado de permanente zozobra. ¿Qué va a hacer ahora Lorna, sabedora de que Fabio le mintió sobre lo de aceptar el divorcio por una vía acelerada y ha asesinado a Claudy? Con una maestría digna de las mejores plumas –no en vano, el libreto fue premiado al Mejor Guion en Cannes–, los Dardenne hacen, más que partícipes, cómplices desde ese momento a los espectadores de la batalla interior que se libra en el ánimo de Lorna. Y es que si bien nadie quiere que pierda lo que ha logrado con tanto esfuerzo, pasar página, olvidar a Claudy, clama al cielo. No es una coincidencia que su «embarazo» dé sus primeros «síntomas» justamente cuando Lorna esté describiéndole por teléfono a Sokol, entusiasmada, el aspecto del local que acaba de arrendar: su sueño por fin se ha hecho realidad, pero se ha quedado sin alma para disfrutarlo. Tras la tensa conversación que la protagonista sostiene con dos policías, Lorna parece vivir en el anonadamiento. La denuncia de malos tratos y la presentación de un divorcio rápido que había urdido para mantener con vida a Claudy, irónicamente devienen a ojos de las autoridades el motivo por el cual el hombre recayó en la drogadicción y pudo calcular erróneamente su dosis. Lorna acepta la versión, calla, llora en silencio; pero dicho silencio envenena progresivamente su corazón. Toda esta escena se constituye en claro paralelismo al encuentro sexual entre ella y Claudy, dado que no solamente tiene lugar en el mismo sitio –junto a la puerta de la casa–, sino que se encuentra cargada de un tono análogo, brutal y descarnado, pero indudablemente bello por la veracidad y humanidad que desprenden. En ambas, además, destaca la corporeidad de las interpretaciones, pues no son las palabras las que delatan las emociones, sino los rostros, los gestos y las posturas.



    «La figura de esta inmigrante albanesa se halla más cerca de la Cabiria de Fellini, de la Juana de Arco de Dreyer o de la Bess de Lars von Trier que de cualquier otra protagonista de la filmografía de sus creadores. Perdido el juego, queda la intransferible honestidad entre lo correcto y lo incorrecto; queda el gesto rebelde, el resistir los envites de pie».


    En cualquier caso, y tras lo inesperado que resulta la muerte de Claudy, los autores reservan una nueva sorpresa a la audiencia, que es justamente lo que termina por conferirle a Lorna toda su aura heroica: no está realmente preñada. Aquí los Dardenne juegan con los prejuicios y las expectativas del público, que es posible que, visto lo visto, especulase sobre un posible embarazo de la mujer. Pero no es la naturaleza la que ha impuesto su ley azarosa: es la conciencia de Lorna. Obligada a aceptar lo inaceptable, se aferra a su fantasía para no perder definitivamente a Claudy. La angustiosa secuencia que cierra la película, cuando el errático comportamiento de Lorna ha levantado tanto las suspicacias de Fabio y de Andrei que el trato entre ambos mafiosos se va al traste, de manera que Fabio decide «deportarla» a su país de origen (pese a seguir siendo ciudadana belga) como castigo, es un largo trayecto en coche –el que media de Bélgica a Albania– en el que Lorna va perdiéndolo todo progresivamente: primero, el dinero, con el último plano detalle de billetes de euro del metraje; segundo, a Sokol, quien se despide con la promesa de reunirse con ella en unos meses en Gramsh, ante el total escepticismo de su interlocutora, y tercero, a Fabio, que la hace cambiarse de coche para quedarse en otro conducido por su secuaz, Spirou (Morgan Marinne), de cuyo temperamento violento siempre la había protegido. En última instancia, los indicios parecen sugerir que Spirou tiene órdenes de deshacerse, literalmente, de ella, a pesar de que esto se nos sugiera a través de la nada equilibrada mirada de Lorna; al fin y al cabo, matarla únicamente tiene sentido si esa red criminal puede obtener un beneficio con ello o la consideran una amenaza. Obviamente, Lorna ha perdido la confianza de esos delincuentes, y por ello limitan y controlan sus movimientos al máximo; pero no hay pruebas objetivas de que deseen realmente asesinarla. Quitarle la tarjeta del móvil, impedirle coger el bolso o llevarla por carreteras secundarias, puede responder más a un propósito de impedir que huya (pues recordemos que lo único que no ha perdido es la ciudadanía belga, con lo que podría tratar de regresar), que no a un deseo de ejecutarla. En puridad, Spirou podría haber aprovechado el momento en el que ella pide hacer un alto en el camino para asesinarla con impunidad en el bosque; pero no lo hace. Lo importante es, de todos modos, que Lorna sí está convencida de que intentan matarla; igual de convencida como lo está de su embarazo, a pesar de que varios doctores –y Fabio y Sokol– le han asegurado diversas veces que no es así, que son imaginaciones suyas.

    La escena que cierra la cinta, situada en la cabaña en el bosque donde Lorna ha ido a refugiarse tras atacar a Spirou para escapar de él, es un conmovedor diálogo de la mujer con su hijo imaginario, donde se revela la hondura y complejidad de su sentimiento de pérdida y tristeza: «Quieren matarnos. No te preocupes, yo te protegeré […]. No dejaré que mueras nunca. Dejé morir a tu padre: pero tú vivirás». Y mientras la mujer se acurruca sobre un banco de manera, tras encender un fuego en la chimenea, y desearle felices sueños a su inexistente bebé, suenan las notas de un piano, que siguen resonando conforme funde en negro y aparecen los títulos de crédito. Por primera vez, los Dardenne utilizan la música extradiegética, lo que sirve para otorgarle al desenlace el carácter admirativamente trágico que se merece.



    «El silencio de Lorna es la más triste de todas las películas de los hermanos Dardenne y, al mismo tiempo, la que logra como ninguna otra erigirse en canto sagrado –esto es, digno de ser venerado por su relación con lo divino– hacia la humanidad. Puesto que, cuanto más desciende la atribulada protagonista en una espiral de autodestrucción –por lo menos, según las normas materialistas que rigen nuestro mundo–, más se agiganta no obstante su figura a nuestros ojos».


    Estamos, en realidad, ante el final más abierto de toda su carrera, ya que tanto en los filmes anteriores como posteriores se resuelve el conflicto motor o la incógnita que los articulaba, aunque, pedazos de vida ellos mismos, esbozasen nuevos caminos, algunos alentadores, otros, no demasiado. En El silencio de Lorna todo queda sin resolverse: ya sabemos que el inocente no ha podido ser salvado y que, a causa de su sentido de culpabilidad, Lorna ha dejado escapar todo cuanto parecía dar sentido a su existencia. Dadas las circunstancias, es imposible para la mujer redimirse, porque Claudy nunca va a volver –y comprobaremos que la familia del fallecido tampoco quiere saber nada de ella, por mucho que sea oficialmente su esposa–. Así que solo le queda la posibilidad de «expiar» su pecado de la única forma que su testaruda voluntad es capaz: mediante la negación de la verdad. Porque es tan injusto lo sucedido, ella que siempre ha sido capaz de superar los reveses de la vida a base de fortaleza y tesón, que desafía el pasado, y el futuro, con su locura. No pudo evitar que Claudy muriera, pero su «hijo» (en realidad, la compasión, la empatía y la ternura que el hombre hizo nacer en ella) vivirá en el alma de Lorna mientras ella viva. De ahí que la figura de esta inmigrante albanesa se halle más cerca de la Cabiria de Fellini, de la Juana de Arco de Dreyer o de la Bess de Lars von Trier que de cualquier otra protagonista de la filmografía de sus creadores. Perdido el juego, queda la intransferible honestidad entre lo correcto y lo incorrecto; queda el gesto rebelde, el resistir los envites de pie.

    Por todo lo expuesto, es El silencio de Lorna la más triste de todas las películas de los hermanos Dardenne y, al mismo tiempo, la que logra como ninguna otra erigirse en canto sagrado –esto es, digno de ser venerado por su relación con lo divino– hacia la humanidad. Puesto que, cuanto más desciende la atribulada protagonista en una espiral de autodestrucción –por lo menos, según las normas materialistas que rigen nuestro mundo–, más se agiganta no obstante su figura a nuestros ojos. A la postre, y parafraseando a Walt Whitman, Lorna no se resigna a caer en el peor de los errores: el silencio, sino que, despojada de lo accesorio –posesiones, falsos amigos–, deviene personificación última del amor –con su jersey y pantalones rojos–, ya que su acto es desinteresado y se basta a sí mismo para llenarla de fuerza y esperanzas. «Conocemos en la medida que amamos», decía San Agustín; y como Lorna ya ha amado y ya ha adquirido la sabiduría, no hay senderos de regreso hacia la ignorancia egoísta. Por eso la cámara la abandona en la soledad de la cabaña; y es que no importa dónde esté a partir de ahora: Lorna, en su invencible capacidad de amar, en su amor al amor mismo –pues eso simboliza un hijo imaginario engendrado de Claudy–, está, como Iván Karamazov –y lo estará siempre–, esencialmente sola.


    Elisenda N. Frisach
    © Revista EAM / Barcelona


    Décima entrega de esta antología dedicada a grandes clásicos del cine apoyada y patrocinada por BenQ, empresa líder en el sector audiovisual, informático y de comunicaciones.

    Bibliografía
    ▪ Bazin, André. «El realismo cinematográfico y la escuela italiana de la liberación» en ¿Qué es el cine? Ed. Rialp, 2008
    ▪ Camus, Albert. El hombre rebelde. Ed. Alianza, 2011
    ▪ Kant, Immanuel. Fundamentación de la metafísica de las costumbres. Ed. Tecnos, 2005.
    ▪ Lévinas, Emmanuel. Totalidad e infinito: Ensayo sobre la exterioridad. Ed. Sígueme, 2002
    ▪ Mosley, Philip. The Cinema of the Dardenne Brothers: Responsible Realism. Ed. Wallflower Press, 2013
    ▪ Sartre, Jean Paul. El existencialismo es humanismo. Ed. Edhasa, 2007.


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