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    Crítica | Los fantasmas de Ismael

    Queridas e inmensas paradojas

    Crítica ★★★★ de Los fantasmas de Ismael, de Arnaud Desplechin.

    Francia. 2018. Título original: Les fantômes d´Ismaël. Director: Arnaud Desplechin. Guion: Arnaud Desplechin, Julie Peyr y Léa Mysius. Productor: Pascal Caucheteux. Música: Mike Kourtzer. Dirección de fotografía: Irina Lubtchansky. Montaje: Laurence Briaud. Diseño de producción: Toma Baquerini. Intérpretes: Mathieu Amalric, Marion Cotillard, Charlotte Gainsbourg, Louis Garrel, Alba Rohrwacher.

    Con el cine de Desplechin siempre he mantenido una relación de amor basada en la siguiente paradoja: cuanto más desmesurado me parece su diseño narrativo —el número de personajes, elipsis, saltos temporales, vías muertas, sugerencias veladas—, más íntimo y respetuoso experimento su relato. El cine de Desplechin mantiene una cierta naturaleza entre el carnaval y la aventura: su montaje apila escenas de todo tono, pelaje y escritura —lo mismo un montaje paralelo que un plano con iris, quizá una secuencia de escenas o un largo plano sostenido— sin enhebrar ningún tipo de coherencia y sin que el espectador tenga necesidad de ella. Hace buena aquella idea de Mitry por la que cada película impone sus propias normas de lectura, su propia manera de gestionar los recursos y los significantes, y por ello, asistir a una proyección no es sino, en cierta medida, aprender el acto mismo de ver cine.

    A esta primera paradoja se le podría sumar, además, una segunda. Esta especie de torbellino en la escritura no le ha conducido a un “estancamiento” ni a un coleccionismo de tic autorales. Antes bien, en su discurso siempre ocurre algo nuevo, siempre hay un cierto desencaje entre las piezas del puzle, un estimulante vacío como si cada película negase o desmontase la anterior. Los nombres de los protagonistas, sus rostros, la manera en la que se diseñan los interiores o en la que retornan gestos o diálogos… todo va configurando un universo cinematográfico en perpetuo movimiento, en perpetua reescritura, como si unos planos desechados como indescifrables aquí pudieran ser recolocados en un ejercicio de malabarista allá. El montaje, siempre el montaje, y aquí mismo con más importancia que nunca.

    De ahí que Los fantasmas de Ismael sea a la vez una y varias proyecciones solapadas. Y de ahí también que no encajen sus mimbres narrativos de ninguna de las maneras: hijas perdidas, hermanos espías, amantes tiernas, hombres perdidos, ataques terroristas o tramas psicóticas, películas rodadas, anunciadas, desiertos o callejones. Todo está siempre a punto de fracasar estrepitosamente porque —tercera paradoja— precisamente cuando la película amenaza con concretarse, cuando parecemos transitar una cierta línea narrativa, la cosa se tuerce y toma felizmente otro rumbo. Si Los fantasmas de Ismael hubiera tenido algún tipo de sentido de lectura único, hubiera sido un fracaso estrepitoso –eso es, por cierto, lo que le ocurrió a Jimmy P. (2013), quizá el único patinazo de Desplechin.

    Se puede aceptar la levedad de los acontecimientos y concentrarse en detalles como la exuberante fotografía –en especial en la primera parte de la película- de Irina Lubtchansky, capaz de captar los detalles atmosféricos y los tonos emocionales de cada estancia con una precisión asombrosa. Si el espectador lo desea, puede también paladear el peculiar y siempre pertinente montaje de Laurence Briaud, con esas sucesiones apasionantes de fundidos encadenados que van uniendo y separando a los personajes en el interior de cada escena. Y, por si fuera poco, está también la Gainsbourg desplegando una gama de gestos dulces y suaves, una contención precisa y armónica que casi consigue que olvidemos sus papeles más extremos del cine europeo reciente. Parecería, queda sugerido, otro cuerpo envuelto por otra luz y montado con una lógica completamente diferente. Parecería —lo que resulta casi imposible— otra mujer.

    Tomemos como ejemplo este breve chispazo en el que dos personajes se encuentran en un cementerio. Espacio totalmente apropiado, además, a juzgar por el propio título de la película.


    El cuerpo de la mujer es retratado mediante un travelling de seguimiento trasero, si bien la cámara no se esfuerza en hacer ninguna de esas piruetas estilísticas a la moda: importa la verticalidad de esos árboles negros —tan negros como su propia figura— que parecen “rasgar” el encuadre en grandes y gruesos trazos oscuros. El movimiento prosigue y de la verticalidad saltamos a la horizontalidad de la tapia del camposanto, con sus piedras antiquísimas envueltas entre bruma y el cuerpo de la Gainsbourg marcado, atrapado entre las dos horizontales. Desplechin aguanta el plano, pero no tanto como para llamar la atención sobre su propia escritura.


    Se apilan las tumbas, y donde antes había árboles ahora comparecen crucifijos. El corte en montaje es literal: exterior/interior, superficie plana en el fondo a profundidad (brumosa) marcada por las lápidas. La figura de la mujer no está centrada, sale bruscamente de plano…



    …dejando bruscamente el campo vacío. Sin embargo, su ausencia no niega el movimiento de la cámara, ni lo detiene en absoluto. Parecería que las dos instancias (el personaje, la enunciación) se han de separar para atravesar de manera separada el territorio de la muerte. Buscan, cambian de escala, ella debe alejarse para entrar en plano y descubrir, finalmente, la cabeza de Ismael arrodillado en una de las tumbas del fondo. Únicamente ahí acepta la cámara la posición centrada de ambos, aunque siempre a condición de permanecer oculta, distanciada, casi parapetada detrás de una de las cruces que quedan fuera de foco.


    Únicamente donde termina el trayecto –donde se detiene la cámara porque los personajes, al fin, se encuentran, se puede permitir el contraplano.


    Si bien, ciertamente, no es un plano subjetivo. Parecería más bien una manera de tomar aire, de paladear la espera, de recrearse ante ese gesto doloroso de la Gainsbourg al contemplar, ahora así, la paradójica escena —todo son paradojas— de un hombre que se arrodilla ante una tumba vacía.

    Pero porque ese hombre sabe que la tumba puede llenarse —ha aparecido, después de todo, la mujer que se proclamó legalmente muerta—, y porque hay una mirada de una mujer que le descubre en lo absurdo de su ritual —llorar el vacío, llorar la vida misma—, Ismael puede levantarse, y con él, la cámara.


    «Las mejores películas de Arnaud Desplechin no son una unidad: son un conjunto de escenas que parecen perseguir la vida misma y quedar atrapadas en un remolino de personajes, acciones, dudas, negaciones. Qué bello es contemplar toda esa danza». 


    Y ese movimiento compositivo puede mostrar, a su espalda, el mar. Mar que rima con la pared antiquísima del cementerio, que queda desdibujado por la bruma, que aplasta al propio personaje en la oscuridad de la vivencia que se impone sobre su gesto.

    Este pequeño rodeo a modo de análisis textual seleccionado casi al azar del riquísimo conjunto de la cinta, intenta poner de manifiesto esa idea principal que apuntaba: Desplechin busca —y encuentra— para cada acción precisa y cada escena concreta una respuesta cinematográfica propia. Si tiene que duplicar o triplicar las capas narrativas, lo hace. Si tiene que seguir a un personaje para atraparle en un enjambre de tumbas, lo hace. Si tiene que optar por un viejo plano/contraplano, lo hace también. Sus mejores películas no son una unidad: son un conjunto de escenas que parecen perseguir la vida misma y quedar atrapadas en un remolino de personajes, acciones, dudas, negaciones. Qué bello es contemplar toda esa danza. Aunque sea una danza —como es el caso que aquí nos ocupa— necesariamente mortuoria.


    Aarón Rodríguez Serrano
    © Revista EAM / Castellón


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